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Por detrás de la ciudadela, residencia del pachá de El Cairo, una callejuela oscura se extendía a lo largo de las altas murallas del palacio. Estaba prohibido practicar la menor abertura de ese lado -ya fuera puerta o ventana-, pues aquello era una suerte de canal o de foso que serpenteaba entre dos muros lisos, correspondientes por un lado a la parte trasera del edificio, y por el otro a los muros tapiados de las casas de la ciudad. Una patrulla de guardia hacía la ronda por allí día y noche y, salvo ellos, nadie más habría osado aventurarse por aquellos parajes siniestros. Sin embargo, a media distancia del extremo de aquella calleja, es decir, en el punto más alejado de la misma, una pequeña poterna de madera tachonada de clavos y sin cerradura exterior daba acceso a los patios del palacio a través de la gruesa muralla. Con el correr de los tiempos, los pachás habían hecho de esta discreta entrada un uso particular que traicionaba el carácter de cada uno de ellos. Algunos, como Hussein, muerto al caerse del caballo poco después de que la primera misión partiera hacia Abisnia, sólo abrieron esta poterna para salir de incógnito a pasear por la ciudad, para oír hablar libremente a la gente y para urdir intrigas a la manera de Haroun Rachid. No obstante, otros la mantuvieron permanentemente cerrada y custodiada. Éste fue el caso de aquellos que temían por su vida, y las más de las veces fueron también los que terminaron asesinados pues Alá conoce los designios ocultos de los hombres y los atiende siempre. Había también quienes se servían de la poterna para introducir a ciertos individuos que no habrían sido recibidos oficialmente en el palacio. Este era el caso de Mehmet-Bcy, que se encomendaba con devoción, esperanza y consuelo a todos los muftís e imanes rigoristas que hubiera en Egipto, aunque enciertas ocasiones se mostraba menos intransigente y consentía algunas discretas visitas, que eran introducidas por la poterna.

Abastecido regularmente por cuatro mujeres musulmanas, a las que había dado doce hijos con no menos regularidad -contando sólo los supervivientes-, Mehmet-Bey no podía desprenderse por desgracia de otra necesidad, la de poseer extranjeras, costumbre que había contraído durante sus campañas guerreras en Europa. En aquella época bendita aunque ya lejana todo era fácil porque recibía bellas infieles como botín, y a nadie se le ocurría disgustarse por ello. Las había tenido de todos los tipos y de todas las edades, pero a decir verdad eso le importaba poco. Por encima de todo le complacía el hecho de montar a esas mujeres que adoraban a otro dios, independientemente de que fueran católicas, judías, ortodoxas o paganas. Hacía aquello sin renegar de su fe, pues nunca se sentía tan humildemente útil al Profeta como cuando esparcía su semilla de verdadero creyente en los surcos labrados antes por otros, a quienes privaba así de su cosecha. Los muftís estaban al corriente del ardor casi misionero del pachá, de modo que no se ofendían. No obstante, las conveniencias y el delicado equilibrio de las creencias en esta parte del Imperio exigía que cediera a esas inclinaciones con toda discreción. Y a tal objeto servía la poterna.

Pero hacía ya unos meses que el cuerpo de Mehmet-Bey, sometido a los rigores de toda una vida de guerrero, le hacía sufrir hasta el punto de no tener la energía y las ganas de mandar traer alguna infiel, por muy bella, joven y hereje que fuera. Hacía pues tres meses que sólo pasaban por la poterna los médicos, y el maestro Juremi era el más apreciado de todos.

Iba tres veces a la semana, en días fijos, cuando empezaba a anochecer. Los centinelas lo sabían, y en cuanto decía la contraseña, «Eléboro», le dejaban pasar. Aquella noche, como de costumbre, se presentó envuelto en un amplio tabardo y oculto bajo un sombrero de fieltro. Dijo la contraseña y pasó por la poterna. Un criado vestido de blanco y con los pies desnudos condujo al médico a través de unas gradas de mármol hasta un pequeño patio, y después de pasar debajo de una arcada ojival labrada con motivos moriscos lo introdujo en un pabellón octogonal cuyas paredes estaban decoradas con mosaicos azules.

Del armazón de cedro pendía, en el extremo de una larga cadena, un farol de cristales multicolores donde se quemaban cuatro velas. El pachá estaba sentado en una de las esquinas, en un banco, con los pies tendidos hacia una estufa de cobre amarillo provista de un minúsculo tubo con tres codos por donde el humo salía al extenor. El criado se retiró.

– Acérquese, señor doctor -dijo Mehmet-Bey en árabe.

En cuanto el visitante se sentó en un taburete de madera y marfil y se desprendió del tabardo, el turco se incorporó despavorido, cogiendo el puñal con la empuñadura llena de incrustaciones que llevaba siempre en la cintura antes de exclamar:

– ¿Quien es usted?

Ya se disponía a llamar a la guardia, pero Jean-Baptiste le detuvo.

– No tema, ilustre señor, me envía el maestro Juremi en persona. Soy su socio. ¿Nunca le ha hablado de mí?

– No será usted el que ha sanado al Negus de Etiopía…

– Yo mismo, ilustre señor.

Jean-Baptiste hizo una profunda reverencia.

– Por eso quise verle primero a usted -continuó el moro-. Pero su socio me dijo que estaba en Francia.

– Acabo de regresar.

– ¿Por que Juremi no ha venido con usted? Eso me habría ahorrado el susto.

