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Tras cargar el pesado cesto sobre mis hombros, me arrastré con dificultad ladera arriba, caminando a cuatro patas. El estiércol estaba ya bastante seco, pero parte de él comenzó a rezumar sobre mi chaqueta de algodón, traspasándola hasta alcanzar mi ropa interior y mi espalda; asimismo, cierta cantidad rebosó y se depositó sobre mis cabellos. Cuando por fin alcancé los campos vi cómo las campesinas descargaban hábilmente sus cestos doblando la cintura hacia un lado e inclinándolos de tal modo que todo su contenido caía al suelo. Yo, sin embargo, no lograba conseguir el mismo resultado. Desesperada por librarme del peso que oprimía mi espalda, intenté descargar la cesta. Para ello, extraje el brazo derecho de su asidero y, de repente, la cesta se desplomó hacia la izquierda con un poderoso impulso arrastrando mi hombro tras ella y precipitándome al suelo sobre el montón de estiércol que contenía. Pocos días después, una de mis amigas se dislocó la rodilla a causa de un accidente similar, pero yo sólo me torcí ligeramente la cadera.

La dureza del trabajo formaba parte de la «reforma del pensamiento». En teoría, el esfuerzo debía ser motivo de disfrute, ya que nos acercaba al día en que nos convertiríamos en seres nuevos y más parecidos a los campesinos. Antes de la Revolución Cultural, yo había aceptado con total convencimiento aquella inocente teoría, y me había esforzado deliberadamente para transformarme en una persona mejor. En cierta ocasión, durante la primavera de 1966, mi curso había sido encargado de colaborar en la construcción de una carretera. A las muchachas se nos asignaron tareas livianas, tales como separar las piedras que luego tendrían que romper los chicos. Yo me ofrecí para realizar trabajos masculinos y terminé con los brazos espantosamente hinchados de tanto romper piedras con un grueso mazo que apenas podía levantar. Ahora, apenas tres años después, mi adoctrinamiento se estaba viniendo abajo. Desaparecido el apoyo psicológico que me proporcionaban mis ciegas creencias, no pude evitar sentir un profundo odio hacia el trabajo que se me obligaba a realizar en las montañas de Ningnan, ya que se me antojaba completamente absurdo.

A los pocos días de mi llegada, comencé a padecer un serio sarpullido cutáneo que reapareció durante los tres años siguientes cada vez que visitaba el campo. Ninguna medicina parecía capaz de curarlo, y me veía atormentada día y noche por un picor que me impulsaba a rascarme sin cesar. Al cabo de tres semanas de iniciar mi nueva vida, me salieron varias llagas purulentas y mis piernas se inflamaron a causa de las infecciones. Sufrí asimismo diarreas y vómitos. Con la clínica de la comuna a unos cincuenta kilómetros de distancia, me sentía terriblemente débil y enferma en un momento en que precisaba de toda mi fuerza física.

No tardé en llegar a la conclusión de que no cabía albergar demasiadas esperanzas de poder visitar a mi padre mientras estuviera en Ningnan. La carretera decente más cercana se encontraba a un día de penosa caminata, e incluso una vez allí no había posibilidad de encontrar un transporte público. Los camiones eran escasos y pasaban a largos intervalos, y era sumamente improbable que se dirigieran a Miyi desde donde yo estaba. Por fortuna, el hombre del equipo de propaganda, Dong-an, acudió al pueblo para comprobar que habíamos conseguido instalarnos adecuadamente. Cuando advirtió mi enfermedad, me sugirió amablemente que regresara con él a Chengdu para someterme a tratamiento. Él debía volver con los últimos camiones que nos habían transportado hasta Ningnan y así, veintiséis días después de mi llegada, partí de regreso hacia Chengdu.

Al marcharme, me di cuenta de que apenas había llegado a trabar conocimiento con los campesinos de nuestra aldea. La única persona que había conocido allí era el contable del pueblo, quien al tratarse de la persona más culta de la zona venía a vernos a menudo para intercambiar opiniones intelectuales. Su casa era la única que había llegado a visitar, y siempre recordaré las suspicaces miradas que pude advertir en el curtido rostro de su esposa, ocupada en lavar los sanguinolentos intestinos de un cerdo mientras acarreaba a su silencioso hijito sobre las espaldas. Cuando la saludé me dirigió una breve mirada de indiferencia y no me devolvió el saludo. Sintiéndome turbada y extraña, me despedí rápidamente.

Durante los pocos días que trabajé con los campesinos me sentía tan desprovista de energía que apenas hablé con ellos como es debido. Se me antojaban remotos, desinteresados y separados de mí por las impenetrables montañas de Ningnan. Sabía que se esperaba de nosotros que nos esforzáramos por visitarlos, cosa que mi hermana y mis amigos -a la sazón en mejor forma que yo- hacían todas las tardes, pero yo me sentía permanentemente agotada, enferma y acosada por los picores. Por otra parte, visitarles hubiera significado que me conformaba con la perspectiva de pasar allí los mejores años de mi vida, cuando inconscientemente me negaba a aceptar una existencia de campesina. Sin admitirlo específicamente, no podía evitar el rechazar la existencia que Mao me había asignado.

