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Al ser puesto en libertad, uno de sus interrogadores le dijo que se le permitía regresar a casa para permanecer bajo la supervisión de su esposa, «a quien el Partido ha asignado tu vigilancia». Su hogar, dijeron, sería su nueva prisión. Dado que ignoraba el motivo de su súbita puesta en libertad, su propia confusión le indujo a aceptar la explicación.

Mi madre ignoraba todo lo que le había sucedido en la cárcel. Cuando mi padre le preguntó el motivo de su liberación, no pudo darle una respuesta satisfactoria. No sólo no podía revelar la existencia de la nota de Zhou Enlai, sino que tampoco podía mencionar su visita a Chen Mo, quien se había convertido en el brazo derecho de los Ting. Mi padre no hubiera tolerado que su esposa hubiera suplicado un favor a los Ting. Sumidos en aquel círculo vicioso, el dilema de mi madre y la locura de mi padre continuaron creciendo y alimentándose mutuamente.

Mi madre intentó someterle a tratamiento médico. Acudió a la clínica asignada al antiguo Gobierno provincial. Lo intentó en los sanatorios mentales. Sin embargo, tan pronto como los funcionarios de recepción oían el nombre de mi padre sacudían la cabeza negativamente. No podían admitirle sin permiso de las autoridades, permiso que no estaban dispuestos a solicitar ellos mismos.

Mi madre acudió al grupo Rebelde dominante en el departamento de mi padre y pidió que se autorizara su hospitalización. Se trataba del grupo encabezado por la señora Shau, y se hallaba bajo el firme control de los Ting. La señora Shau espetó a mi madre que mi padre estaba fingiendo una enfermedad mental para eludir su castigo, y que ella le estaba ayudando, sirviéndose para ello de sus propios antecedentes (dado que su padrastro, el doctor Xia, había sido médico). Mi padre -dijo un Rebelde, citando una de las consignas coreadas a la sazón para jactarse de la implacabilidad de la Revolución Cultural – era «un perro que había caído al agua, y debía ser azotado y apaleado sin compasión alguna».

Siguiendo instrucciones de los Ting, los Rebeldes acosaron a mi padre con una campaña de carteles. Aparentemente, los Ting habían informado a la señora Mao de las «criminales palabras» empleadas por mi padre en las asambleas de denuncia, en su entrevista con ellos y en su carta a Mao. Según los carteles, la señora Mao se había puesto en pie indignada y había dicho: «¡Para un hombre que osa atacar al Gran Líder de un modo tan obsceno, la cárcel e incluso la muerte resultan demasiado benévolas! ¡Debe ser concienzudamente castigado hasta que terminemos con él!»

Aquellos carteles me inspiraron un terror inmenso. ¡La señora Mao había denunciado a mi padre! Sin duda, aquello representaba su fin. Paradójicamente, sin embargo, una de las iniciativas de la señora Mao había de servirnos de ayuda: dado que se mostraba más ocupada con sus venganzas personales que con las cuestiones cotidianas y que no conocía a mi padre ni alimentaba rencor personal alguno hacia él, no intensificó su persecución. No obstante, nosotros ignorábamos aquello, y yo intenté consolarme pensando que el comentario podría haber tenido su origen simplemente en un rumor. En teoría, el contenido de los carteles callejeros era oficioso, dado que estaban escritos por las masas y no formaban parte de los medios de comunicación oficiales. Íntimamente, sin embargo, yo sabía que lo que decían era cierto.

Alimentadas por la ponzoña de los Ting y la condena de la señora Mao, las asambleas de denuncia de los Rebeldes se volvieron más brutales, si bien a mi padre continuaba permitiéndosele vivir en casa. Un día, regresó con una grave lesión en un ojo. Otro día, le vi desfilar por las calles sobre un camión que avanzaba lentamente. Llevaba colgado del cuello un grueso letrero por medio de un alambre que se le incrustaba en la piel, y sus verdugos le retorcían ferozmente los brazos tras la espalda. Mientras tanto, él se esforzaba tenazmente por mantener la cabeza elevada a pesar de los violentos empujones de los Rebeldes. Lo que más me entristeció fue que parecía indiferente al dolor físico. En su locura su cuerpo y su mente parecían haberse desconectado.

Rompió en pedazos todas aquellas fotografías del álbum familiar en las que aparecían los Ting. Quemó sus edredones y sábanas, así como eran parte de nuestra ropa. Asimismo, rompió e incineró las patas de sillas y mesas.

Una tarde en que mi madre se hallaba tendida en la cama y mi padre descansaba en su despacho, reclinado en su butaca de bambú favorita, se puso súbitamente de pie con un salto e irrumpió violentamente en el dormitorio. Al oír los golpes, salimos corriendo tras él y le sorprendimos aferrado al cuello de mi madre. Gritamos, intentado separarlos. Mi madre parecía a punto de morir estrangulada. Al fin, la soltó con una sacudida y abandonó la estancia.

Mi madre se incorporó lentamente con el rostro ceniciento y se cubrió la oreja izquierda con la mano. Mi padre la había despertado propinándole un golpe en la cabeza. Su voz era débil pero tranquila. «No os preocupéis, estoy bien -dijo, dirigiéndose a mi abuela, que sollozaba. Luego se volvió hacia nosotros y dijo-: Id a ver cómo está vuestro padre. Luego, volved a vuestra habitación.» A continuación, se reclinó contra el espejo oval enmarcado con madera de alcanfor que formaba la cabecera de la cama. A través del reflejo pude ver su mano derecha aferrada a la almohada. Mi abuela permaneció toda la noche sentada junto a la puerta del dormitorio de mis padres, y yo misma tampoco pude conciliar el sueño. ¿Qué pasaría si mi padre atacaba a mi madre con la puerta cerrada?

