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El Cojo Tang era una víctima de la polio. Su padre había sido funcionario del Kuomintang, por lo que al hijo le fue asignado un puesto desventajoso en un pequeño taller instalado en su antiguo domicilio familiar, confiscado por los comunistas. Los empleados de aquellas pequeñas unidades no disfrutaban de las ventajas otorgadas a los obreros de las grandes fábricas, tales como empleo garantizado, servicios sanitarios gratuitos y pensión de vejez.

Debido a sus antecedentes, Tang no había podido acceder a una educación superior, pero era extremadamente inteligente, y llegó a convertirse en el jefe de jacto del hampa de Chengdu. Había acudido al estadio como emisario de la banda rival para solicitar una tregua. Extrajo varios cartones de cigarrillos de la mejor calidad y comenzó a distribuirlos entre los presentes. Presentó las excusas de la otra banda y transmitió su promesa de encargarse de las facturas de reparación de los daños sufridos por la casa y los cuidados médicos del herido. El timonel de Xiao-hei aceptó la oferta: era imposible negarse a una solicitud del Cojo Tang.

El Cojo Tang no tardó en ser arrestado. A comienzos de 1968 la Revolución Cultural inició una nueva etapa, la cuarta. La fase primera había consistido en la organización de los guardias rojos adolescentes; a continuación habían venido los Rebeldes y los ataques a los seguidores del capitalismo; la tercera fase había consistido en las luchas entre las distintas facciones de los Rebeldes, luchas a las que Mao había decidido poner fin. Para asegurarse la obediencia de todos, decidió diseminar el terror para demostrar que nadie podía considerarse inmune a sus consecuencias. Una parte considerable de la población que hasta entonces había permanecido a salvo -incluyendo algunos Rebeldes- pasó a convertirse en víctima. Una tras otra, fueron desatándose nuevas campañas políticas destinadas a aniquilar a los nuevos enemigos de clase. La más notable entre aquellas cazas de brujas, denominada «Limpieza de filas en las clases», incluyó entre sus víctimas al Cojo Tang, quien fue posteriormente liberado, en 1976, a la caída de la Revolución Cultural. A comienzos de los ochenta se convirtió en empresario y millonario, y llegó a ser uno de los hombres más ricos de Chengdu. Su deteriorada mansión familiar le fue devuelta, pero Tang la derribó y construyó en su lugar un grandioso edificio de dos pisos. Cuando la locura por los discos invadió China, solía vérsele sentado en algún lugar prominente mientras contemplaba con aire paternal los bailes de los muchachos y muchachas de su séquito sin dejar de contar ostentosamente gruesos fajos de billetes de banco con gesto deliberadamente descuidado, tras lo cual pagaba a la multitud y se solazaba en su nueva forma de poder: el dinero.

La campaña de «Limpieza de filas en las clases» destruyó las vidas de millones de personas. Durante uno de sus episodios, conocido como el caso del llamado Partido Popular de la Mongolia Interior, aproximadamente el diez por ciento de la población mongola adulta fue sometido a tortura o malos tratos físicos: murieron no menos de veinte mil personas. Aquella campaña en particular había sido diseñada según un modelo basado en estudios piloto realizados en seis fábricas y dos universidades de Pekín sometidas a la supervisión personal de Mao. En el informe referente a una de ellas – la Unidad de Imprenta de Xinhua- había un pasaje que decía: «Tras ser etiquetada como contrarrevolucionaria, esta mujer aprovechó un momento en que sus guardianes desviaron la mirada y, abandonando sus trabajos forzados, corrió hasta los dormitorios femeninos de la cuarta planta y se suicidó arrojándose por una ventana. Evidentemente, resulta inevitable que los contrarrevolucionarios se suiciden. Sin embargo, no deja de ser una lástima que ahora contemos con un “ejemplo negativo” menos.» Mao escribió, refiriéndose a aquel documento: «Se trata del informe mejor redactado de cuantos he leído.»

