Por la noche, todos los huéspedes del establecimiento cenaron en silencio en un gran comedor con paredes enjalbegadas. El único decorado era una vieja espada de caballería cubierta de orín que pendía de dos clavos. Luego los huéspedes se retiraron con una vela en la mano, haciendo chirriar el entarimado del piso superior. Jean-Baptiste esperó a que Murad se quedara solo, pues según su buena costumbre siempre era el último en abandonar la mesa para así poder acabarse todos los restos, y se sentó frente al armenio.
– Señor -dijo Jean-Baptiste en árabe.
Murad entornó sus ojos de miope y saludó, dejando entrever una ligera inquietud.
– El embajador Murad, supongo -dijo Jean-Baptiste con tono de pregunta.
– ¿Cómo lo ha sabido?
El armenio levantó la palmatoria y la acercó al rostro de su interlocutor.
– Pero… Se diría… ¿Eres tú, Jean-Baptiste?
– ¡Chsss! Soy el caballero de Vaudesorgues.
– ¡Ah! bueno… -dijo Murad, un poco decepcionado-. Había creído que…
– Claro que soy yo, idiota, pero no es necesario que lo propagues a los cuatro vientos, y menos aún a tus nuevos amigos.
– No son mis amigos. Esos señores viajan en calidad de sabios eminentes. Desean conocer Abisinia. Y como no tenía noticias tuyas…
– Has hecho bien en marcharte, Murad -dijo Jean-Baptiste sonriendo.
Sacó un frasco plano de cobre estañado y escanció un líquido incoloro en la taza vacía de Murad y en la suya, que había llevado a su mesa.
– Aguardiente -dijo el armenio-. En Arabia la Afortunada, en la tierra del Profeta… ¿No tienes miedo?
Brindaron con cautela y apuraron sus vasos de un trago.
– Sí-dijo Jean-Baptiste-, tengo miedo. Por ti.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Vas camino de Massaoua?
– Dentro de dos o tres días, cuando el jerife de La Meca haya puesto el sello en los documentos de esos señores.
– ¿Hace mucho tiempo que no has visto al Nayb?
– ¿A ese bondadoso viejo?
– Ya no es él.
– Así que ya no es el terrible Mohammcd…
– No, Mohammcd ha muerto, tendrás que vértelas con su sobrino Hassan, que es más terrible aún. Su odio hacia los religiosos francos no tiene límites.
– Bah, eso no nos concierne. El Negus en persona me pidió que llevara sabios, si encontraba, a la hora de volver.
– Sabios sí, pero jesuítas…
– ¿Cómo…? -exclamó Murad-. ¿Cómo dices?
Jean-Baptiste agarró al armenio por el cuello de la túnica y le habló directamente a la cara.
– Estás llevando a Massaoua a seis jesuítas, ¿comprendes? Si tú eres tan tonto como para no darte cuenta, tal vez el Nayb no lo sea tanto. Y suponiendo que no sospeche nada, el Emperador te verá llegar con seis individuos que sólo tienen una idea en la cabeza: convertirle. Nos ha hecho jurar que no llevaríamos ninguno, y tú vuelves con media docena en tu equipaje.
Soltó a Murad, que volvió a caer en la silla tan aturdido como si le hubieran dado un mazazo.
– Estoy perdido -dijo el armenio, y se puso a sollozar en silencio como un niño.
– Deja de lloriquear -le dijo Jean-Baptiste, sirviéndole otro vaso de aguardiente.
Murad se lo bebió de un trago y pareció más triste aún.
– Habría hecho mejor colocándome de cocinero en El Cairo, como pensaba. Sólo conozco eso. Todas vuestras historias de religión y política me confunden.
– Escúchame, Murad. Haz lo que te digo y no tendrás nada que temer. El Emperador te dará una excelente acogida y podrás ser cocinero suyo si te apetece.
Murad, sin decir una palabra, soltó un resoplido y deslizó el vaso encima de la mesa. Jean-Baptistc lanzó una ojeada hacia los cojines y luego le sirvió de nuevo.
– Mañana temprano, antes del alba, partirás hacia el puerto -dijo el médico con suavidad-. Voy a dejarte una bolsa de oro para que puedas convencer al capitán de cualquier falúa. Cruza el mar Rojo y ve a ver al Nayb. Adviértele que seis jesuítas quieren entrar en su territorio y que afortunadamente has conseguido librarte de ellos. Luego, sigue hasta Gondar, presenta mis saludos al Emperador, dile que el Rey de los francos ha recibido su embajada y que le da su bendición. Tu misión se acaba ahí. Te encontrarás con tus primos y con tu tío, y espero que seas feliz el resto de tus días.