Cuando llegó el momento de mi partida sentí una súbita nostalgia por la extraordinaria belleza de Ningnan. Mientras me esforzaba por seguir adelante con mi vida allí no había podido apreciar adecuadamente aquellas montañas. La primavera se había adelantado a febrero, y los dorados jazmines de invierno brillaban junto a los carámbanos que colgaban de los pinos. Los riachuelos de los valles formaban una sucesión de transparentes estanques rodeados por rocas de extrañas formas. Los reflejos del agua mostraban magníficas nubes, bóvedas de árboles majestuosos e inflorescencias desconocidas que surgían de las grietas de los peñascos. Tras lavar la ropa en aquellas pozas espléndidas, solíamos tenderla sobre las rocas para que secara bajo el sol y el soplo de aquel aire vigoroso. A continuación, nos tendíamos sobre la hierba y escuchábamos la vibración de los pinares agitados por la brisa. Nunca dejé de maravillarme ante el espectáculo de las laderas de las montañas distantes, cubiertas de melocotoneros silvestres, mientras imaginaba la masa de flores rosadas que los cubrirían al cabo de pocas semanas.

Cuando llegué a Chengdu, tras cuatro interminables días de traqueteo en la parte trasera de un camión vacío durante los que sufrí frecuentes vómitos y diarreas, acudí directamente a la clínica contigua al complejo. Las inyecciones y las pastillas que me suministraron me curaron rápidamente. Mi familia aún tenía acceso a la clínica, al igual que a la cantina. El Comité Revolucionario de Sichuan era un organismo dividido y poco eficiente: aún no había conseguido organizar una administración que funcionara. Ni siquiera había logrado instaurar normas que gobernaran diversos aspectos de la vida cotidiana. Como resultado, el sistema sufría numerosas lagunas: muchos de los antiguos usos continuaban practicándose, y la población había vuelto en gran medida a utilizar sus propios recursos. La dirección de la cantina y la clínica no se habían negado a atendernos, por lo que seguíamos utilizando sus servicios.

Mi abuela dijo que además de las inyecciones y pastillas occidentales recetadas por la clínica necesitaba tomar ciertos medicamentos chinos. Un día, regresó a casa con un pollo y algunas raíces de membranoso tragacanto y angélica china consideradas altamente bu («curativas»), y me preparó una sopa a la que añadió cebolletas de primavera muy picadas. Se trataba de ingredientes no disponibles en las tiendas, por lo que había tenido que recorrer varios kilómetros para adquirirlos en uno de los mercados negros rurales.

Mi abuela tampoco se encontraba bien. A veces la veía tendida en la cama, lo que resultaba sumamente inusual en ella; había sido siempre una mujer tan enérgica que rara vez la habíamos visto permanecer quieta un minuto, pero en aquellos días solía cerrar los ojos y morderse los labios con fuerza, lo que me hacía pensar que debía de sufrir grandes dolores. Sin embargo, cada vez que le preguntaba me respondía que no le ocurría nada y seguía recogiendo medicinas y haciendo colas para conseguir mis alimentos.

No tardé en encontrarme mucho mejor. Dado que no había autoridad alguna que pudiera ordenar mi regreso a Ningnan, comencé a planear un viaje para visitar a mi padre. En esos días, sin embargo, llegó un telegrama de Yibin anunciando que mi tía Jun-ying, que hasta entonces había estado cuidando de mi hermano pequeño Xiao-fang, se encontraba gravemente enferma. Pensé que en tales circunstancias mi deber era ir a atenderlos.

La tía Jun-ying y el resto de los parientes de mi padre en Yibin se habían portado de un modo muy afectuoso con mi familia a pesar del hecho de que mi padre había roto la ancestral tradición china de ocuparse de los propios parientes. Tradicionalmente, se consideraba un deber filial de los hijos el preparar para su madre un pesado féretro de madera cubierto por varias capas de pintura y organizar para ella grandiosos funerales, a menudo financieramente catastróficos. El Gobierno, sin embargo, recomendaba con insistencia la celebración de funerales más simples seguidos de cremación (con objeto de ahorrar terreno). A la muerte de su madre, en 1958, mi padre no supo de su fallecimiento hasta después del funeral, ya que su familia temía que pusiera objeciones a la celebración de un entierro y funeral aceptables. Asimismo, sus familiares apenas nos visitaron después de nuestro traslado a Chengdu.

No obstante, cuando mi padre empezó a tener problemas con la Revolución Cultural todos acudieron para ofrecernos su ayuda. La tía Jun-ying, quien realizaba a menudo el viaje entre Yibin y Chengdu, terminó por hacerse cargo de Xiao-fang para aliviar a mi abuela de parte de sus obligaciones. Compartía una casa con la hermana pequeña de mi padre, y había cedido desinteresadamente la mitad de su parte a los familiares de un pariente lejano, quienes se habían visto obligados a abandonar su propio hogar en ruinas.

Cuando llegué, encontré a mi tía sentada en una butaca de mimbre junto a la puerta principal que daba acceso al vestíbulo que hacía las veces de sala de estar. En el lugar de honor descansaba un enorme féretro construido de pesada madera de color rojo oscuro. Se trataba del único lujo que se había permitido. Al verla me sentí inundada de tristeza. Acababa de sufrir un ataque al corazón, y tenía las piernas semiparalizadas. Los hospitales funcionaban de modo esporádico. Sin nadie que efectuara las reparaciones necesarias, sus servicios se habían interrumpido, y el suministro de medicamentos era igualmente irregular. Los médicos habían dicho a la tía Jun-ying que nada podían hacer por ella, por lo que había decidido permanecer en casa.