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Sus mayores dificultades le sobrevenían a la hora de evacuar. Después de las comidas solía sentirse insoportablemente hinchada, pero no lograba encontrar alivio si no era a costa de fuertes dolores. En ocasiones, las recetas de sus parientes le proporcionaban cierta ayuda, si bien fallaban en la mayoría de los casos. Yo solía administrarle frecuentes masajes en el estómago y en cierta ocasión, ante sus desesperadas súplicas, llegué a introducirle un dedo en el ano en un intento de retirar los excrementos. Todos aquellos remedios apenas le producían un alivio temporal y, en consecuencia, no se atrevía a comer demasiado. Se sentía terriblemente débil, y solía permanecer sentada en la butaca de mimbre del vestíbulo durante horas, contemplando las papayas y los bananos del jardín trasero. Tan sólo una vez me dijo con un suave susurro: «Tengo tanta hambre… ojalá pudiera comer…»

Ya no podía caminar sin ayuda, y el mismo acto de incorporarse suponía para ella un enorme esfuerzo. Para evitar que le salieran llagas, me sentaba a menudo junto a ella para que se apoyara sobre mí. Ella me decía que era una buena enfermera, y que debía de estar ya cansada y aburrida de permanecer allí. Por mucho que insistiera, se negaba a permanecer sentada más allá de un breve período cada día para que yo pudiera «salir y divertirme».

Ni que decir tiene que en el exterior no existía medio alguno de diversión. Sentía enormes deseos de poder leer algo, pero fuera de los cuatro volúmenes de Las obras selectas de Mao Zedong todo lo que pude descubrir en casa fue un diccionario. El resto de los libros había sucumbido al fuego. Así pues, me entretuve en estudiar los quince mil caracteres que contenía y en aprenderme de memoria aquellos que desconocía.

El resto del tiempo lo pasaba cuidando de mi hermano de siete años, Xiao-fang, y dando largos paseos con él. Algunas veces, el pequeño se aburría y pedía cosas como escopetas de juguete o los caramelos de colores que ocupaban en solitario los escaparates de las tiendas. Yo, no obstante, carecía de dinero -ya que tan sólo recibíamos una pequeña asignación-, y Xiao-fang era incapaz de comprender aquello debido a su corta edad, por lo que se revolcaba en el suelo polvoriento, gritando, chillando y rompiéndome la chaqueta a tirones. En aquellas ocasiones, yo me agachaba e intentaba engatusarle hasta que, al final, desesperada, me echaba también a llorar. Ante aquello, él solía controlarse y hacer las paces conmigo, tras lo cual ambos regresábamos exhaustos a casa.

Incluso en plena Revolución Cultural, Yibin era una ciudad dotada de una atmósfera sumamente agradable. Sus ondulantes ríos y sus serenas colinas, tras las que se extendía un horizonte difuso, me inspiraban cierta sensación de eternidad y me aliviaban temporalmente del sufrimiento que me rodeaba. Al caer la noche, los carteles y los altavoces esparcidos por la ciudad interrumpían sus mensajes, y las oscuras callejas se veían envueltas por una niebla rasgada tan sólo por la luz temblorosa de las lámparas de aceite al escapar a través de las grietas de puertas y ventanas. De cuando en cuando podían verse islotes de luz que indicaban la presencia de puestos de comida aún abiertos. No es que tuvieran mucho que vender, pero la mayoría contenía una mesa cuadrada de madera rodeada por cuatro bancos alargados de color oscuro que brillaban por el roce de los comensales que los habían utilizado durante tantos años. Sobre la mesa podía distinguirse una diminuta chispa del tamaño de un guisante procedente de una lámpara de aceite de colza. En torno a aquellas mesas nunca había gente charlando, pero los dueños mantenían sus locales abiertos. Antiguamente, se hubieran visto repletas de gente ocupada en contarse chismorreos y beber el «licor de cinco granos» típico de la localidad acompañándolo con carne en adobo, lengua de cerdo estofada con salsa de soja y cacahuetes tostados con sal y pimienta. Los puestos vacíos evocaban en mí la imagen de Yibin en la época en que la ciudad no se había hallado completamente dominada por la política.

Al abandonar las callejas, mis oídos se veían asaltados por los altavoces. En el centro de la ciudad reinaba el estruendo perpetuo de gritos y denuncias. Independientemente de su contenido, su volumen resultaba de por sí insoportable, y me vi obligada a desarrollar una técnica que me permitía hacer oídos sordos a cuanto me rodeaba con objeto de conservar la cordura.

Una tarde de abril, una noticia captó súbitamente mi atención. Se había celebrado en Pekín un Congreso del Partido. Como de costumbre, a la población se le ocultaba las verdaderas actividades de aquella importante asamblea de sus «representantes». Tras anunciarse los nuevos nombres del órgano dirigente sentí caérseme el alma a los pies al oír que se había confirmado la nueva organización de la Revolución Cultural.

Aquel congreso -el noveno- señaló formalmente el establecimiento del sistema de poder personal de Mao. Pocos de los antiguos líderes del congreso anterior, celebrado en 1956, habían conseguido permanecer en sus puestos hasta entonces. De diecisiete miembros del Politburó, tan sólo cuatro permanecían en el poder: Mao, Lin Biao, Zhou Enlai y Li Xiannian. El resto o bien habían muerto o habían sido denunciados y destituidos. Algunos de ellos no tardarían en morir a su vez.

