– Espera, es Françoise -dijo el maestro Juremi, que enrojeció hasta las orejas.

– Fui a Soubeyran. Marine murió hace veinticinco años -le susurró rápidamente Jean-Baptiste, y enseguida recobró la compostura para abrazar a Françoise cuando ésta apareció.

La mujer dio rienda suelta a su emoción y su alegría, pero apenas un segundo después pudo más su lado práctico y le preguntó a Jean-Baptiste si había cenado. Precisamente él se estaba muriendo de hambre. Hicieron sitio en la mesa; el maestro Juremi bajó y subió de su antro con una botella; Françoise dio un salto hasta su casa en busca de col hervida, salchichas de pollino y la mitad de una hogaza de pan. El maestro Juremi habló primero, mientras Jean-Baptiste comía vorazmente.

Contó las circunstancias en que Alix se había marchado, aunque sólo conocía la parte oficial pues Françoise no había traicionado el secreto que su joven ama le había confiado. Posteriormente le describió el plan que se habían propuesto seguir y según el cual pensaban partir aquella misma mañana al alba. Jean-Baptiste aplaudió su decisión y bebieron por el éxito de la empresa a la que acababa de unirse un poderoso refuerzo. A continuación le tocó a Jean-Baptiste relatar su viaje a grandes rasgos, la audiencia del Rey, los sinsabores que siguieron, su evasión y el encuentro con los protestantes. Bebieron de nuevo alegremente.

– ¿Y Murad? -preguntó Jean-Baptiste.-Acaba de marcharse a Etiopía. Ha encontrado unos mecenas que lo mantienen. No le podía suceder nada mejor.

– ¿Son seis?

– Sí, ¿cómo sabes tú eso?

– Jesuítas -dijo Jean-Baptiste, hincando el diente en el pan-. Enviados por la corte de Francia. Después de la bochornosa audiencia, el Rey se dejó ablandar por su confesor, le ofreció el regalo de una nueva misión para recompensar la primera.

– O sea que no has podido transmitir el mensaje del Emperador… -atinó a decir el maestro Juremi.

– No tuve tiempo, ni tampoco creo que hubiera alguien dispuesto a escucharlo.

– Ah, Jean-Baptiste -dijo apesadumbrado el protestante-, estaba seguro de que esos jesuítas serían más fuertes. Quisiste hacer una alianza con ellos…

– Quería ir a Versalles y no tenía otra elección.

– ¿Y por qué te empeñabas tanto en ir? -preguntó el maestro Juremi con aquella mirada terrible que tenía cuando se peleaba con su Dios-. Sólo para defender tu propia causa y conseguir la mano de Alix…

– Sí, eso también -exclamó Jean-Baptiste-. Yo pensaba servir igualmente al Emperador, convencer al Rey…

– Calmaos -dijo Franc,oise, preocupada por lo elevado de sus voces-. Alguien puede oíros. No es el momento.

– Sea como sea -dijo el maestro Juremi más sereno-, el resultado está ahí. Después de nuestra misión, ahora dos caravanas van al asalto de Abisinia, y el Rey de Francia corre con los gastos de las dos. Juramos que no habría más jesuítas, y aquí tenemos a seis, pegados a los faldones de Murad. El Emperador deseaba que fueras embajador, y en vez de eso verá llegar a ese Du Roule, que según me han dicho es el sire más desgraciado que se pueda encontrar en esta región, donde, a decir verdad, no faltan.

Françoise se aventuró a intervenir y dijo tímidamente:

– Perdonadme, antes que nada quisiera tranquilizaros. Pero ya que habláis de Abisinia, es preciso que os cuente algo que he oído en el consulado.

La mujer les contó la entrevista entre el señor De Maillet y el hermano Pasquale.

– ¡Ya van tres misiones! -dijo el maestro Juremi-. Sólo faltaban esos capuchinos. ¡Y con los óleos de la coronación! Una muestra más de la generosidad del patriarca copto. ¡Me avergüenza lo que hemos hecho!