El oído izquierdo de mi madre sufrió lesiones permanentes que habrían de llevarle a perder prácticamente por completo la audición del mismo. Decidió que era demasiado peligroso para ella permanecer en casa, y al día siguiente acudió a su departamento en busca de un lugar al que trasladarse. Los Rebeldes se mostraron muy comprensivos con ella, y le proporcionaron una habitación en una vivienda destinada al jardinero y construida en un extremo del jardín. Era sumamente pequeña: apenas medía dos metros y medio por tres. En su interior sólo cabían una cama y una mesa, y casi no quedaba sitio para pasar entre ambas.

Aquella noche dormí allí con mi madre, mi abuela y Xiao-fang, todos amontonados en la misma cama. No podíamos estirar las piernas ni volvernos hacia el otro lado. Las hemorragias uterinas de mi madre empeoraron. Estábamos terriblemente asustados debido a que, recién trasladados a aquel lugar, carecíamos de estufa y no podíamos esterilizar las jeringas y las agujas, lo que hacía imposible ponerle las inyecciones. Al final, me encontraba tan exhausta que caí en un sueño agitado. Sabía, sin embargo, que ni mi madre ni mi abuela habían conseguido pegar ojo.

A lo largo de los días siguientes Jin-ming siguió viviendo con mi padre, pero yo permanecí en la nueva vivienda de mi madre para contribuir a su cuidado. En la habitación contigua vivía un joven líder Rebelde perteneciente al distrito de mi madre. Yo no le había saludado porque dudaba si querría que le dirigiera la palabra alguien perteneciente a la familia de un seguidor del capitalismo, pero para mi gran sorpresa nos saludó con normalidad la primera vez que nos encontramos. Aunque era algo envarado, trataba a mi madre con cortesía, lo que constituía un enorme alivio después de la altiva frialdad de los Rebeldes del departamento de mi padre.

Una mañana, pocos días después de nuestro traslado, mi madre se estaba lavando la cara bajo los canalones debido a la falta de espacio en el interior cuando aquel hombre le propuso si querría intercambiar las habitaciones, ya que la suya era el doble de grande que la nuestra. Nos mudamos aquella misma tarde. También nos ayudó a conseguir otra cama, lo que nos permitía dormir con cierta comodidad. Nos sentimos profundamente conmovidas.

Aquel joven sufría una intensa bizquera, y tenía una novia muy guapa que se quedaba a dormir con él (algo inusitado en aquella época). A ninguno de ellos parecía importarle que lo supiéramos. Claro está que ningún seguidor del capitalismo se encontraba en situación de andar contando chismes. Cuando me topaba con ellos por las mañanas siempre me obsequiaban con una amable sonrisa que revelaba lo felices que eran. Fue entonces cuando me di cuenta de que la gente se torna bondadosa con la felicidad.

Cuando mejoró la salud de mi madre, regresé junto a mi padre. El apartamento estaba en un estado lamentable: las ventanas estaban rotas y había trozos de mobiliario y de tela quemada por todo el suelo. Mi padre parecía indiferente a mi presencia allí; se limitaba a pasear incesantemente de un lado a otro. Me acostumbré a echar el pestillo de mi puerta por las noches debido a que como no podía dormir se empeñaba en dirigirme interminables charlas sin sentido. Sin embargo, había un pequeño ventanuco sobre la puerta que no podía cerrarse, y una noche me desperté y le vi deslizarse a través de la diminuta abertura y saltar ágilmente al suelo. No obstante, no me prestó la más mínima atención, sino que se limitó a alzar diversos muebles de robusta caoba y dejarlos caer con apenas esfuerzo. En su locura, había adquirido una agilidad y fuerza sobrehumanas. Permanecer junto a él era una pesadilla. En numerosas ocasiones experimenté el deseo de correr junto a mi madre, pero no lograba decidirme a abandonarle.

En una o dos ocasiones me abofeteó, cosa que nunca había hecho anteriormente. En esos casos, yo corría a esconderme en el jardín trasero situado bajo el balcón del apartamento y, aterida por el frío de aquellas noches de primavera, aguardaba desesperadamente el silencio que indicaría que ya se había dormido.

Un día, le eché de menos. Asaltada por un presentimiento, salí corriendo de casa. Un vecino que vivía en el piso superior descendía en ese momento por las escaleras. Hacía ya algún tiempo que, para evitar problemas, habíamos dejado de saludarnos, pero en aquella ocasión dijo: «He visto a tu padre saliendo al tejado.»

Nuestro edificio tenía cinco pisos. Subí corriendo a la planta superior. Allí, en el rellano izquierdo, se abría un pequeño ventanuco que daba a la plana azotea de tablillas del edificio contiguo, de cuatro pisos de altura. Sus bordes estaban protegidos por una pequeña barandilla de hierro. Mientras intentaba trepar a través de la ventana pude ver a mi padre junto al borde de la azotea, y creí advertir que alzaba una pierna sobre la barandilla.

– ¡Padre! -grité, intentando prestar un acento normal a mi voz temblorosa. Mi instinto me decía que no debía alarmarle. Tras una pausa, se volvió hacia mí-. ¿Qué estás haciendo aquí?

– Ven. Ayúdame a pasar por la ventana, por favor.