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Para mí, que entonces vivía en un mundo invadido de grises neblinas y negras consignas murales, aquel sol y aquella vegetación tropicales se me antojaban como un sueño. Al escuchar las palabras del funcionario me imaginaba a mí misma en una montaña de flores bordeada por un río de aguas doradas. Cierto es que también había mencionado aquel misterioso «aire maligno» que yo ya conocía de la literatura clásica, pero incluso aquello parecía añadir un toque de antiguo exotismo. Para mí los únicos peligros residían en las campañas políticas. Otro motivo por el que deseaba ir era porque pensaba que me sería fácil visitar a mi padre. Sin embargo, no advertí entonces que entre nosotros se extendía una cadena de montañas de tres mil metros de altura desprovistas de sendero alguno. Nunca se me ha dado bien leer mapas.

El 27 de enero de 1969, mi escuela partió hacia Ningnan. Cada alumno estaba autorizado a llevar consigo una maleta y una colchoneta. Nos cargaron en camiones, en grupos de aproximadamente tres docenas de estudiantes por camión. Había pocos asientos, por lo que la mayoría nos sentamos en el suelo sobre las colchonetas. Durante tres días, el convoy de vehículos recorrió caminos rurales repletos de baches hasta llegar a la frontera de Xichang. Para ello atravesamos la llanura de Chengdu y las montañas que bordean el este del Himalaya, donde los camiones hubieron de recurrir a las cadenas. Yo intenté situarme cerca de la parte trasera para poder contemplar las espectaculares tormentas de nieve y granizo que blanqueaban el paisaje y que luego desaparecían casi instantáneamente para dejar paso a un cielo de color azul turquesa iluminado por un sol resplandeciente. Yo contemplaba aquel derroche de belleza con la boca abierta. Al Oeste, se alzaba en la distancia un pico de casi ocho mil metros de altura tras el que se extendían los antiguos territorios salvajes de los que procedía gran parte de la flora del planeta. Años más tarde, cuando llegué a Occidente, descubrí que especies vegetales tan cotidianas como rododendros, crisantemos y otras muchas clases de flores, entre ellas la mayor parte de las rosas, procedían de allí. Por entonces, la región aún estaba habitada por pandas.

La segunda tarde del viaje llegamos a un lugar llamado el Condado de Asbestos, bautizado con el nombre de su principal producción. El convoy se detuvo en un aislado lugar de la montaña para que pudiéramos utilizar los retretes, consistentes en dos casetas de barro equipadas con redondas letrinas comunales cubiertas de gusanos. No obstante, si repugnante era el espectáculo en el interior, el panorama exterior era escalofriante. Los obreros mostraban un rostro ceniciento y plomizo desprovisto de cualquier asomo de alegría. Aterrorizada, pregunté a uno de los miembros del equipo de propaganda, un amable individuo llamado Dong-an a quien habían encargado trasladarnos hasta nuestro destino, quiénes eran aquellas personas con aspecto de zombis. Convictos procedentes de un campo de lao-gai («reforma por el trabajo»), repuso él. Dado que la extracción de asbestos era una actividad altamente tóxica, normalmente corría a cargo de condenados a trabajos forzados que operaban sin apenas medidas de higiene y seguridad. Aquél fue mi primer y único encuentro con los gulags chinos.

El quinto día, el camión nos descargó en un granero situado en la cumbre de una montaña. La propaganda publicitaria me había hecho prever una recepción de personas con tambores que, acompañadas de una gran fanfarria, habrían adornado a los recién llegados con flores de papel encarnado. Por el contrario, fuimos recibidos por un único funcionario comunal que acudió al granero para darnos la bienvenida con un discurso pronunciado en el pomposo estilo de los periódicos y unas dos docenas de campesinos encargados de ayudarnos a transportar las maletas y las colchonetas. Sus rostros eran tan inexpresivos como inescrutables, y su lenguaje me resultó imposible de entender.

Mi hermana y yo nos dirigimos a nuestra nueva vivienda acompañadas de las dos muchachas y los cuatro jóvenes que completaban nuestro grupo. Los cuatro campesinos que transportaban parte de nuestro equipaje caminaban en absoluto silencio, y no parecían entender las preguntas que les hacíamos, por lo que también nosotros optamos por enmudecer. Durante horas, caminamos por el monte en fila india adentrándonos más y más en el vasto universo de aquellas verdosas y oscuras montañas. Yo, sin embargo, me encontraba demasiado fatigada para apreciar su belleza. Hubo un momento en que, tras apoyarme en una roca para recuperar el aliento, paseé la mirada sobre el horizonte que nos rodeaba. Nuestro grupo se me antojó insignificante entre la inmensidad de aquellas montañas eternas en las que no se distinguían caminos, casas ni seres humanos, tan sólo el susurro del viento entre los árboles y el rumor de riachuelos ocultos. Sentí que desaparecía en el interior de una región muda, extraña y salvaje.

Al anochecer llegamos a una oscura aldea. Allí no había electricidad, y el combustible se consideraba demasiado valioso para desperdiciarlo mientras quedara algo de luz. Los pobladores, inmóviles junto a sus puertas, nos contemplaban con la boca abierta y el rostro inexpresivo; era imposible adivinar en ellos interés o indiferencia. Eran las mismas miradas con las que se encontraron numerosos extranjeros tras la apertura de China al exterior durante la década de los setenta. De hecho, nosotros éramos tan extraños para aquellos aldeanos como ellos lo eran para nosotros.

El pueblo albergaba una residencia preparada para nuestra llegada. Se trataba de una edificación construida con barro y madera que comprendía dos salas, una para nosotras cuatro y otra para los cuatro muchachos. Un pasillo conducía al ayuntamiento, donde se había instalado un fogón para que pudiéramos cocinar.

