– Pobre muchacha -dijo Jean-Baptiste instintivamente.

– Sí, pero tenga en cuenta que aunque no le hubiera ocurrido nada, tampoco habría tenido una vida mejor.

– ¿Porqué?

– Su padre me dijo que se había marchado para entrar en un convento. Francamente, doctor, a usted lo aprecio, pero es cristiano y hay cosas en su mundo que no comprenderé jamás. ¿Por qué encerrar a todas esas mujeres para que sólo Dios haga uso de ellas? ¿Cree usted que Él exige cosas semejantes? ¿Acaso no creó el sexo para unir al hombre y a la mujer? Cuando el cónsul me contó el asunto, me quedé con ganas de decirle que al menos a partir de ahora su hija tal vez haría algún bien a su alrededor. Bueno, dejemos eso. En resumidas cuentas, diría que nuestro señor De Maillet estaba muy nervioso, tanto que casi se olvidó de su embajada. Digo «casi» porque en cuanto le pedí noticias, se lanzó a hablar sobre el tema. Desde que usted me abrió los ojos, comprendo mejor la pasión que pone al referirse al asunto.

Jean-Baptiste conservaba la discreción. El criado trajo los pasteles y el té.

– Créame si le digo -continuó el pachá- que me he echado a dormir al mediodía pero me ha sido imposible conciliar el sueño. Todos estos acontecimientos dan vueltas en mi pobre cabeza. Voy a confiarle algo, doctor: yo soy un soldado. Necesito que me muestren al enemigo y que me digan: «golpéale». Entonces doy lo mejor de mí mismo. Gracias a usted veo al enemigo. Y ya es algo. Pero ¿cómo puedo golpearle? No estamos en el campo de batalla. ¿Qué puedo hacer? Usted sabe cómo se las gasta la Puerta con los francos. Todo es negociar, intrigar, andar con tiento, tanto unos como los otros. Y mire adonde nos lleva todo esto.

Hablaba sin mirar a Jean-Baptiste, que esperaba su turno pacientemente.

– Si informara al Gran Visir, estoy seguro que me pediría pruebas. Las consideraría aún insuficientes y querría más. Mientras tanto pasan los días, y para entonces tal vez ya estarán vertiendo los malditos óleos en la frente de ese Du Roule para coronarlo.

Jean-Baptiste asentía con prudencia.

– Por otra parte, si yo actúo por mi cuenta contra los francos, el cónsul montará un escándalo de mil demonios, y quién sabe si me apoyarían en Constantinopla… No, he meditado mucho: los únicos contra quienes puedo hacer algo sin temor alguno son esos capuchinos. Esta noche seguiré meditando mi decisión, pero mañana temprano enviaré una tropa a Senaar para detenerlos y traer de vuelta los óleos y el certificado del patriarca. A ésos sí que puedo expulsarlos, y nadie podrá reprochármelo. Pero ¿qué hacer con la caravana de los francos? ¿Qué piensa, doctor, usted que es un hombre de tanta sabiduría?

Jean-Baptiste estaba esperando ese momento. Bebió dos sorbos de té, se tomó su tiempo para buscar la respuesta, o por lo menos paraque así lo creyera, puesto que había tenido tiempo suficiente para preparársela muy bien, y al fin le dijo con un prudente tono de pregunta:

– ¿Tal vez habría que procurar que actuara el Rey de Senaar…?

– Jamás se arriesgará con una embajada oficial de los francos.

– A menos que no sea su propio pueblo quien lo haga…

– ¿Qué quiere decir?

– Cuando pasé por Senaar, los capuchinos me amenazaron con poner el populacho en mi contra; les habría bastado con sostener que yo era hechicero. Parece ser que el pueblo de Senaar es muy temeroso de los sortilegios y se presta de buen grado a imaginar que los blancos pueden hacer maleficios. Eso podría explicar que una multitud asustada se enfureciera tanto contra viajeros desconocidos que nadie pudiera controlarla, ni siquiera el Rey…

El pachá siguió el hilo de esta idea, como el hombre arrastrado por un torrente que se acerca a la ribera con la ayuda de una liana. En cuanto estuvo a pie enjuto, se felicitó a sí mismo por haber dado su confianza a aquel franco.

A continuación, formuló una serie de preguntas prácticas a las que Jean-Baptiste respondió con claridad y sencillez.

– Se diría que tenía preparadas las respuestas -le dijo el pachá sin ninguna malicia, dando muestras simplemente de una gran admiración.

Mandó traer el narguile y dio las primeras caladas, completamente feliz. Jean-Baptiste esperaba la continuación. Ésta se presentó en forma de una violenta mueca que le hizo atragantarse al aspirar el humo. El pachá tuvo un arranque de tos y exclamó, colorado hasta las orejas:

– ¿Y los sabios, los que se fueron con el kurdo?

– Ésos déjemelos a mí, ilustre señor-dijo Jean-Baptiste-. Yo me encargo de ellos.

El pachá hizo una mueca de sorpresa.

– Déme una escolta hasta Djedda -continuó Jean-Baptiste-, vele por mi protección en Egipto, por si alguien me denunciara al cónsul. Oficialmente soy el caballero Vaudesorgues. Si usted responde por mí, podré moverme sin temor alguno. Encontraré a los seis hombres, y puede tener la seguridad de que nunca irán a Abisinia.

El turco se quedó un buen rato dudando.

– Ni hablar -dijo por fin.,

Jean-Baptiste, con los ojos fijos en el viejo guerrero, sintió un estremecimiento.-No puedo quedarme sin médico -manifestó el pachá.

Los leños de tamarindos crepitaban en la estufa, cuyo fondo estaba lleno de finas cenizas.

