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En Sichuan las batallas fueron especialmente feroces, debido en parte a que la provincia constituía el núcleo de la industria armamentística china. Ambos bandos se aprovisionaban de carros de combate, vehículos acorazados y artillería que extraían de las cadenas de producción y los almacenes. El otro motivo eran los Ting, decididos a eliminar a sus oponentes. En Yibin se produjeron feroces enfrentamientos con fusiles, granadas, morteros y ametralladoras. Tan sólo en la ciudad de Yibin murieron más de cien personas. Por fin, el Chengdu Rojo se vio obligado a abandonar la ciudad.

Muchos se trasladaron a la vecina ciudad de Luzhou, uno de los baluartes del Chengdu Rojo. Los Ting despacharon una fuerza compuesta por más de cinco mil miembros del 26 de Agosto con órdenes de atacar la ciudad y, al cabo, los asaltantes la conquistaron tras causar más de trescientos muertos y numerosos heridos.

Tales eran las circunstancias cuando el Chengdu Rojo solicitó de mi padre tres cosas: que anunciara su apoyo personal al grupo, que les dijera cuanto supiera acerca de los Ting y que se convirtiera en su asesor para luego representarles en el Comité Revolucionario de Sichuan.

Él se negó. Dijo que no podía respaldar a un grupo en contra de otro, ni tampoco suministrarles información de los Ting, ya que con ello podría agravar la situación y crear aún más animosidad. Igualmente, se negó a representar a una facción dentro del Comité Revolucionario de Sichuan. De hecho, dijo, no sentía las más mínimas ganas de pertenecer a él.

La amistosa atmósfera que reinaba entre él y el Chengdu Rojo se ensombreció. Los jefes del Chengdu Rojo estaban divididos. Algunos de ellos decían que nunca habían conocido a nadie tan increíblemente obstinado y perverso. Mi padre había sido perseguido casi hasta el borde de la muerte y, no obstante, se negaba a permitir a otros que le vengaran. Se atrevía a oponerse a los poderosos Rebeldes que le habían salvado la vida y rechazaba una oferta destinada a rehabilitarle y devolverle al poder. Furiosos y exasperados, algunos gritaban: «¡Démosle una buena paliza! ¡Rompámosle al menos un par de huesos para darle una lección!»

Yan y Yong, sin embargo, le defendieron, al igual que algunos otros. «No es fácil encontrarse con personajes como él -dijo Yong-. No debemos castigarle. No se doblegaría ni aunque lo apaleáramos hasta la muerte. Torturarle, además, no haría sino arrojar la vergüenza sobre nosotros. ¡Se trata de un hombre de principios!»

A pesar de las amenazas de recibir una paliza y de la gratitud que sentía hacia estos Rebeldes, mi padre se negó a actuar en contra de sus principios. Una noche, a finales de septiembre de 1967, un automóvil le trasladó a su casa en compañía de mi madre. Yan y Yong ya no podían protegerles. Tras acompañarlos, se despidieron de ellos.

Mis padres cayeron de inmediato en manos de los Ting y del grupo de la señora Shau. Los Ting dejaron bien claro que el futuro de los miembros de la organización dependería de la actitud que cada uno adoptara frente a mis padres. A la señora Shau se le prometió que ocuparía en el próximo Comité Revolucionario de Sichuan un puesto equivalente al de mi padre si lograba que éste fuera concienzudamente aniquilado. Todos cuantos mostraron simpatía hacia él fueron asimismo condenados.

Un día se presentaron en nuestro apartamento dos hombres del grupo de la señora Shau para llevarse a mi padre a una nueva asamblea. Algo más tarde, regresaron y nos dijeron a mí y a mis hermanos que acudiéramos a recogerle a su departamento.

Encontramos a mi padre reclinado contra un muro del patio del departamento. Su postura revelaba que había intentado ponerse de pie. Tenía el rostro negruzco, amoratado e increíblemente hinchado, y le habían afeitado la mitad de la cabeza con evidente violencia.

No había habido asamblea de denuncia. Tras llegar a la oficina, había sido inmediatamente arrojado al interior de un cuartucho y media docena de robustos extraños se habían arrojado sobre él. Le habían golpeado y pateado en toda la parte inferior del cuerpo, especialmente en los genitales. Le habían insuflado agua en la garganta y la nariz y habían saltado sobre su vientre. Su cuerpo había expulsado agua, sangre y excrementos y, al fin, se había desvanecido.

Al volver en sí, los matones habían desaparecido. Mi padre se sentía terriblemente sediento. Salió arrastrándose de la habitación y sorbió un poco de agua de un charco del patio. Intentó ponerse en pie, pero se sentía incapaz de mantener el equilibrio. Aunque había diversos miembros del grupo de la señora Shau en el patio, nadie había movido un dedo para ayudarle.

Los matones procedían de la facción del 26 de Agosto en Chongqing, distante unos doscientos cincuenta kilómetros de Chengdu. En aquella ciudad se habían producido varios combates en gran escala, con disparos de artillería pesada desde la otra orilla del Yangtzé. El 26 de Agosto había sido expulsado de la ciudad y muchos de sus miembros habían huido a Chengdu, donde algunos hallaron alojamiento en nuestro complejo. Se mostraban inquietos y frustrados, y habían dicho al grupo de la señora Shau que sus puños ardían de deseos de terminar con la existencia vegetativa que llevaban y probar la carne y la sangre. En vista de ello, se les había ofrecido a mi padre como víctima.