Aquella y otras campañas eran gobernadas por los Comités Revolucionarios organizados en todo el país. El Comité Revolucionario Provincial de Sichuan fue establecido el 2 de junio de 1968. Sus líderes eran las mismas cuatro personas que habían encabezado el Comité Preparatorio: los dos jefes militares y los Ting. En él se incluían además los jefes de los dos principales campos Rebeldes -el Chengdu Rojo y el 26 de Agosto- y algunos de los «funcionarios revolucionarios».

La consolidación del nuevo sistema de poder de Mao tuvo consecuencias que afectaron profundamente a mi familia. Una de las primeras fue la decisión de retener parte de los salarios de los seguidores del capitalismo y conceder a cada uno de ellos tan sólo una pequeña asignación mensual. Nuestros ingresos familiares se vieron reducidos a menos de la mitad. Aunque no pasábamos hambre, ya no podíamos permitirnos comprar en el mercado negro en un momento en el que el nivel de suministro de alimentos por parte del Estado iba deteriorándose rápidamente. Las raciones de carne, por ejemplo, eran de menos de un cuarto de kilo por persona y mes. Mi abuela se mostraba sumamente preocupada, y hacía cálculos día y noche para que los niños pudiéramos comer mejor y para conseguir paquetes de comida que llevar a mis padres cuando estaban encarcelados.

La siguiente decisión del Comité Revolucionario consistió en expulsar del complejo de viviendas a todos los seguidores del capitalismo con objeto de dejar sitio a los nuevos líderes. A mi familia le fueron asignadas unas habitaciones situadas en la planta superior de un edificio de tres pisos que había albergado las oficinas de una revista para entonces ya desaparecida. En la planta superior no había retretes ni agua corriente. Teníamos que bajar al piso inferior incluso para cepillarnos los dientes o prepararnos una taza de té con hojas ya usadas. A mí, sin embargo, no me importaba: se trataba de un edificio sumamente elegante, y yo entonces alimentaba un profundo anhelo de cosas bellas.

A diferencia del apartamento que habíamos ocupado en el complejo, el cual formaba parte de un bloque de cemento carente de rasgos distintivos, nuestro nuevo hogar era una espléndida mansión de ladrillo y madera con doble fachada, dotada de ventanas exquisitamente enmarcadas por tonos de marrón rojizo y abiertas bajo aleros grácilmente curvados. El jardín trasero aparecía densamente poblado de moreras, y el delantero poseía un espeso emparrado, un bosquecillo de adelfas, una morera del papel y un enorme árbol de nombre desconocido cuyos frutos, similares a pimientos, crecían formando pequeños grupos en el interior de los pliegues de sus hojas, marrones, crujientes y con forma de embarcación. Me gustaban especialmente los elegantes bananos y el amplio arco que formaban sus hojas, ya que constituían un espectáculo poco común en un clima no tropical.

En aquellos días, la belleza se despreciaba hasta el punto de que mi familia fue enviada a aquella casa espléndida a modo de castigo. La sala principal era amplia y rectangular, con suelo de parquet. Tres de sus costados estaban formados por ventanales, lo que la convertía en una estancia especialmente luminosa y nos proporcionaba en los días claros una vista panorámica de la distante cordillera nevada del oeste de Sichuan. El balcón no estaba construido de cemento, como era habitual, sino de madera pintada de un color castaño rojizo, y estaba bordeado por barandillas con dibujos de cenefas. Otra de las habitaciones, también abierta al balcón, poseía un techo desacostumbradamente elevado y puntiagudo cuyas vigas, de un color rojo desvaído, eran visibles a unos seis metros de altura. Me enamoré de inmediato de nuestra nueva vivienda. Posteriormente me di cuenta de que en invierno la sala rectangular se convertía en un campo de batalla en el que coincidían helados vientos que, procedentes de todas direcciones, traspasaban fácilmente los delgados cristales. Asimismo, cada vez que soplaba el viento los elevados techos dejaban caer una fina lluvia de polvo. A pesar de todo, me sentía embargada de gozo durante las noches tranquilas, tendida en mi cama con la luz de la luna filtrándose a través de las ventanas y la sombra de la inmensa morera oscilando sobre la pared. Era tal el alivio que me proporcionaba haber abandonado el complejo y su mezquina atmósfera que confiaba en que mi familia nunca tuviera que regresar a él. También me encantaba nuestra nueva calle. Había sido bautizada con el nombre de calle del Meteorito debido a que cientos de años atrás había caído un meteorito sobre ella. Estaba pavimentada con adoquines triturados, lo que se me antojaba mucho más atractivo que el asfalto de la calle que bordeaba el complejo.

