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23. «Cuantos más libros lees, más estúpido te vuelves»

Trabajo como campesina y «doctora descalza» (Junio de 1969-1971)

Sentada con Jin-ming en la orilla del río de las Arenas Doradas, me dispuse a aguardar la llegada del transbordador. Apoyé la cabeza en las manos y contemplé las agitadas aguas que se deslizaban frente a mí en su largo recorrido desde el Himalaya hasta el mar. Tras unirse con el río Min en Yibin, casi quinientos kilómetros más abajo, aquella corriente había de convertirse en el río más largo de China: el Yangtzé. Cuando ya se aproxima al final de su viaje, el Yangtzé se extiende formando numerosos meandros que riegan amplias zonas llanas de cultivo. Allí, en las montañas, sin embargo, la violencia de su torrente impedía construir un puente hasta la orilla opuesta. Los transbordadores constituían el único medio de comunicación entre la provincia de Sichuan y Yunnan, situada al Este. Todos los veranos, el caudaloso y turbulento río, alimentado por las aguas del deshielo, se cobraba varias vidas. Apenas unos días antes había engullido un transbordador en el que viajaban tres de mis compañeros de clase.

Estaba atardeciendo. Yo me sentía terriblemente enferma. Jin-ming había extendido su chaqueta sobre el terreno para que no tuviera que tumbarme sobre la hierba húmeda. Nuestro propósito era cruzar a Yunnan e intentar encontrar a alguien que nos llevara hasta Chengdu. Las carreteras que atravesaban Xichang estaban cortadas a causa de los combates entre las diversas facciones rebeldes, lo que nos obligaba a dar un rodeo. Nana y Wen se habían ofrecido para llevar a Chengdu tanto mi libro de registro y mi equipaje como los de Xiao-hong.

El transbordador avanzaba contra corriente impulsado por una docena de hombres robustos que remaban y cantaban al unísono. Cuando alcanzamos el centro del río, se detuvieron y dejaron que la nave flotara corriente abajo en dirección a la orilla de Yunnan. Sobre nosotros rompieron varias olas de gran tamaño, y me vi obligada, a aferrarme con fuerza a la borda mientras la embarcación escoraba impotente. Normalmente me hubiera sentido aterrorizada, pero entonces me hallaba entumecida y demasiado aturdida por la muerte de mi abuela.

Al llegar a Qiaojia, la población de la ribera de Yunnan, vimos un camión solitario detenido en un campo de baloncesto. El conductor aceptó de buen grado llevarnos en la parte trasera. Pasé todo el viaje devanándome los sesos intentando imaginar qué podría haber hecho para salvar a mi abuela. El camión avanzaba traqueteando, y en un momento determinado pasó junto a unos bosquecillos de bananos situados tras unas chozas de barro construidas al abrigo de aquellas montañas de cumbres nubosas. A la vista de sus enormes hojas, recordé el pequeño banano deshojado y plantado en un tiesto junto a la puerta del pabellón hospitalario de mi abuela en Chengdu. Cuando Bing venía a verme, solíamos sentarnos junto a él y permanecíamos charlando hasta bien entrada la noche. A mi abuela no le gustaba Bing debido a su sonrisa cínica y al trato despreocupado -y, según ella, irrespetuoso- que empleaba con los adultos. En dos ocasiones descendió tambaleándose por las escaleras para llamarme. En aquellos momentos me odiaba a mí misma por haberle causado ansiedad, pero no podía hacer nada por evitarlo. No podía controlar mis deseos de ver a Bing. ¡Cómo deseaba poder empezar de nuevo desde el principio! No habría hecho nada que la disgustara. Me hubiera limitado a asegurarme que recuperaba la salud… aunque ignoraba cómo lo hubiera conseguido.

Atravesamos Yibin. La carretera descendía rodeando la colina del Biombo Verde hasta la linde de la ciudad. Al contemplar los elegantes secoyas y los bosques de bambú, mi pensamiento se remontó a abril, a los días en que acababa de regresar a la calle del Meteorito procedente de Yibin. Le había contado entonces a mi abuela cómo un soleado día de primavera había acudido dispuesta a barrer la tumba del doctor Xia, situada en aquel costado de la colina. La tía Jun-ying me había dado algunos «dineros de plata» especiales para quemar junto a la sepultura. Dios sabe de dónde los habría sacado, ya que la costumbre había sido condenada como feudal. Durante horas, había buscado la tumba inútilmente. La ladera de la colina aparecía completamente asolada. Los guardias rojos habían arrasado el cementerio y habían destrozado las lápidas, ya que consideraban los enterramientos una práctica antigua. Nunca olvidaré la mirada de intensa esperanza que vi en los ojos de mi abuela cuando mencioné la visita y cómo ésta se ensombreció de inmediato al añadir estúpidamente que la tumba ya no existía. Su expresión de desilusión me persiguió desde entonces. Me hubiera dado de bofetadas por no haberle contado entonces una mentira piadosa, pero ya era demasiado tarde.

Cuando Jin-ming y yo llegamos a casa después de más de una semana de camino, tan sólo hallamos su cama vacía. Recordaba haberla visto tendida sobre ella, con sus cabellos sueltos -pero aún pulcramente arreglados- y sus mejillas hundidas, mordiéndose los labios con fuerza. Había soportado sus fuertes dolores con silencio y compostura, sin gritar ni agitarse en ningún momento, hasta el punto de que su estoicismo me había impedido comprender el alcance de su enfermedad.