Aquella noche, mi padre, quien jamás hasta entonces se había quejado de sus palizas, gritaba de dolor. A la mañana siguiente, mi hermano Jin-ming, que entonces tenía catorce años, corrió a la cocina del complejo tan pronto como ésta abrió sus puertas para pedir prestado un carro con el que transportarle al hospital. Xiao-hei, de trece años de edad, salió a comprar una maquinilla y terminó de cortar los cabellos que aún remataban la cabeza medio afeitada de mi padre. Éste sonrió valientemente al contemplar su cabeza desnuda en el espejo. «Esto está bien. Así no tendré que preocuparme por que me tiren del pelo en la próxima asamblea de denuncia.»

Subimos a mi padre al carro y lo arrastramos hasta un hospital ortopédico cercano. Aquella vez no precisábamos autorización para que le trataran, ya que sus dolencias no tenían nada que ver con la mente. Las enfermedades mentales constituían un campo sumamente delicado, pero los huesos no tenían color ni ideología. El médico se mostró muy amable. Cuando advertí el cuidado con que trataba a mi padre, sentí un nudo en la garganta. Había sido testigo de demasiada violencia y de demasiados golpes, y no estaba habituada a la gentileza.

El médico dijo que mi padre tenía dos costillas rotas, pero que no podía quedar hospitalizado, ya que para ello era preciso contar con una autorización. Además, el hospital tenía más heridos graves de los que podía atender. Se encontraba atestado de gente que había resultado herida en las asambleas de denuncia y las luchas entre facciones. Sobre una camilla pude ver a un joven al que le faltaba un tercio de la cabeza. Su compañero nos dijo que había resultado alcanzado por una granada.

Mi madre acudió una vez más a ver a Chen Mo, y le pidió que intercediera ante los Ting para que pusieran término a las palizas de mi padre. Pocos días después, Chen dijo a mi madre que los Ting se mostraban dispuestos a «perdonar» a mi padre si éste redactaba un cartel mural cantando las alabanzas de los «buenos funcionarios» Liu Jie-ting y Zhang Xi-ting. Subrayó el hecho de que ambos acababan de ver renovado el apoyo explícito y completo de la Autoridad de la Revolución Cultural, y que Zhou Enlai había declarado específicamente que consideraba a los Ting buenos funcionarios. Continuar oponiéndose a ellos, dijo Chen, equivaldría a «arrojar huevos contra una roca». Cuando mi madre se lo dijo a mi padre, éste repuso.

– No hay nada bueno que pueda decirse acerca de ellos.

– ¡Pero esta vez no se trata de tu trabajo, ni tan siquiera de tu rehabilitación! -imploró ella, sollozante-. ¡Esta vez se trata de tu vida! ¿Qué es un cartel comparado con la vida?

– No venderé mi alma -fue la respuesta de mi padre.

Durante más de un año, hasta finales de 1968, mi padre y la mayoría de los antiguos altos funcionarios del Gobierno provincial sufrieron frecuentes detenciones. Nuestro apartamento era asaltado y registrado constantemente. Las detenciones habían pasado a conocerse como «Cursos para el estudio del pensamiento de Mao Zedong». La presión ejercida durante dichos «cursos» era tal que muchos se plegaron a la voluntad de los Ting, mientras que algunos otros se suicidaron. Mi padre, sin embargo, jamás accedió a las demandas de los Ting para trabajar con ellos. Más tarde habría de confesar cuánto le había ayudado el poder contar con el afecto de su familia. La mayor parte de los que se habían suicidado lo habían hecho tras verse repudiados por sus familiares. Nosotros visitábamos a mi padre en su prisión siempre que se nos permitía hacerlo, lo que ocurría rara vez, y le arropábamos con nuestro afecto durante las cortas estancias que pasaba en casa.

Los Ting sabían que mi padre amaba profundamente a mi madre, por lo que trataron de quebrar su resistencia sirviéndose de ella. La presionaban insistentemente para que le denunciara. Al fin y al cabo, mi madre tenía numerosos motivos para sentir rencor contra él. Cuando se casaron, no había invitado a su futura suegra a la boda. Había permitido que recorriera cientos de kilómetros a pie hasta el agotamiento, y no había mostrado demasiada compasión por ella durante sus crisis. En Yibin, se había negado a permitir su traslado a un hospital mejor para enfrentarse a un parto difícil, y siempre había dado al Partido y a la revolución prioridad sobre ella. Ella, sin embargo, había comprendido y respetado a mi padre y, sobre todo, nunca había dejado de amarle, por lo que estaba especialmente dispuesta a apoyarle durante aquellos momentos difíciles. Ningún sufrimiento habría podido convencerla para denunciarle.

Incluso los miembros de su propio departamento hicieron oídos sordos a las órdenes de atormentarla procedentes de los Ting. No obstante, el grupo de la señora Shau las obedeció con entusiasmo, al igual que otras organizaciones que no tenían nada que ver con ella. En total, hubo de soportar aproximadamente un centenar de asambleas de denuncia. En una ocasión, fue trasladada a una asamblea de denuncia celebrada ante decenas de miles de personas en el Parque del Pueblo del centro de Chengdu. La mayoría de los participantes ignoraban de quién se trataba, ya que no era lo bastante importante para merecer tan multitudinario evento.

Mi madre fue condenada por toda clase de acusaciones, entre las que destacaba la circunstancia de que su padre hubiera sido un general de los señores de la guerra. El hecho de que el general Xue hubiera muerto cuando ella apenas contaba dos años de edad no suponía la menor diferencia.