– Esta historia es horrible, señor caballero -dijo el jefe de los viajeros con un hilo de voz-. ¡No siga, se lo ruego!

Pero el jesuíta no se mostró muy enérgico, pues lo cierto es que todos estaban impacientes por conocer el desenlace.

– Casi he terminado -dijo Jean-Baptiste-. Mi amigo no era un santo, o tal vez de ese modo lo haya sido. Así que puso manos a la obra. Por la mañana, el jefe mandó que se procediera a realizar las másvergonzantes constataciones y, radiante, avanzó hacia el capuchino. «Enhorabuena, amigo -le dijo-. Estoy orgulloso de ti, y dispuesto nuevamente a oír hablar de tu Jesús. Ahora podrás convertir al país entero, es decir, poner tú mismo la semilla de tantos pequeños cristianos como te permitan tus fuerzas. El mejor medio de propagar la religión propia -concluyó el jefe- es hacer muchos hijos y no robar los de los otros, pues no está bien.»

Jean-Baptiste terminó en medio de un profundo silencio, y sin dar muestra alguna de nerviosismo sopló en su té aún caliente y sorbió ruidosamente.

– Es decir -intervino al fin el jesuíta que estaba más atento y que también era el más audaz-, que usted supone que nosotros seis tenemos la intención de inseminar Abisinia…

Una vez pronunciadas estas palabras, posó una penetrante mirada sobre el caballero, que parecía escrutar su rostro con el ánimo de extraer un objeto confuso y lejano en su memoria. A Jean-Baptiste aquel rostro tampoco le resultaba desconocido. Esta vez no le respondió en tono bromista, y ese cambio aún dejó más helados a los presentes.

– Abisinia no es la sabana de Senaar. Es un orgulloso y viejo país cristiano al que no se le debe hacer el insulto de asociarle también pensamientos primitivos.

Luego, mirando en derredor suyo a todos los demás, dijo:

– No, mis queridos padres, no creo que tengan esa intención. No es necesario. Sólo sé de muy buena fuente quiénes son ustedes y qué piensan hacer.

Su tono de voz era tan tranquilo que ya no tuvieron ninguna duda, y tras los primeros momentos de estupor atacaron por otro frente.

– Bueno, puesto que ya nos conoce, díganos en qué aspecto nuestros proyectos pueden despertar en usted alguna objeción -pidió el primer portavoz-. ¿Tiene usted algo en contra de la propagación del Evangelio?

– ¿Es usted tal vez el padre De Monehaut? -preguntó Jean-Baptiste, que había llegado a esa deducción por el retrato que Murad le había hecho de sus comanditarios.

– En efecto.

– Bien, padre, tengo objeciones, y muchas. Aquel país no necesita Evangelio pues lo conoce desde hace tanto tiempo, como nosotros. Sé bien que la doctrina que profesan no le parece conforme al dogma riguroso, pero la verdadera cuestión no es ésa.-¿Cuál es entonces? -preguntó suavemente el padre De Monehaut.

Tras una pequeña vacilación, Jean-Baptiste contestó a la pregunta:

– Mire usted, ha pasado el tiempo y yo he cambiado mucho. El año pasado por las mismas fechas me habría lanzado a un elocuente discurso para convencerles con numerosos argumentos históricos, humanos y religiosos de no alterar la paz de ese país. Incluso fui hasta Versalles con el ánimo de sostener ese discurso.

– ¡Poncet! -exclamó el jesuíta que le había observado con tanta curiosidad.

Jean-Baptiste reconoció entonces a uno de los curas de la casa de Marsella donde había sido recibido en compañía del padre Plantain.

– Sí, padre, el año pasado, cuando usted me vio, yo ardía en deseos de que me entendieran, y ahora soy yo quien ha comprendido.

– Bien, explíquenos al menos qué ha comprendido -dijo el padre De Monehaut pacientemente, como quien intenta tranquilizar a un loco.

– Que ustedes son una fuerza, nada más.

Unas sonrisas de desdén aparecieron durante un instante en sus labios.