Exhausta, me desplomé sobre el duro tablón de madera que hacía las veces de cama y que habría de compartir con mi hermana. Algunos niños nos habían seguido, profiriendo pequeños gritos de excitación. Comenzaron a llamar a la puerta, pero cada vez que la abríamos salían corriendo y regresaban a golpearla de nuevo tan pronto como cerrábamos. Emitiendo extraños sonidos, atisbaban por nuestra ventana, apenas un orificio cuadrado abierto en la pared y desprovisto de persiana. Yo estaba desesperada por lavarme. Clavamos una vieja camisa sobre el ventanuco a modo de cortina y comenzamos a empapar las toallas en el agua helada de nuestras palanganas. Intenté hacer caso omiso de las constantes risitas de los chiquillos, para entonces ocupados en alzar la «cortina» una y otra vez. Nos vimos obligadas a conservar puestas nuestras chaquetas acolchadas mientras nos aseábamos.

Uno de los muchachos de nuestro grupo actuaba como líder y contacto con los aldeanos. Se nos concedían unos cuantos días, dijo, para organizar el suministro de nuestras necesidades cotidianas, tales como agua, leña y queroseno. Hecho esto, tendríamos que comenzar a trabajar en los campos.

En Ningnan todo se hacía manualmente, tal y como había sido tradicional durante al menos dos mil años. No había maquinaria, y tampoco animales de tiro. Los campesinos soportaban una escasez de alimentos que no les permitía mantener asnos o caballos. Con motivo de nuestra llegada, los lugareños habían llenado de agua un tanque redondo fabricado con barro. Al día siguiente pude advertir hasta qué punto era valiosa cada gota. Para conseguir el agua teníamos que cargar al hombro una vara de la que pendían dos barriles de madera y trepar durante media hora a lo largo de estrechos senderos hasta llegar al pozo. Una vez llenos, cada uno de los barriles pesaba más de cuarenta kilos, pero el dolor de los hombros se me hacía insoportable incluso cuando estaban vacíos. Me sentí inmensamente aliviada cuando los chicos anunciaron galantemente que el suministro del agua sería tarea suya.

También se ocupaban de cocinar, ya que tres de nosotras -yo misma incluida- jamás habíamos cocinado en nuestra vida, a causa del tipo de familias en que habíamos sido educadas. Así pues, me vi en la necesidad de aprender a cocinar por las bravas. El grano llegaba entero, y tenía que ser previamente machado en un mortero con un pesado majador que blandíamos con todas nuestras fuerzas. A continuación, la mezcla había de ser vertida en una estrecha cesta de bambú de gran tamaño que posteriormente se balanceaba con un movimiento especial de los brazos para que las cascaras -más ligeras- quedaran sobre la superficie y fuera posible retirarlas y aprovechar el arroz que quedaba bajo ellas. Al cabo de un par de minutos, los brazos comenzaban a dolerme insoportablemente y terminaban por temblarme tanto que no era capaz de coger la cesta. Cada comida se convertía en una batalla extenuante.

Por si fuera poco, teníamos que hacer acopio de combustible. Había dos horas de caminata hasta la zona del bosque que las autoridades de protección forestal habían designado para recolectar leña. Sólo se nos permitía cortar ramas pequeñas, por lo que trepábamos por los cortos pinos y blandíamos ferozmente nuestros cuchillos. Los troncos se apilaban en haces que luego transportábamos sobre nuestras espaldas. Yo era la más joven del grupo, por lo que sólo se me obligaba a llevar un cesto de plumosas agujas de pino. Sin embargo, el viaje de regreso suponía otras dos horas más de ascenso y descenso a través de senderos de montaña, y cuando por fin llegábamos solía sentirme tan exhausta que el peso de mi carga se me antojaba de al menos sesenta kilos. No podía dar crédito a mis ojos cuando situaba la cesta en la balanza, ya que apenas llegaba a pesar dos kilos y medio, una cantidad de madera que se consumía rápidamente y que difícilmente daba para hervir un wok de agua.

En una de las primeras salidas que hicimos para recoger leña me rasgué el fondillo del pantalón al bajar de un árbol. Me sentí tan avergonzada que me escondí entre los árboles y salí cuando ya todos habían emprendido la marcha para no llevar detrás a nadie que pudiera verme. Los muchachos, todos ellos perfectos caballeros, insistieron en que abriera la marcha para asegurarse de que no caminaban demasiado aprisa para mí, y me vi obligada a repetir varias veces que no me importaba en absoluto ser la última y que no lo decía por cortesía.

Ni siquiera las visitas al retrete eran tarea fácil. Para ello había que descender por una inclinada y resbaladiza ladera hasta alcanzar un profundo pozo abierto en el redil de las cabras. No había más remedio que dar el rostro o la espalda a las cabras, sumamente aficionadas a embestir al primer intruso que veían. Debido a aquello, me asaltaron tales nervios que durante varios días fui incapaz de evacuar correctamente. Después de salir del redil, había que realizar un enorme esfuerzo para trepar de nuevo por la cuesta, por lo que cada vez que regresaba llevaba conmigo una nueva colección de magulladuras extendidas por todo mi cuerpo. El primer día que trabajamos con los campesinos se me asignó transportar estiércol de cabra desde el retrete hasta unas diminutas parcelas que acababan de ser incendiadas para despojarlas de arbustos y de hierba. El terreno aparecía cubierto por una capa de ceniza que, una vez mezclada con excrementos humanos y animales, habría de servir para fertilizar el suelo antes del arado primaveral, tarea que también se realizaba manualmente.