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De algún modo, logré persuadirle para que se apartara del borde de la azotea, asir su mano y conducirle al interior del rellano. Estaba temblando. De repente, algo parecía haber cambiado en él, y su habitual estupor indiferente y la intensa introspección con que solía girar los ojos en las órbitas se habían visto sustituidos por una expresión casi normal. Me acompañó escaleras abajo, me depositó en un sofá e incluso fue a buscar una toalla con la que enjugarme las lágrimas. Sin embargo, aquellos síntomas de normalidad duraron poco. Antes de que pudiera reponerme de la impresión me vi obligada a incorporarme apresuradamente y echar a correr, ya que había alzado la mano dispuesto a golpearme. En lugar de proporcionarle tratamiento médico, los Rebeldes se dedicaron a utilizar su locura como fuente de entretenimiento. Los carteles comenzaron a incluir de modo esporádico un serial titulado «La historia interior del loco Chang». Sus autores, miembros del departamento de mi padre, recurrían a todo tipo de sarcasmos para ridiculizarle. Los carteles solían pegarse en un lugar preferente situado junto a la entrada del departamento, por lo que atraían gran número de interesados lectores. Yo solía forzarme a leerlos, aunque era consciente de las miradas de los demás, muchos de los cuales sabían quién era. Podía oír los susurros que dirigían a quienes ignoraban mi identidad. Mi corazón temblaba por la ira y por el dolor insoportable que sentía por mi padre, pero sabía que sus perseguidores serían informados de mis reacciones, por lo que intentaba mantener la calma y demostrarles que no podían desmoralizarnos. No experimentaba miedo ni humillación: tan sólo desprecio hacia ellos.

¿Qué era lo que había convertido a las personas en monstruos? ¿Cuál era el motivo de aquella brutalidad sin sentido? Fue durante aquel período cuando comenzó a debilitarse mi devoción por Mao. Anteriormente había visto a gente perseguida sin poseer la certeza de su inocencia, pero conocía bien a mis padres. Mi mente comenzó a verse asaltada por dudas acerca de la infalibilidad de Mao. Como muchas otras personas, no obstante, en aquella época solía culpar fundamentalmente a su esposa y a la Autoridad de la Revolución Cultural. El propio Mao, el divino Emperador, continuaba libre de cualquier sospecha.

Con cada día que pasaba fuimos siendo testigos del deterioro físico y mental de mi padre. Mi madre acudió una vez más a Chen Mo en demanda de ayuda, y él prometió hacer cuanto pudiera. Aguardamos, pero no sucedió nada: su silencio significaba que habían debido de fracasar en sus intentos por obtener de los Ting permiso para dar tratamiento a mi padre. Desesperada, mi madre acudió al cuartel general del Chengdu Rojo para hablar con Yan y Yong.

El grupo dominante de la Facultad de Medicina de Sichuan formaba parte del Chengdu Rojo. Adosado a la facultad, había un hospital psiquiátrico en el que mi padre podía ser internado a una palabra del cuartel general del Chengdu Rojo. Yan y Yong se mostraron sumamente comprensivos, pero le dijeron que tendrían que convencer a sus camaradas.

Las consideraciones humanitarias habían sido condenadas por Mao como «hipocresía burguesa», y ni que decir tiene que no cabía demostrar compasión alguna por los «enemigos de clase». Yan y Yong tuvieron que buscar un motivo político para justificar que mi padre recibiera tratamiento, y encontraron uno magnífico: dado que estaba siendo perseguido por los Ting, sería probablemente capaz de proporcionar nuevas armas en contra suya, acaso incluso contribuir a su caída. Ello, por su parte, podría provocar el derrumbamiento del 26 de Agosto.

Existía otro motivo. Mao había dicho que los nuevos Comités Revolucionarios debían contar con funcionarios revolucionarios además de con Rebeldes y miembros de las fuerzas armadas. Tanto el Chengdu Rojo como el 26 de Agosto intentaban a la sazón encontrar funcionarios que pudieran representarlos en el Comité Revolucionario de Sichuan. Asimismo, los Rebeldes estaban empezando a comprobar cuan complicada era la actividad política y qué tarea tan desalentadora era gobernar la administración. Necesitaban el consejo de políticos competentes. El Chengdu Rojo consideró que mi padre era un candidato ideal y aprobó que le fuera prestado tratamiento médico.

El Chengdu Rojo sabía que mi padre había sido denunciado por proferir blasfemias contra Mao y la Revolución Cultural, y también que había sido condenado por la propia señora Mao. Sin embargo, tales acusaciones tan sólo habían sido expresadas por sus enemigos en carteles murales en los que la verdad y la mentira aparecían a menudo confundidas. Podían, por tanto, hacer caso omiso de ellas.

Mi padre fue admitido en el hospital mental de la Facultad de Medicina de Sichuan, situado en los suburbios de Chengdu y rodeado de campos de arroz. Sobre sus muros de ladrillo y la verja principal de hierro oscilaban las hojas de los bambúes. Una segunda verja aislaba un patio vallado y cubierto de verde musgo que constituía la zona residencial destinada a médicos y enfermeras. Al final del patio, un pequeño tramo de escalones de arenisca conducía a uno de los costados de un edificio de dos plantas desprovisto de ventanas y flanqueado por altas y sólidas paredes. Se trataba del pabellón psiquiátrico, y las escaleras constituían el único acceso a su interior.