– Señor, también él está enfermo y le presenta sus excusas.

El pachá había vuelto a acomodarse junto a la estufa.

– Me ha cuidado bien, pero siempre le he oído decir que lamentaba su ausencia y que no podía compararse con usted.

– Es un amigo. Quería ensalzarme. Lo cierto es que nos complementamos muy bien. Yo receto, pero nadie prepara las drogas con su habilidad.

– En ese caso, examíneme y juzgue qué hay que hacer -dijo el pachá con una expresión de enorme cansancio.

Durante un buen rato, Jean-Baptiste estuvo haciéndole preguntas al anciano sobre sus dolores, en qué circunstancias se presentaban y dónde se localizaban. Luego le hizo hablar de su vida, de lo que comía y bebía, de su forma de dormir y de sus gustos sobre las mujeres. De ese modo, Jean-Baptiste concebía la imagen interior del ser que tenía delante y, ahondando en sus raíces, buscaba las correspondencias secretas con otras raíces, con otros seres, follajes o frutos que pudieran devolverle la armonía.

– ¿Me da usted la esperanza de sanar? -preguntó el pachá.

– Todo depende de lo que entienda por sanar. Si con ello quiere decir volver a los veinte años, no, ilustre señor, no se curará. Pero si se trata de tener el vigor, la paz y la felicidad que aún le permite su edad, puedo asegurarle que muy pronto volverá a sentirse bien.

El turco estaba encantado.

– Tendré que regresar a mi taller para preparar los remedios que considero apropiados para usted -dijo Jean-Baptiste-. Se los traeré mañana.

– Sobre todo no se demore -dijo el pachá muy impaciente-. De hecho, Juremi ha debido decírselo ya, pero se lo repito solemnemente: ni una sola palabra de todo esto a nadie, y menos a los francos.

– Ilustre señor, soy yo quien le pide ese favor. Todos en la colonia ignoran mi regreso, empezando por el cónsul. Y no seré yo quien se lo diga. A decir verdad, no veré a mi socio hasta la noche. Durante el día no salgo de la pensión árabe de la ciudad vieja de El Cairo, donde he fijado mi domilicio por el momento.

– ¡Qué curioso! -exclamó el pachá-. Creía que había ido a ver a su Rey, y que le habían encomendado una misión.

– Es una historia muy dolorosa, ilustre señor -dijo Jean-Baptiste, con el semblante de quien no quiere importunar a su interlocutor con sus propios infortunios-. Es tan larga y está tan repleta de acontecimientos extraños que tal vez le cansaría escucharla.

– Cuéntemela -dijo el pachá-, que al igual que el sultán Schahariar nada le gustaba tanto como un relato que le tuviese en vilo.

– Pues bien, la cuestión es -empezó Jean-Baptiste- que fui a Abisinia.

Refirió su viaje y el encuentro con el Emperador con tal lujo de detalles y tanta fluidez que el pachá dio visibles muestras de deleitarse mientras le escuchaba con los ojos entornados. Así que mandó traer té a la menta y pasteles para hacer aún más placentero el relato.

Jean-Bapttste le habló de que el Negus no deseaba en absoluto ver en su país a sacerdotes extranjeros y también del respeto que le tenía al pachá, que autorizaba a la Iglesia etíope a recibir a su máximo representante de Egipto.

– Quiere quedarse en paz en sus montañas -concluyó Poncet.

– ¡Y por Alá que tiene razón! Pensaba que era menos razonable y usted acaba de darme una buena noticia. Pero eso no explica -prosiguió Mehmct-Bey- por qué se esconde usted.

– ¡ Ahora voy con eso, ilustre señor! Es que después fui a Vcrsalles.

Jean-Baptiste se enfrascó en una exhaustiva descripción de la corte del Rey Sol, que el pachá siguió con deleite. Cuando estuvo guerreando en Europa, muchas veces había esperado que lo admitieran en una de aquellas espléndidas capitales. Pero por desgracia la mayor parte del tiempo había estado en los campamentos militares perdidos en el corazón de las montañas, y cuando por casualidad tuvo la suerte de tomar una ciudad, antes había tenido que destruirla. Jean-Baptiste se demoraba maliciosamente hablándole de las mujeres de Versalles, de sus peinados y perfumes, y el pobre hombre le escuchaba embelesado.

A esto siguió una halagadora evocación de la audiencia real, donde no se hizo alusión alguna a la oreja putrefacta sino tan sólo al gran interés que el Rey de Francia manifestaba por Oriente.

Ambos estuvieron de acuerdo en que era un gran rey. Por su parte, Mehmet-Bey lamentó que no fuera musulmán, aunque se atrevió a decir que tenía todas las cualidades para serlo.

– Pero aún no me ha dicho por qué se esconde.

La noche avanzaba, y el sirviente acudió dos veces a cargar la estufa. El pachá mandó encender su pipa de agua y la compartió con Jean-Baptiste. En aquellos momentos eran ya grandes amigos y el calor de su conversación no permitía distinguir las diferencias propias de sus condiciones.

– Por desgracia -prosiguió Jean-Baptiste- nuestro gran Rey sólo es un rey, y es bien poco comparado con Dios. El señor de los cielos tiene ojos en todas partes…

El musulmán, que vivía bajo esta constante vigilancia divina, alzó la mirada con sumisión.

– ¡No hay más Dios que Alá! -dijo en un acto reflejo.

– … sin embargo, los soberanos de la tierra no pueden verlo todo.