– Una fuerza al servicio de la fuerza -continuó Jean-Baptiste- y que toma a Jesucristo por una bandera, una bandera que vale otra cuando se trata de esconder el asunto primordial, que es el poder.

– ¿Y bien? -dijo el mismo sacerdote, acostumbrado ya a las críticas.

– Pues que sólo la fuerza puede detenerles. Durante mucho tiempo he sido tan ingenuo que creía en la posibilidad de convencerles.

Hubo un momento de silencio. Casi se olvidaba de que aquella estancia, donde brillaban candelabros, era un lugar perdido en el extremo del desierto, en la punta de Arabia. De repente Jean-Baptiste llevó aquel decorado a su lugar, y entonces surgió la evidencia de que podía tratarse de una prisión.

– No busquen más a Murad -dijo con una expresión malvada-. Se ha marchado, y confío en que a estas horas ya haya llegado a su destino. El Nayb de Massaoua ha sido alertado, y ya sabe quiénes son ustedes. Su abuelo se hizo célebre por enviar las tonsuras de sus antecesores al Emperador de Etiopía para probarle que había custodiado bien sus puertas. El nieto ha heredado todas las cualidades del abuelo. No es turco. Sólo obedece de lejos a la Sublime Puerta. No le conmoverá ninguna intriga, ninguna mentira, ninguna súplica, y si se arriesgan a cruzar el mar, será sin la esperanza de llegar nunca a Abisinia.Los seis jesuítas miraron con espanto a aquel hombre joven y elegante, con su jubón color fuego y sus encajes, que les daba un aviso tan serio.

– ¿Qué debemos hacer? -preguntó el padre De Monehaut con dignidad.

– No vayan a El Cairo, donde serían muy mal recibidos. No intenten tampoco llegar a Abisinia por vía terrestre, pues todos los príncipes indígenas están alertados contra ustedes. Sólo hay una solución: tomen una falúa y vuelvan a Suez, luego a Tierra Santa, a Francia, adonde quieran. Hay bastantes naciones donde ustedes se encuentran en su casa.

Jean-Baptiste se levantó, mirándolos a todos, y añadió con una expresión de desagrado, como de arrepentimiento:

– Respeto a cada uno de ustedes, créanme. Si hubiera tenido que entregarles, no habría obrado así. Contra lo que pueda parecer, les estoy salvando la vida. Pero ante todo soy fiel a la palabra que le di a un rey.

Los seis jesuitas parecían contentos de su suerte. En realidad Poncet estaba más afectado que ellos. «Soy yo quien es libre de sus actos -pensó-. Y responsable. Ellos no tienen voluntad: obedecen…»

Saludó cortésmente y se dirigió hacia la puerta, pero antes de alcanzarla se volvió para decir unas últimas palabras:

– Desde luego sería inútil dar aviso al jerife de La Meca. De momento no sabe nada de sus intereses, y si se enterase tendrían más razones que yo para lamentar que descubrieran su verdadera identidad. Ya está todo dicho; vayan a descansar, se hace tarde. Buenas noches, queridos padres.

Poncet subió a su habitación.

A las cinco de la mañana, sin una brizna de viento, la pequeña falúa que había alquilado llevaba a Jean-Baptiste a través de un mar de aceite donde ya se reflejaba el alba. Ocho remeros surcaban las aguas, rumbo al noroeste, siguiendo a Casiopea.

Aquella misma semana, una tropa de caballeros turcos que había enviado el pachá detenía a dos capuchinos a la altura de la tercera catarata. En el zurrón de uno de ellos se descubrió un documento destinado al abuna de Abisinia y un frasco de aceite. Los capuchinos fueron conducidos de nuevo a El Cairo y llevados ante el patriarca copto, que autentificó la carta pero declaró formalmente que no reconocía ni los aceites ni el frasco. El padre Pasquale se negó obstinadamente a confesar dónde se habían escondido las unciones verdaderas. Esta mala voluntad, destacada por el pachá en su correspondencia con Constantinopla, dio lugar a la expulsión con destino a Italia de más de la mitad de la congregación. Se malogró la misión de esta orden a Abisinia, y nunca más volvió a recuperarse.