– A mí también, Juremi -dijo Jean-Baptiste bajando la mirada-. Si quieres acabar de hundirme, te diré sinceramente que he hecho cuanto he podido, que he fracasado, y que no he dejado de pensar en ello durante mi regreso.

El maestro Juremi refunfuñó, mirando el fondo del vaso.

– Al volver aquí -continuó Jean-Baptiste-, yo también me había trazado un plan. Evidentemente no tenía nada que ver con el viaje de Alix, puesto que lo ignoraba. Estoy loco por verla, por supuesto. Pero tengo otras cosas que hacer. Escuchad bien lo que voy a deciros.

Con aquel bigote y la perilla, Jean-Baptiste tenía un aire salvaje de espadachín del siglo pasado, un aire de refinado honor, como habría dicho Sangray, capaz de cualquier desafío y dispuesto a hacerlo valer con su vida.

– Vais a hacer todo cuanto habíais previsto -dijo- sin preocuparos en modo alguno por mí. Pero en vez de marcharos por mar, como pensabais, os dirigiréis hacia Suez, hacia el monte Sinaí. Juremi, ¿te acuerdas de aquel monasterio donde pasamos un mes, la primera vez que vinimos a Egipto?

– ¿Allí donde curaste al abad de unas fiebres?

– Exactamente. Os esconderéis allí. En aquel lugar nadie os encontrará, siempre que tengáis la precaución de que no os sigan. Yo me reuniré con vosotros cuando haya terminado con mis asuntos.

Al maestro Juremi le remordía la conciencia.

– Jean-Baptiste, ven con nosotros -le dijo-. Lo que he dicho forma parte del pasado. Las cosas son como son, y no hay que darle vueltas. Los abisinios se defenderán solos, como han hecho durante siglos.

– No, Juremi. El pasado sólo se cierra con la muerte. Aún tengo cosas que hacer aquí. Que no se diga que no hemos respetado nuestra palabra.

Françoise le puso en guardia, porque El Cairo estaba lleno de espías que podían reconocerle y denunciarle. El maestro Juremi no sabía cómo mitigar sus reproches, ahora que había descubierto cuáles serían las consecuencias según él. Jean-Baptiste acalló secamente sus objeciones. Durante más de una hora siguió preguntándoles qué había pasado en la colonia durante su ausencia, cómo iba su negocio de boticario,qué sabían de la caravana de Du Roule, y también pidió a Juremi que le diera la lista de los enfermos que había tratado.

Finalmente hicieron una pausa para descansar. A las seis de la mañana, cuando apuntaba el alba, el maestro Juremi y Françoise reunieron sus equipajes y cargaron los caballos en la cochera donde había pasado la noche el de Jean-Baptiste. Françoise iba vestida como un hombre: llevaba botas y un sombrero de ala ancha. FJ maestro Juremi tenía el mismo aspecto, aunque era más alto.

Jean-Baptiste los saludó con emoción. Apenas se habían encontrado y ya se separaban de nuevo. Esperó un cuarto de hora, deambuló una vez más entre las plantas, recogió unos granos que se metió en el bolsillo del jubón, se puso en bandolera la pequeña bolsa de los remedios que el maestro Juremi le había dejado y se fue, al paso de su yegua alazana, hasta la ciudad árabe donde se había alojado la víspera, cuando llegó.

6

Al principio Alix y sus cómplices tenían la intención de deshacerse de la guardia poco antes de llegar a Alejandría, huir después hacia un puerto de Cirenaica y ganar Francia por mar. Françoise y el maestro Juremi debían reunirse con ella dos días después de su partida para organizar la emboscada contra la escolta.

