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Jin-ming traficaba asimismo con otros bienes. El entusiasmo que sentía por las ciencias nunca había disminuido. En aquella época, el único mercado negro de Chengdu especializado en objetos científicos ofrecía componentes semiconductores para transistores: se trataba de una rama de la industria algo más favorecida, ya que servía para «difundir las palabras del presidente Mao». Jin-ming compraba las partes sueltas y se fabricaba sus propias radios, que luego vendía a buen precio. Sin embargo, compraba otras destinadas a su verdadero propósito: comprobar diversas teorías físicas que llevaban tiempo dando vueltas en su cabeza.

Con tal de obtener dinero para sus experimentos traficaba incluso con insignias de Mao. Numerosas fábricas habían interrumpido la producción normal para producir insignias de aluminio en las que aparecía representado el rostro de Mao. Todas las formas de coleccionismos -incluso las de cuadros y sellos- habían sido prohibidas como hábitos burgueses. Así, el instinto coleccionista de la gente se había dirigido a aquellos objetos, los cuales, a pesar de hallarse aprobados, sólo podían intercambiarse clandestinamente. Jin-ming llegó a reunir una pequeña fortuna. Poco podía imaginarse el Gran Timonel que incluso una efigie de su cabeza podía convertirse en elemento de especulación capitalista, la actividad que tan esforzadamente había intentado erradicar.

Se producían frecuentes redadas. A menudo, llegaban camiones llenos de Rebeldes que bloqueaban las calles y arrestaban a cualquiera que consideraran sospechoso. En ocasiones, enviaban espías que fingían curiosear. En un momento determinado, hacían sonar un silbato y se abalanzaban sobre los comerciantes. Aquellos que eran detenidos veían sus posesiones confiscadas y, por lo general, recibían una paliza. Un castigo habitual era el «sangrado», consistente en apuñalarles en las nalgas. Algunos eran torturados, y a todos se les amenazaba con doble castigo en el futuro si no cesaban en sus actividades. Sin embargo, la mayoría regresaban una y otra vez.

Mi segundo hermano, Xiao-hei, tenía doce años a comienzos de 1967. Dado que no tenía nada en que ocupar el tiempo, no tardó en entrar a formar parte de una de las pandillas callejeras que entonces abundaban, a pesar de haber sido prácticamente inexistentes antes de la Revolución Cultural. Dichas pandillas eran conocidas como «astilleros», y sus líderes recibían el nombre de «timoneles». El resto se llamaban entre sí «hermanos» y poseían un apodo relacionado, por lo general, con algún animal. Perro flaco, si un muchacho era delgado; Lobo gris si tenía un mechón de cabellos de ese color. Xiao-hei se llamaba Pezuña negra debido a que parte de su nombre -hei- significa «negro», y también porque era de piel oscura y rápido en hacer recados, lo que formaba parte de sus deberes, ya que era más joven que la mayoría de los restantes miembros.

Al principio, los pandilleros le trataron como a un huésped reverenciado, pues rara vez habían conocido a ningún hijo de altos funcionarios. Los miembros de aquellas bandas solían proceder de familias pobres, y en su mayoría habían sido escolares fracasados ya antes del advenimiento de la Revolución Cultural. Sus familias no se hallaban en el punto de mira de la revolución, ni ésta les interesaba tampoco a ellos en lo más mínimo.

Algunos de aquellos chiquillos intentaban imitar el comportamiento de los hijos de altos oficiales, incluso a pesar del hecho de que éstos habían sido destituidos. En sus días de guardias rojos, los hijos de altos oficíales habían mostrado preferencia por los viejos uniformes militares comunistas, ya que eran los únicos que tenían acceso a ellos a través de sus padres. Algunos chiquillos de la calle se habían hecho con aquel tipo de prendas en el mercado negro o habían teñido sus ropas de verde. Sin embargo, carecían del ademán altivo de los miembros de la élite, y a menudo no daban en sus verdes con la tonalidad justa. Por todo ello, habían de soportar las burlas de los primeros y de sus propios amigos, quienes les llamaban «pseudos».

Posteriormente, los hijos de altos funcionarios pasaron a vestir chaquetas y pantalones de color azul oscuro. Aunque la mayor parte de la población vestía entonces de color azul, sus ropas eran de una tonalidad especial, a lo que había que añadir el hecho de que resultaba infrecuente ver a alguien vestido de arriba abajo con idéntico color. A partir de entonces, los chicos y chicas procedentes de familias modestas tuvieron que evitar imitarles si no querían ser tratados de «pseudos». Lo mismo podía decirse de sus zapatos, negros y con cordones por arriba a la vez que dotados de blancas suelas de plástico con una banda de plástico igualmente blanco asomando entremedias.

Algunas pandillas inventaron estilos propios. Se ponían varias capas de camisas bajo una prenda exterior y, a continuación, se subían los cuellos. Cuantos más cuellos tuvieras, más elegante se te consideraba. A menudo, Xiao-hei llevaba seis o siete camisas bajo su chaqueta e, incluso bajo el ardiente calor del verano, nunca vestía menos de dos. Los pantalones de deporte debían asomar siempre por debajo de los pantalones exteriores previamente acortados. Llevaban también zapatillas de deporte sin cordones y gorras militares equipadas con tiras de cartón en su interior para mantener derecha la visera y prestarles un aspecto intimidante.