El presidente Liu Shaoqi, considerado el número dos del Octavo Congreso, permanecía detenido desde 1967 y había sido salvajemente golpeado en diversas asambleas de denuncia. Se le negaban medicamentos tanto para su antigua diabetes como para su reciente pulmonía y tan sólo recibía tratamiento cuando se hallaba al borde de la muerte debido a que la señora Mao había ordenado explícitamente que debía permanecer vivo para que el Noveno Congreso contara con un «objetivo viviente». Durante el congreso, Zhou Enlai se encargó de leer el veredicto, según el cual Liu Shaoqi era «un traidor criminal, un espía enemigo, un canalla al servicio de los imperialistas, los revisionistas modernos [Rusia] y el Kuomintang». Tras el congreso, el régimen se aseguró de que viviera la totalidad de su agonía.

El mariscal Ho Lung, otro antiguo miembro del Politburó a la vez que uno de los fundadores del Ejército comunista, murió apenas dos meses después del congreso. Debido al poder que había ejercido en el seno de las Fuerzas Armadas fue atormentado con dos años y medio de lenta tortura, planificada -según reveló a su mujer- «para destruir mi salud y asesinarme sin necesidad de derramar mi sangre». El suplicio al que fue sometido incluía la limitación a una pequeña lata de agua diaria durante los ardientes días del verano, la ausencia de calefacción durante el invierno -época en la que las temperaturas permanecían muy por debajo de cero durante varios meses- y la interrupción de la medicación para su diabetes. Por fin, su diabetes empeoró y murió tras la administración de una potente dosis de glucosa durante una de sus crisis diabéticas.

Tao Zhu, el miembro del Politburó que había ayudado a mi madre a comienzos de la Revolución Cultural, permaneció detenido y en condiciones inhumanas durante tres años, lo que destruyó su salud. Se le negó tratamiento médico hasta que su cáncer de vesícula empeoró considerablemente y Zhou Enlai autorizó la operación. Sin embargo, las ventanas de su habitación de hospital permanecieron constantemente tapadas con papeles de periódico, y sus familiares no fueron autorizados a verle ni en su lecho de muerte ni después de que ésta tuviera lugar.

El mariscal Peng Dehuai murió tras un tormento igualmente prolongado que, en su caso, duró ocho años, hasta 1974. Su última petición -que le sacaran de su habitación, oscurecida con papel de periódico, para poder contemplar los árboles y la luz del día- resultó denegada. Aquellas y otras muchas persecuciones similares formaban parte de los métodos típicos imperantes durante la Revolución Cultural de Mao. En lugar de firmar penas de muerte, el líder se limitaba a señalar sus intenciones, tras lo cual siempre surgía alguien dispuesto a ejecutar el tormento e improvisar los detalles más sangrientos. Entre sus métodos se incluían la presión psicológica, la brutalidad física, la negación de cuidados médicos e, incluso, la administración de medicamentos que pudieran poner fin a la vida de sus víctimas. Aquella clase de muerte recibió un nombre especial en chino: po-hai zhi-si, «perseguidos hasta morir». Mao era plenamente consciente de lo que estaba ocurriendo, y solía animar a los verdugos por medio de su «consentimiento tácito» (mo-xu) lo que le permitía librarse de sus enemigos sin cargar con culpa alguna. La responsabilidad era ineludiblemente suya, si bien no de modo exclusivo. Los verdugos también aportaban su propia iniciativa. Los subordinados de Mao se mantenían constantemente alerta e intentaban anticiparse a sus deseos buscando nuevos modos de complacerle que, al mismo tiempo, alimentaran sus propias tendencias sádicas.

Los horribles detalles de las persecuciones sufridas por numerosos líderes no fueron revelados hasta algunos años más tarde. Cuando salieron a la luz, nadie en China se sintió sorprendido. Todos conocíamos ya demasiados casos por propia experiencia.

La transmisión radiada en la plaza incluía la enumeración de los miembros del nuevo Comité Central. Aterrada, me mantuve a la espera de escuchar los nombres de los Ting hasta que, efectivamente, fueron pronunciados: Liu Jie-ting y Zhang Xi-ting. Ahora, me dije a mí misma, es cuando ya no existe ninguna esperanza de que finalicen los sufrimientos de mi familia.

Poco después llegó un telegrama diciendo que mi abuela se había desmayado y se encontraba en cama. Anteriormente, jamás había hecho nada semejante. La tía Jun-ying me apremió a regresar a casa para atenderla, por lo que Xiao-fang y yo tomamos el siguiente tren con destino a Chengdu.

Mi abuela, próxima ya a cumplir sesenta años, había visto su estoicismo finalmente conquistado por el dolor, un dolor que taladraba su cuerpo y se desplazaba a través de él para concentrarse finalmente en los oídos. Los médicos de la clínica del complejo le dijeron que podría tratarse de un problema de nervios para el que no tenían cura; le recomendaron, sin embargo, que procurara mantenerse de buen humor. Así pues, la llevé a un hospital situado a media hora de camino de la calle del Meteorito.

Aislados en sus automóviles con chófer, los nuevos dueños del poder permanecían ajenos a las condiciones de vida de la población. En Chengdu no funcionaban los autobuses, ya que su función no se consideraba esencial para la revolución, y los taxis pedestres habían sido abolidos alegando que constituían un trabajo de explotación. Mi abuela no podía caminar debido a sus intensos dolores, por lo que hubo de viajar sentada sobre un cojín instalado sobre el portaequipajes de la bicicleta. Con Xiao-fang instalado en la barra, yo me encargué de empujar el vehículo mientras Xiao-hei la sostenía.