Pero ahora que todo había cambiado y que debían dirigirse hacia el este para ganar Suez, el retraso suponía un grave inconveniente. Tendrían que volver a descender una parte del delta, cruzar hasta Mansourah y luego llegar a Ismailia. El maestro Juremi pensaba en el peligro que representaban las nuevas instrucciones mientras galopaba junto a Françoise. Pero cuando el sol se hubo alzado completamente y empezó a esparcir sus primeras caricias sobre la fría bruma de la llanura del Nilo, el corazón endurecido del protestante, tan acostumbrado a la soledad, se ablandó para saborear la felicidad de la cabalgada. Françoise lo miraba y le sonreía de vez en cuando. La mujer tenía las mejillas sonrosadas por el esfuerzo y por el aire acre de la ribera. Llevaba los cabellos recogidos bajo el sombrero; en la nuca apenas sobresalía una pelusa, cuya dulzura conocía ahora el maestro Juremi. Después de tantas pruebas, después de que el tiempo y los rigores de la vida los hubiera tratado sin contemplaciones, era maravilloso ver la inocencia, la ternura y la ilusión de aquellos dos seres que, al igual que los supervivientes de un saqueo, se saben a salvo y sacan la vajilla de oro de su escondite.

Conforme remontaban hacia la costa, eran más los pájaros marinos, grises y blancos, que veían deslizarse por encima de las aguas. En los pueblos se cruzaban con ancianos que llevaban el fez; los inmensos campos a cielo abierto, jalonados por canales de arcilla, estaban repletos de campesinos egipcios, los felás, vestidos con una humilde camisa gris que les miraban con ojos faraónicos. Unos bueyes gordos pacían en los bosques de palmeras despeinadas por el viento salado. Era como si la juventud que ambos habían rescatado se alimentara de la propia juventud del mundo que, a su alrededor, parecía haberse detenido en esas edades primeras en que todo es simple y familiar.

En una jornada recorrieron el camino que la pesada carroza de Alix había hecho en dos, y por la noche se alojaron en Damanhür. Sabían que Alix pasaría la noche en la casa de la piadosa viuda de un mercader francés que había servido al cónsul como confidente en esta pequeña ciudad hasta su reciente muerte. Françoise y el maestro Juremi se contentaron con una posta mugrienta regentada por un copto. Como no pudieron probar que estaban casados, sólo tuvieron derecho a dos jergones separados por una mampara de palma. Así se cubrían las apariencias; después de haberlos alimentado copiosamente con un capón y arroz amarillo, el viejo copto les deseó que pasaran una buena noche con una sonrisa desdentada y cómplice. Después de cenar, los amantes se cogieron por la cintura y dieron un paseo que les llevó hasta el centro del pueblo. De lejos distinguieron la carroza de Alix y los caballos de sus guardianes en el recinto de una de las pocas casas de piedra. Regresaron tranquilos, y el maestro Juremi pidió al posadero que les despertara antes del alba. Salieron con los primeros rayos del día y esperaron en el lugar acordado.

La comitiva de Alix se puso en marcha muy lentamente. Michel, el palafrenero del consulado, llevaba las riendas de la carroza. Aunque no estaba al corriente de todo, sabía que algo se estaba cociendo y también que no debía temer por él. Quería a Alix como a su propia hija y lamentaba profundamente llevarla camino del convento. En cuanto a los dos guardias, se tomaban su cometido muy a pecho y toda la noche estuvieron relevándose ante la puerta de la joven. Aquellos tipejos eran dos hombres del señor Macé. Uno de ellos, un francés liberado de las galeras tres años atrás, había vivido en Abukir sin papeles, pero los turcos lo capturaron y salvó el pellejo gracias al secretario del consulado, que lo tomó a su servicio. El otro era un mestizo de El Cairo, nacido del comercio ilegítimo entre un italiano y una copta, que trabajaba como mozo de cuerda en el desembarcadero del Nilo. Hacía mucho tiempo que el señor Macé le prometía naturalizarlo, y a cambio de esa vana esperanza lo empleaba a su capricho.