Los dos enfermeros que acudieron a recoger a mi padre, ataviados con un atuendo corriente, le dijeron que estaban encargados de conducirle a una nueva asamblea de denuncia. Cuando llegaron al hospital, mi padre comenzó a debatirse intentando huir. Le arrastraron hasta un cuartito vacío y cerraron la puerta tras él para evitar que mi madre y yo hubiéramos de ser testigos de cómo le colocaban la camisa de fuerza. Sentí que se me partía el corazón al verle tratado con tanta brusquedad, pero sabía que era por su propio bien.

El psiquiatra, doctor Su, era un hombre de treinta y tantos años dotado de rostro amable y aspecto competente. Dijo a mi madre que mantendría a mi padre en observación durante una semana antes de emitir su diagnóstico. Concluido el plazo, anunció la conclusión a la que había llegado: esquizofrenia. A mi padre le fueron aplicadas descargas eléctricas y se le administraron inyecciones de insulina, para todo lo cual había que atarle fuertemente a la cama. Al cabo de pocos días, comenzó a recobrar la cordura. Con lágrimas en los ojos, suplicó a mi madre que interviniera ante el doctor para que éste cambiara el tratamiento.

– Es tan doloroso… -dijo, y su voz se quebró-. Es peor que la muerte.

El doctor Su, no obstante, dijo que no existía otro camino. La siguiente vez que vi a mi padre, éste estaba sentado en la cama charlando con mi madre, Yan y Yong. Todos sonreían. Mi padre incluso se reía. Parecía hallarse bien de nuevo, y me vi obligada a fingir que tenía que acudir al lavabo para que no me viera enjugarme las lágrimas. Siguiendo las órdenes del Chengdu Rojo, mi padre recibía una alimentación especial y contaba con los servicios ininterrumpidos de una enfermera. Yan y Yong le visitaban con frecuencia acompañados por algunos miembros de su departamento que sentían compasión por él y habían sido también sometidos a asambleas de denuncia por el grupo de la señora Shau.

Mi padre sentía un gran afecto por Yan y Yong, y aunque sabía disimularlo, era consciente de que ambos jóvenes estaban enamorados y solía bromear cariñosamente con ellos al respecto, lo que divertía a ambos considerablemente. Por fin, pensé, había pasado la pesadilla; ahora que mi padre estaba bien, podíamos enfrentarnos juntos a cualquier desastre.

El tratamiento duró unos cuarenta días. A mediados de julio había recobrado la normalidad. Tras ser dado de alta, él y mi madre fueron trasladados a la Universidad de Chengdu, donde se les concedió una suite emplazada en un pequeño patio independiente. Junto a la verja se montó una guardia de estudiantes. Se le proporcionó un seudónimo y se le dijo que, por su propia seguridad, no debía salir del patio durante el día. Mi madre se encargaba de ir a buscar la comida de ambos a una cocina especial. Yan y Yong acudían a visitarle a diario, al igual que el resto de los líderes del Chengdu Rojo, todos los cuales se mostraban sumamente corteses.

Yo también los visitaba a menudo, para lo cual había de pedalear durante una hora en una bicicleta prestada. Mi padre parecía tranquilo, y no cesaba de repetir cuan agradecido se sentía hacia aquellos estudiantes que habían hecho posible su tratamiento.

Cuando oscurecía se le permitía salir, y él aprovechaba para dar largos paseos en silencio por el campus, seguido a cierta distancia por un par de guardias. Solíamos recorrer los senderos bordeados por setos de jazmín cuyas flores, del tamaño de un puño, despedían una poderosa fragancia al ser agitadas por la brisa del verano. Alejados del terror y la violencia, nos parecía vivir un sueño de serenidad. Yo era consciente de que aquello era una prisión para mi padre, pero deseaba que nunca tuviera que abandonarla.

En verano de 1967, las luchas entre las facciones Rebeldes habían aumentado hasta convertirse en una mini-guerra civil extendida por todo el país. El antagonismo entre los diversos grupos Rebeldes era notablemente más intenso que su supuesta cólera contra los seguidores del capitalismo debido a que todos ellos luchaban con uñas y dientes por obtener el poder. Kang Sheng -jefe de inteligencia de Mao- y la señora Mao encabezaban los constantes intentos de la Autoridad de la Revolución Cultural por excitar aún más los ánimos refiriéndose a las luchas entre facciones como «una extensión de la lucha entre los comunistas y el Kuomintang» sin especificar qué grupo representaba a quién. Las Autoridades de la Revolución Cultural ordenaron al Ejército que armara a los Rebeldes para permitir su autodefensa, aunque sin especificar tampoco a qué facciones debía apoyar. Así, inevitablemente, las distintas unidades militares armaron a diferentes facciones según las preferencias de cada una.

Las fuerzas armadas se encontraban ya notablemente soliviantadas, debido a que Lin Biao se encontraba ocupado en sus intentos por purgar a sus oponentes y sustituirlos por sus propios hombres. Por fin, Mao se dio cuenta de que no podía permitirse el lujo de una situación de inestabilidad en el seno del Ejército y frenó a Lin Biao. No obstante, su opinión parecía dividida en lo que se refería a las luchas internas entre los Rebeldes. Por una parte, quería que las distintas facciones se mantuvieran unidas con objeto de poder afianzar su estructura personal de poder. Por otra, parecía incapaz de reprimir su amor por la lucha: a medida que los sangrientos combates iban extendiéndose por toda China, dijo: «No es mala cosa que los jóvenes adquieran cierta práctica en el uso de las armas: hace demasiado tiempo que no teníamos una guerra.»