Una de las principales ocupaciones de los «hermanos» de Xiao-hei para matar el tiempo consistía en robar. Obtuvieran lo que obtuvieran, debían entregar el botín al timonel para que éste lo distribuyera equitativamente entre todos. A Xiao-hei le daba miedo robar, pero sus hermanos siempre le entregaban su parte sin la menor objeción.

El robo era una costumbre frecuente durante la Revolución Cultural, y abundaban especialmente los carteristas y los ladrones de bicicletas. A la mayor parte de las personas que yo conocía les habían robado la cartera al menos una vez. Para mí, salir de compras implicaba a menudo perder el monedero o ser testigo de alguien chillando por haber sido objeto de un delito similar. La policía, para entonces dividida en distintas facciones, apenas ejercía una vigilancia superficial.

Cuando los extranjeros comenzaron a llegar a China en gran número, durante la década de los setenta, muchos se marcharon impresionados por la «limpieza moral» de nuestra sociedad: un calcetín abandonado podía seguir los pasos de su dueño a lo largo de mil quinientos kilómetros, desde Pekín hasta Guangzhou, tras lo cual era lavado, plegado y depositado en su habitación de hotel. Los visitantes no se daban cuenta de que tan sólo los extranjeros y los chinos sometidos a estrecha vigilancia llegaban a disfrutar de tales atenciones, ya que nadie hubiera osado robar a un extranjero teniendo en cuenta que apropiarse de un simple pañuelo podía muy bien ser castigado con la muerte. El calcetín limpio y plegado no guardaba relación alguna con el estado real de la sociedad: no era sino una parte más de la pantomima general del régimen. Los hermanos de Xiao-hei se mostraban igualmente obsesionados por las chicas. Los muchachos de doce y trece años como él eran a menudo demasiado tímidos para dirigirse a ellas personalmente, por lo que se convertían en mensajeros encargados de entregar las cartas de amor llenas de faltas que escribían los mayores. Xiao-hei se veía obligado a llamar a las puertas mientras rogaba interiormente que fuera la propia muchacha quien abriera la puerta, y no su padre o su hermano, de quienes era frecuente recibir un bofetón. Algunas veces, dominado por el miedo, se limitaba a deslizar la carta bajo la puerta.

Cuando una muchacha rechazaba una propuesta, Xiao-hei y el resto de sus compañeros más jóvenes se convertían en el instrumento de venganza del amante despechado, para lo cual se dedicaban a hacer ruidos frente al domicilio de la joven y a disparar con tirachinas contra sus ventanas. Cuando la muchacha salía a la calle, la escupían, la insultaban, la señalaban con el dedo medio estirado y le gritaban palabras soeces cuyo significado apenas alcanzaban a comprender del todo. Los insultos chinos para las mujeres son considerablemente gráficos: «lanzadera» (por la forma de sus genitales), «silla de montar» (por su imagen al ser montada), «lámpara de aceite rebosante» (por verterse «con demasiada frecuencia») y «zapatos desgastados» (implicando que se ha hecho mucho «uso» de ellas).

Algunas chicas intentaban hacerse con protectores en el interior de las bandas, y las más capaces llegaban a convertirse ellas mismas en timoneles. Las que llegaban a integrarse en aquel mundo masculino ostentaban motes propios sumamente pintorescos, tales como Negra peonía cubierta de rocío, Barril de vino roto o Encantadora de serpientes.

La tercera de las ocupaciones principales de las pandillas eran las peleas. A Xiao-hei le emocionaban notablemente pero, para su gran disgusto, sufría de lo que solía denominar una «disposición cobarde», y por ello echaba a correr tan pronto como veía que la cosa se ponía fea. Gracias a su falta de intrepidez pudo sobrevivir intacto a aquellas absurdas escaramuzas en las que muchos chiquillos resultaban heridos e incluso muertos.

Una tarde en que andaba vagabundeando por ahí como de costumbre con algunos de sus hermanos, acudió corriendo otro de los miembros de la banda y les informó de que el domicilio de un hermano acababa de ser asaltado por una pandilla rival que, a continuación, le había sometido a un «sangrado». Inmediatamente, todos regresaron a su propio «astillero», y allí recogieron su armamento, consistente en palos, ladrillos, cuchillos, látigos de alambre y garrotes. Xiao-hei se introdujo bajo el cinturón un garrote dividido en tres secciones y todos salieron corriendo hacia la casa en la que había tenido lugar el incidente. Una vez allí, descubrieron que sus enemigos se habían marchado y que el hermano herido había sido trasladado al hospital por sus familiares. El timonel escribió una carta salpicada de errores en la que arrojaba el guante a sus rivales, y Xiao-hei recibió el encargo de entregarla.

En la carta se proponía una pelea formal que habría de celebrarse en el Estadio Deportivo Popular, dotado de amplio espacio para ello. En dicho estadio ya no se celebraba acontecimiento deportivo alguno, dado que los juegos de competición habían sido condenados por Mao. Los atletas habían pasado a consagrarse a la Revolución Cultural.

El día fijado para la batalla, la pandilla de Xiao-hei, compuesta por varias decenas de muchachos, aguardaba en la pista de carreras. Transcurrieron dos largas horas hasta que, por fin, entró cojeando en el estadio un joven de unos veinte años. Se trataba del Cojo Tang, una célebre figura del hampa de Chengdu. A pesar de su relativa juventud, todos le trataban con el respeto reservado habitualmente para los mayores.