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Las familias de Llenita, Ching-ching y algunas otras no se vieron afectadas. Y todas ellas continuaron siendo amigas mías. Tampoco se vieron molestadas por los perseguidores de mis padres, quienes no podían abusar de su poder hasta ese punto. Sin embargo, seguían arriesgándose para nadar contra corriente. Mis amigas se encontraban entre los millones de personas que consideraban sagrado el código chino tradicional de lealtad: «Dar carbón en la nieve.» El hecho de contar con ellas me ayudó a superar los peores años de la Revolución Cultural.

También me proporcionaron una enorme ayuda de tipo práctico. Hacia finales de 1967 el Chengdu Rojo comenzó a atacar nuestro complejo -entonces controlado por el 26 de Agosto- y el bloque que habitábamos se convirtió en una fortaleza. Recibimos la orden de trasladarnos de nuestro apartamento, situado en el tercer piso, a unas habitaciones de la planta baja del bloque contiguo.

En aquella época, mis padres estaban detenidos. El departamento de mi padre, que normalmente se hubiera encargado de colaborar en la mudanza, se limitó en esta ocasión a darnos la orden de partir. Dado que no existían compañías de mudanza, mi familia hubiera perdido hasta las camas de no haber sido por mis amigas. Aun así, tan sólo pudimos trasladar los muebles más esenciales, dejando atrás otras cosas, como las estanterías de mi padre: apenas podíamos moverlas, y mucho menos bajarlas a lo largo de varios tramos de escaleras.

Nuestro nuevo alojamiento era un apartamento ya ocupado por los familiares de otro seguidor del capitalismo a quienes se ordenó que dejaran libre la mitad. Idéntica reorganización de viviendas estaba teniendo lugar en todo el complejo, de tal modo que pudieran utilizarse los pisos altos como puestos de mando. Mi hermana y yo compartimos una habitación. La ventana daba al entonces desierto jardín trasero, y siempre la manteníamos cerrada, ya que nada más abrirla la estancia se inundaba con el fuerte hedor procedente de las alcantarillas atascadas. Por la noche oíamos gritos de rendición procedentes del exterior de los muros del complejo, así como disparos esporádicos. Una noche me despertó el sonido de cristales rotos: una bala había entrado por la ventana para incrustarse en la pared opuesta. Curiosamente, no sentí temor alguno. Después de todos los horrores de que había sido testigo, las balas había perdido su efecto.

Para entretenerme en algo, comencé a escribir poesía siguiendo los estilos clásicos. El primer poema que me satisfizo fue escrito el día de mi décimo sexto cumpleaños, el 25 de marzo de 1968. No hubo celebración alguna, pues tanto mi padre como mi madre seguían detenidos. Aquella noche, tendida en la cama y escuchando los disparos y las escalofriantes diatribas que escupían los altavoces de los Rebeldes, alcancé un momento decisivo de mi vida: siempre se me había dicho -y yo lo había creído- que estaba viviendo en un paraíso terrenal llamado China Socialista completamente distinto del infierno del mundo capitalista. En ese instante, me pregunté: si esto es el paraíso, ¿cómo será el infierno? Decidí que quería comprobar por mí misma si, efectivamente, existía un lugar aún más azotado por el sufrimiento. Por primera vez, odié conscientemente el régimen bajo el que había vivido y deseé con todas mis fuerzas disponer de una alternativa.

Aun así, de un modo inconsciente, continuaba evitando pensar en Mao. Mao había formado parte de mi vida desde que era niña. Él era el ídolo, el dios, la inspiración. El propósito de mi vida se había formulado en su nombre. Apenas dos años antes hubiera sido feliz de morir por él y, aunque su mágico poder se había desvanecido en mi interior, aún le consideraba sagrado e infalible. Incluso entonces, no osé desafiarle.

Tal era mi estado de ánimo cuando compuse el poema. Escribí acerca de la muerte de mi pasado de adoctrinamiento e inocencia, comparándolo con hojas muertas arrancadas de un árbol por el viento y transportadas hasta un mundo del que no se regresa. Describí mi estupefacción al contemplar ese nuevo mundo, al no saber qué pensar ni cómo hacerlo. Era el poema de alguien que busca, que tantea en la oscuridad.

Lo tenía ya escrito y descansaba en la cama reflexionando acerca de él cuando oí golpes en la puerta. Por el sonido, supe que se trataba de un asalto domiciliario. Los Rebeldes de la señora Shau habían asaltado ya varias veces nuestro apartamento para llevarse «artículos burgueses de lujo» tales como los elegantes vestidos que mi abuela conservaba de la época precomunista, el abrigo rematado de piel que mi madre había traído de Manchuria y los trajes de mi padre, a pesar del hecho de que estos últimos eran todos del estilo Mao. Incluso llegaron a confiscar mis pantalones de lana. Solían venir una y otra vez en busca de «pruebas» contra mi padre, y yo ya me había acostumbrado a que revolvieran nuestra casa periódicamente.

Sentí una oleada de ansiedad al pensar en lo que podría ocurrir si veían mi poema. Al sufrir sus primeros ataques, mi padre había pedido a mi madre que quemara todos sus poemas; sabía que todo escrito -cualquier escrito- podía invertirse en contra de su autor. Mi madre, sin embargo, no logró decidirse a destruirlos todos, y conservó algunos que había escrito para ella. Aquellos poemas le costaron numerosas y brutales asambleas de denuncia.

En uno de los poemas, mi padre se burlaba de sí mismo por no haber logrado trepar a la cima de una montaña panorámica. La señora Shau y sus camaradas le acusaron de «lamentarse de su frustrada ambición de usurpar el liderazgo supremo de China».