Lo único que aún me recordaba al complejo eran nuestros vecinos, todos ellos miembros del departamento de mi padre y del grupo de Rebeldes de la señora Shau. Cuando nos miraban, era con expresión rígida y acerada, y en las raras ocasiones en que teníamos que comunicarnos se dirigían a nosotros con ásperos exabruptos. Uno de ellos había sido en tiempos el editor de la ya desaparecida revista, y su esposa había trabajado como maestra. Tenían un hijo llamado Jo-jo que a la sazón contaba seis años de edad, igual que mi hermano Xiao-fang. Acudió a vivir con ellos un funcionario de menor rango que tenía una hija de cinco años, y los tres niños solían jugar juntos a menudo en el jardín. A mi abuela le inquietaba que Xiao-fang jugara con ellos pero no se atrevía a prohibírselo, ya que nuestros vecinos podrían haberlo interpretado como una muestra de hostilidad hacia los Rebeldes del presidente Mao.

Al pie de la escalera espiral de color rojo oscuro que conducía a nuestras habitaciones había una enorme mesa en forma de media luna. En los viejos tiempos, su superficie se habría adornado con un gran jarrón de porcelana lleno de jazmines de invierno o de flores de melocotonero. Entonces aparecía desnuda, y los tres niños solían encaramarse a ella durante sus juegos. Un día, decidieron jugar a los médicos: Jo-jo hacía de médico; Xiao-fang, de enfermero; y la niña de cinco años, de paciente. Tras tumbarse boca abajo sobre la mesa, la niña se subió la falda para que le pusieran una inyección. Xiao-fang sostenía la aguja, representada por un trozo de madera procedente de una silla rota. La madre de la niña escogió aquel instante para ascender por los escalones de arenisca hasta el rellano. Profiriendo un grito, cogió a su hija y la obligó a descender de la mesa.

Descubrió unos cuantos arañazos en la cara interior del muslo de la niña pero, en lugar de llevarla al hospital, acudió a unos Rebeldes pertenecientes al departamento de mi padre, situado a un par de manzanas de distancia. Al poco rato, el jardín delantero se vio invadido por una multitud. Mi madre, quien casualmente había sido autorizada a pasar unos días en casa, fue detenida inmediatamente mientras Xiao-fang era sujetado y reprendido a gritos por un grupo de adultos. Le dijeron que le matarían a palos si se negaba a confesar quién le había enseñado a violar a la niña. Intentaron forzarle a decir que habían sido sus hermanos mayores, pero Xiao-fang se mostraba incapaz de pronunciar palabra. Ni siquiera podía llorar. Jo-jo estaba terriblemente asustado. Echándose a llorar, dijo que había sido él quien había pedido a Xiao-fang que le pusiera la inyección a la niña. La pequeña se echó a llorar también, diciendo que no habían llegado a ponerle la inyección. Los adultos, sin embargo, les ordenaron a gritos que se callaran y continuaron atosigando a Xiao-fang. Por fin, y a instancias de mi madre, la muchedumbre la trasladó a empujones al Hospital Popular de Sichuan arrastrando tras de sí a Xiao-fang.