Du Roule sólo tenía una preocupación: imponer la disciplina en su tropa. Había escogido a hombretones tan valientes, tan ávidos de conquistas y de riquezas que tenía que moderar su ardor constantemente. Aquellos valerosos truhanes nunca hacían mejor alarde de su arrojo que cuando se despachában con algún inocente. No obstante, mientras estuvieran en tierras musulmanas había que contenerlos. En Abisinia sería diferente. En realidad les gustaba imaginar que allí los perseguidos serían ellos, en razón de todas las fábulas que habían oído sobre la lascivia de las mujeres de ese pueblo.

La caravana, bien armada y pertrechada, llegó a Dongola sin el menor tropiezo, y el Rey de esa ciudad se esmeró en darles la mejor acogida que pudo.

Sin embargo, ante aquella pompa un poco miserable y mugrienta, Du Roule y Rumilhac a duras penas pudieron contener la risa durante la cena de gala que les ofreció aquel príncipe.

– Es una gran cosa ser salvajes, o casi -decía Du Roule-, pero que al menos saquen de ello ventajas como la libertad y la naturalidad. Pues no, son más sibaritas con la etiqueta que los viejos duques franceses.

Entre ellos se compadecían mucho de Frisetti, el dragomán, que trataba de tomarse todo aquello en serio y parecía reprobar su comportamiento. Era el colmo, pues había que ir a la tierra de unos negros para que un hombre sin linaje pretendiera enseñarles cómo comportarse a unos gentilhombres como ellos.

En vista de que en aquella ciudad no había nada que les interesase cambiar, dos días después continuaron viaje hacia Senaar.

Llegaron a los dos primeros oasis con facilidad. Pero en el tercero, Belac, el jefe de la caravana fue a ver a Du Roule y le expresó sus inquietudes. Tres camelleros le expusieron que no querían seguir, aunque no había conseguido que le dijeran el motivo. La población del oasis, aunque era escasa, mostraba una inexplicable desconfianza hacia aquellos blancos, pese a que aquella gente estaba acostumbrada a ver europeos y no les temían. Fue una contrariedad que uno de los esbirros de la tropa, un alto mocetón de Dalmacia, acariciase con demasiada intimidad a una niña de doce años, una mocosa con los pies descalzos, cuyo honor defendieron los indígenas de una forma a todas luces exagerada. Du Roule salió de aquel embrollo con un collar de cuentas de cristal de Venecia para la supuesta víctima y unos viejos zapatos para el padre, pero aun así aquellos salvajes no se dieron por satisfechos. El asunto era decididamente desagradable y ponía en evidencia, al menos esa era la opinión de Rumilhac, la mala voluntad de aquella tribu con respecto a unos extranjeros tan generosos.

Abandonaron aquel oasis con todas sus esperanzas puestas en el siguiente. Pero fue peor hasta Senaar, donde su llegada provocó una aglomeración muda y hostil. Por fortuna el rey compensó la frialdad de su pueblo con una acogida ejemplar e invitó a cenar a los viajeros. A pesar de que aborrecían las comidas grasas y picantes, Du Roule, Rumilhac y los otros dos supuestos dignatarios honraron su mesa. Frisetti fingió estar enfermo y se quedó en el campamento para supervisar el asentamiento. Según la costumbre de los francos, que todos conocían y toleraban, los cuatro invitados sacaron unos frasquitos de sus bolsillos y dieron consistencia a los brebajes. Así que terminaron de cenar completamente borrachos, con la ilusión de que el Rey ignoraba la causa de su semblante regocijado, lo cual equivalía a considerar que estaba ciego, cuando en realidad no lo estaba. El soberano tuvo la bondad de aparentar que no se percataba de nada, incluso cuando el viejo policía deslizó la mano por debajo de la túnica de uno de los servidores, olvidándose completamente de lo que cubren las ropas en aquel país. Después volvieron a la caravana y encontraron el campamento completamente montado, junto a una de las puertas de la ciudad, y durmieron como benditos, soñando con gloria y riqueza.