– Será un asunto de tres o cuatro semanas como mucho, ilustre señor. Le he dejado más medicación de la que sería necesaria para tres meses. Y si fuera preciso, el maestro Juremi puede volver, aunque en este momento esté indispuesto.

– Se rumorea que hay peste en el este. Ismailia ha estado en cuarentena. Puede usted caer enfermo.

– Aquí también. Dios dispone de nosotros donde quiere -dijo Jean-Baptiste con fervor.

– Es muy justo -suspiró el pachá. Luego, tras sopesar la ventaja que semejante misión tendría sobre cualquier otra solución (de hecho no se le ocurría ninguna otra), aceptó.

Todo estaba resuelto o en vías de estarlo. La dulce sensación del narguile, los mullidos cojines, y tal vez también cierto efecto beneficioso de los remedios se aunaban para hacer aflorar en el gran cuerpo del viejo turco la fatiga de aquellas dos jornadas tan intensas.

Jean-Baptiste se despidió muy pronto. Antes de irse a dormir, el pachá dio las órdenes para Senaar y pidió que se formara un destacamento para acompañar a su médico hasta Djedda.

El caballero de Vaudesorgues tenía un aire fiero cuando atravesó El Cairo, muy erguido en su caballo árabe de pelaje gris. Se había quitado el sombrero y alzaba la nariz hacia las ventanas más altas de las casas, por donde las comadres se asomaban para admirar a aquel noble franco y su escolta de jenízaros con turbante y el sable al costado. La primavera flotaba ya en el aire tibio y los pájaros revoloteaban en círculos por encima de la ciudad. La tropa pasó por los bazares, en medio de un gran revuelo de colores: las alfombras, los objetos de cobre, las telas salían de los tenderetes, invadían la calle, captando a la multitud de curiosos, vestidos con sus largas túnicas azules y negras, el fez y los velos.

La tropa recorrió la ruta hasta Suez sin mediar una palabra pues el jenízaro de mayor rango tenía al hombre que acompañaban por alguien muy distinguido y no se atrevía a romper su silencio. Jean-Baptiste no tenía mucho que decirle. Estaba completamente pendiente de lo que iba a hacer. En cuanto se tomaba un descanso en su reflexión pensaba en Alix, se preguntaba cómo se las habría ingeniado para salir de la delicada prueba de su huida a través del desierto. Jean-Baptiste tenía confianza en ella, en Juremi y en Françoise. Y por encima de todo, tenía confianza en su destino.

Pasaron frente a los lagos Amargos, vieron de lejos el Serapeo. Y por fin, al término del segundo día, apareció el pequeño puerto de Suez, completamente al extremo del golfo, estrecho como un lago italiano. La bahía estaba cuajada de velas blancas y grises, hinchadas por un viento cadencioso que soplaba del sureste.

A petición de los jenízaros, el capitán del puerto, un libanés barbudo y jovial, puso a su disposición una gran falúa de dos mástiles, una antigua embarcación civil que ahora se utilizaba con fines militares por estar equipada con dos cañones. La tripulación se componía de soldados turcos, lo cual era poco tranquilizador, dada la legendaria incompatibilidad de este pueblo con la navegación. Por fortuna, casi todos eran griegos aturcados, oriundos de Chio, entre ellos el contramaestre. Rezaban las cinco plegarias y creían en Mahoma, aunque seguían hablándose en la lengua de Aristófanes.

El barco se hizo mar adentro, sin calma chicha ni golpes de viento, y bordeó el Sinaí, cuyos contornos se adivinaban en la bruma.

El oleaje aumentó en la confluencia del golfo Pérsico. Durante el día, un sol enorme hacía destellar los listones mojados de la cubierta y la piel cobriza de los marineros. Las noches eran aún ventosas y frías. Sólo hiceron escala una vez y llegaron a Djedda al amanecer del quinto día.

El pachá de El Cairo les había dado un salvoconducto que debían entregar al jerife de La Meca. El caballero fue acogido con todos los honores y alojado en una posada que regentaba un sirio ortodoxo llamado Markos, y que estaba situada en la linde de las arenas del desierto, al abrigo de unas palmeras y a cierta distancia del resto de la ciudad. Era en esa zona donde se obligaba a residir a los cristianos.

La parte trasera del edificio daba a un jardín con adelfas y naranjos rodeado de muros decorados con mosaicos. A Jean-Baptiste no le había traicionado su intuición. Apenas entró en el jardín vio a Murad sentado en un cojín, fumando una pipa de agua. Al otro lado, formando un círculo silencioso, cada uno con un libro en la mano, los seis sabios celebraban capítulo.

Jean-Baptiste, más caballero que nunca, les dirigió de lejos un saludo altivo. Luego se sentó de espaldas a Murad y mandó que le sirvieran un café turco muy azucarado. Había despedido a los jenízaros puesto que ya habían llegado a su destino. Ellos podían alojarse en la ciudad, Djedda, centro de peregrinación y puerto activo que albergaba todo tipo de placeres bajo su austera apariencia. Jean-Baptiste le dio dos cequíes al primer jenízaro y uno a cada uno de los demás, una suma que equivalía a dos patacas, es decir, a cincuenta y seis barfs, por lo tanto a ciento doce diwanis, o sea, dos mil doscientos cuarenta kibeers, o seis mil setecientas veinte borjookas, esa pequeña moneda del mar Rojo que no es de metal sino de vistosas cuentas de cristal de Venccia. En suma, Jean-Baptiste los hizo ricos. Así que se dirigieron hacia la ciudad con dignidad pero también con diligencia a pedir a la vida recibo del favor que Dios acababa de enviarles a través del aquel franco despistado.