Mi madre se encontraba detenida. El relato que Xiao-hei y Xiao-hong me ofrecieron de los últimos días de mi abuela me produjo tal angustia que me vi obligada a rogarles que se detuvieran. Pasaron varios años hasta que por fin me enteré de lo ocurrido durante mi ausencia. La abuela solía atender a algunas tareas caseras y a continuación regresaba a la cama y permanecía allí tendida con el rostro tenso, intentando combatir sus dolores. Murmuraba constantemente acerca de la inquietud que le producía mi viaje, y se preocupaba asimismo por mis hermanos pequeños. «¿Qué va a ser de los niños, ahora que no tienen escuelas?», solía suspirar.

Por fin, llegó un día en que ya no pudo levantarse de la cama. No había ningún médico que pudiera acudir a visitarla, por lo que Lentes, el novio de mi hermana, la transportó hasta el hospital acarreándola sobre su espalda. Mi hermana caminó junto a ellos sujetándola. Al cabo de un par de viajes, los médicos les dijeron que no volvieran a llevarla. Afirmaron que no le encontraban nada y que nada podían hacer por ella.

Así pues, la abuela se limitó a permanecer en cama, esperando la muerte. Su cuerpo fue quedándose inerme poco a poco. De vez en cuando movía los labios, pero mis hermanos no conseguían oír una palabra. En numerosas ocasiones acudieron al centro de detención de mi madre para suplicar que se le permitiera acudir a su lado, pero una y otra vez les fue denegado el permiso y ni siquiera se les permitió verla.

Llegó un momento en que todo el cuerpo de mi abuela parecía muerto, pero sus ojos se mantenían abiertos y expectantes: se resistía a cerrarlos hasta ver de nuevo a su hija.

Por fin, se autorizó a mi madre a regresar a casa. A lo largo de los dos días siguientes, no se separó ni una sola vez del lecho de mi abuela. De vez en cuando, ésta le susurraba algo al oído. Sus últimas palabras fueron para describir cómo había caído en las garras de aquel dolor.

Dijo que los vecinos pertenecientes al grupo de la señora Shau habían celebrado una asamblea de denuncia contra ella en el patio. El recibo de las joyas que había donado durante la guerra de Corea había sido confiscado por los Rebeldes en uno de los asaltos domiciliarios. Dijeron que era un «apestoso miembro de la clase explotadora» ya que, de otro modo, ¿cómo podría haber llegado a poseerlas?

Mi abuela dijo que la habían obligado a subirse a una mesita. El terreno era desigual, y la mesita se tambaleaba, lo que le hacía sentir vértigo. Los vecinos le gritaban. La mujer que había acusado a Xiao-fang de violar a su hija golpeó furiosamente una de las patas de la mesa con un palo. Mi abuela, incapaz de mantener el equilibrio, cayó hacia atrás sobre el duro suelo. Desde entonces, dijo, había experimentado constantemente un agudo dolor.

De hecho, no había habido tal asamblea de denuncia sino en su imaginación, pero aquella imagen persiguió a mi abuela hasta su último aliento.

Al tercer día de la llegada de su hija, mi abuela murió. Dos días más tarde, inmediatamente después de su cremación, mi madre se vio obligada a regresar al centro de detención.

Desde entonces he soñado a menudo con mi abuela y me he despertado sollozando. Era un gran personaje: vivaz, inteligente e inmensamente capaz. No obstante, nunca tuvo medio de poner en práctica sus habilidades. Aquella mujer, hija de un ambicioso policía de pueblo, concubina de un señor de la guerra, madrastra de una familia tan extensa como dividida y madre y suegra de dos funcionarios comunistas, apenas había hallado felicidad en ninguno de sus papeles. Los días que vivió con el doctor Xia se habían visto ensombrecidos por el pasado de ambos, y juntos habían soportado la miseria, la ocupación japonesa y la guerra civil. Podría haber hallado la dicha en el cuidado de sus nietos, pero rara vez se vio libre de una ansiedad constante por nosotros. Había vivido la mayor parte de su vida dominada por el temor, y había visto la muerte de cerca en numerosas ocasiones. Había sido una mujer fuerte, pero todo -las calamidades que se abatieron sobre mis padres, la preocupación que sentía por sus nietos y los embates de la hostilidad humana- se había unido hasta terminar por hundirla. Era como si hubiera sentido en su propio cuerpo y alma todo el dolor que había sufrido mi madre y se hubiera visto finalmente derrotada por aquella acumulación de angustia.

Hubo asimismo otro factor más inmediato en su muerte: el hecho de que se le habían negado los cuidados médicos apropiados y de que no había podido recibir los cuidados -ni siquiera las visitas- de su hija a lo largo de su mortal enfermedad. Todo por culpa de la Revolución Cultural. ¿Cómo podía la revolución ser buena -me preguntaba yo- cuando acarreaba consigo tanta destrucción humana de un modo tan inútil? Una y otra vez, me repetía a mí misma que odiaba la Revolución Cultural, pero me sentía aún peor por no poder hacer nada al respecto.

Me sentía culpable por no haber cuidado a mi abuela todo lo bien que hubiera deseado. Cuando conocí a Bing y a Wen, ella estaba en el hospital, pero mi amistad con ambos había actuado a modo de colchón y capa aislante, entorpeciendo mi capacidad para advertir su sufrimiento. Me repetía a mí misma que era indigno haber experimentado sensaciones de alegría junto a lo que había resultado ser el lecho de muerte de mi abuela, y decidí no volver a tener amigos masculinos. Tan sólo por medio de mi propia autonegación -pensé- podré llegar a expiar en parte mi culpa.