En otro, describía su trabajo nocturno:

La luz brilla cada vez más blanca a medida que la noche se oscurece,

mi pluma vuela al encuentro del amanecer…

Los Rebeldes afirmaron que estaba describiendo la China socialista como una «noche oscura» y que estaba trabajando con su pluma para dar la bienvenida a un «blanco amanecer» que representaba un retorno del Kuomintang (el color blanco era un símbolo de la contrarrevolución). En aquella época, era habitual aplicar aquellas ridiculas interpretaciones a los escritos de la gente, y Mao, un gran amante de la poesía clásica, nunca había pensado en la posibilidad de hacer una excepción de aquella repugnante costumbre. Escribir poesía se convirtió en una afición notablemente peligrosa.

Cuando comenzaron los golpes en la puerta, corrí apresuradamente al baño y cerré la puerta con llave mientras mi abuela acudía a abrir la puerta a la señora Shau y a su cuadrilla. Las manos me temblaban, pero me las arreglé para romper el poema en pedacitos, arrojarlo al interior del retrete y tirar de la cadena. Revisé cuidadosamente el suelo para asegurarme de que no se había caído ningún trozo. No todos los papeles, sin embargo, habían desaparecido la primera vez, por lo que tuve que esperar y tirar de nuevo. Para entonces, los Rebeldes estaban golpeando la puerta del cuarto de baño y ordenándome con voz brusca que saliera inmediatamente. Yo no respondí.

Mi hermano Jin-ming también se llevó un buen susto aquella noche, Desde el comienzo de la Revolución Cultural había solido frecuentar un mercadillo negro especializado en libros. El instinto comercial de los chinos es tan fuerte que los mercados negros -considerados por Mao la bestia negra capitalista por excelencia- lograron sobrevivir sin tregua a la demoledora presión de la Revolución Cultural.

En el centro de Chengdu, en mitad de la principal calle comercial de la ciudad, se alzaba una estatua de bronce de Sun Yat-sen, quien había encabezado la revolución republicana que en 1911 había terminado con dos mil años de dominación imperial. La estatua había sido erigida antes de que los comunistas llegaran al poder. Mao no era especialmente aficionado a la figura de ningún líder revolucionario anterior a sí mismo, y Sun no era una excepción. Sin embargo, constituía una buena política inspirarse en su tradición, por lo que se permitió que la estatua continuara en su lugar, y los terrenos que la rodeaban se transformaron en invernaderos. Cuando estalló la Revolución Cultural, la Guardia Roja atacó los emblemas de Sun Yat-sen hasta que Zhou Enlai decidió ordenar su protección. La estatua sobrevivió, pero los invernaderos se abandonaron por considerarse una muestra de decadencia burguesa. Cuando la Guardia Roja comenzó a asaltar los domicilios de la gente y a quemar sus libros, aquellos terrenos desiertos pasaron a ser escenario de pequeñas reuniones en las que se compraban y vendían aquellos volúmenes que habían escapado a la hoguera. Allí podía encontrarse todo tipo de gente: guardias rojos que querían obtener algún dinero a cambio de los libros que acababan de confiscar, intermediarios frustrados que acudían al olor del dinero, intelectuales que no querían ver sus libros quemados pero que temían conservarlos… y amantes de los libros. Todos aquellos libros habían sido publicados y aprobados bajo el régimen comunista con anterioridad a la Revolución Cultural. Aparte de los clásicos chinos, incluían obras de Shakespeare, Dickens, Byron, Shelley, Shaw, Thackeray, Tolstói, Dostoievski, Turguéniev, Chéjov, Ibsen, Balzac, Maupassant, Flaubert, Dumas, Zola y muchos otros clásicos de todo el mundo. Podían hallarse incluso los Sherlock Holmes de Conan Doyle, quien se había convertido en uno de los escritores más populares en China.

El precio de los libros dependía de múltiples factores. Si portaban el sello de alguna biblioteca, la mayoría de la gente los rechazaba. El Gobierno comunista tenía tal reputación de orden y control que nadie quería arriesgarse a que le sorprendieran en posesión de propiedad estatal obtenida por medios ilegales, delito entonces severamente castigado. Todo el mundo prefería adquirir libros privados en los que no aparecieran señales de identificación. Los precios más altos correspondían a aquellas novelas que incluían pasajes eróticos, las cuales eran, asimismo, las más peligrosas. El Rojo y negro de Stendhal, considerada novela erótica, costaba el equivalente a dos semanas de salario medio.

Jin-ming acudía a aquel mercado negro a diario. Su capital inicial provenía de libros que había obtenido de una tienda de reciclaje de papel a la que los atemorizados ciudadanos estaban vendiendo sus colecciones al peso. Jin-ming había estado charlando con uno de los empleados de la misma y había comprado gran cantidad de aquellos libros, que luego revendió a un precio mucho mayor. Con ese dinero compraba más libros, los leía, los revendía y empezaba de nuevo.

Entre el comienzo de la Revolución Cultural y finales de 1968, pasaron por su manos al menos un millar de libros. Leía una media de uno o dos al día. Nunca osaba guardar más de una docena, y aun así se veía obligado a ocultarlos cuidadosamente. Uno de sus escondites había sido bajo un depósito de agua abandonado que se alzaba en el complejo hasta que un chaparrón destruyó algunos de sus favoritos, entre ellos La llamada de la selva, de Jack London. En casa conservaba algunos, escondidos en los colchones y en los rincones del trastero. La noche del asalto domiciliario tenía un ejemplar de Rojo y negro oculto en su cama. Como de costumbre, no obstante, había arrancado la cubierta y la había sustituido por otra de Obras selectas de Mao Zedong. La señora Shau y sus secuaces no lo examinaron.