– ¿Y los jesuítas? -preguntó Murad, envalentonado por aquellas palabras y por los tres vasos de aguardiente.
– Ya me encargo yo de ellos.
– ¿Y tú?
– Yo, amigo mío, soy un hombre feliz. Y espero serlo aún más todavía.
– ¿Por tu prometida?
– Voy a reunirme con ella. Quién sabe, tal vez nos veas un día en Gondar…
Brindaron dos veces más todavía. Jean-Baptiste repitió sus instrucciones y solventó los últimos detalles. Se separaron hacia medianoche, después de despedirse con un caluroso abrazo.
9
Durante la jornada siguiente, Jean-Baptiste observó atentamente a los seis huéspedes de la posada que acompañaban a Murad. Estos no se percataron de la ausencia del armenio hasta el mediodía, puesto que les tenía acostumbrados a sus despertares tardíos. Uno de ellos subió a golpear la puerta de su habitación, pero bajó muy nervioso. Tal como había acordado la noche anterior con Jean-Baptiste, Murad había mandado decir al posadero que había ido a la ciudad a resolver un asunto. Dado que ningún extranjero podía acudir allí sin una autorización especial, los seis jesuitas se tomaron aquel contratiempo con paciencia. Se dispersaron por el jardín y a lo largo del camino polvoriento que conducía a la ensenada por la que se podía pasear con libertad unos quinientos metros.
Al llegar la noche volvieron a reunirse y luego cenaron en silencio. Aquella noche no había ningún otro cliente, aparte de Poncet. Hacia el final de la cena, que degustó tan tranquilamente como pudo, Jean-Baptiste acercó su silla a la mesa de los sabios. Les pidió permiso para invitarles a té a la menta y pasteles, argumentando que había oído indiscretamente, durante su parca conversación, que eran compatriotas suyos.
– Sea bienvenido -dijo con una expresión sombría uno de ellos.
– Pues bien -replicó Jean-Baptiste, levantando su vaso mientras fumaba-, ya que aquí no está permitido cuidar la salud de otra forma, alzo mi té, que bien mirado tiene el color del coñac. ¡Por la felicidad de todos!,
Brindaron sin entusiasmo, salvo Jean-Baptiste, que estaba jovial por los siete.-Les pido excusas por no haberme presentado: soy el caballero Hugues de Vaudesorgues, su servidor.
Una vez dicho esto, el supuesto caballero se levantó unos centímetros del asiento e hizo una pequeña reverencia ante el foro.
– Somos sabios -respondió de mala gana el huésped más viejo-. La Real Sociedad de Ciencias de España nos envía en viaje de estudio.
– ¿Y adonde les lleva su viaje? -preguntó Jean-Baptiste con fingida inocencia.
Los seis hombres se miraron con inquietud.
– A Abisinia -dijo finalmente su portavoz.
El caballero se mostró admirado.
– ¡Un territorio desconocido! Señores, realmente, me maravilla su intrepidez.
En aquel momento, nada parecía menos intrépido que aquellos desgraciados viajeros, huérfanos de su guía y absolutamente recelosos de aquel charlatán que les había abordado.
– ¿Puedo hacerles una pregunta indiscreta, señores? -dijo Jean-Baptiste en voz baja.
– Si lo desea.
– Bien, pero no se sientan obligados a responderme. ¿Están ustedes casados?
Los huéspedes se sintieron incómodos. Dudaron unos instantes, y finalmente el mismo portavoz respondió:
– No, señor caballero, no lo estamos.
– Excelente -exclamó Jean-Baptiste en voz alta-. Realmente excelente.
– ¿Y se puede saber por qué? -preguntó molesto uno de Jos viajeros, que desde la izquierda de la mesa, había observado al intruso con más sangre fría que los demás.
– Pues porque en tal caso no me cabe la menor duda de que van a convertir ese país.
Seis exclamaciones se alzaron al mismo tiempo y luego todas las miradas se dirigieron temerosamente hacia la antecocina, donde por fortuna nadie parecía haber oído las imprudentes palabras de Jean-Baptiste.
– Expliqúese -dijo a media voz el viajero más locuaz.
– Pero si es muy sencillo. Les contaré una anécdota y enseguida comprenderán. Me la refirió un misionero capuchino que vivió en Senaar y que se internó un poco en
la selva, en dirección a Abisinia. Peroantes, un momento. ¡Eh, posadero! Tráenos velas. No economices el sebo, que bastante caro se paga en tu casa.
Markos llegó cojeando, totalmente entregado a sus huéspedes a condición de que éstos le pidieran las cosas con claridad y bien fuerte, pues se estaba quedando sordo. Tenían tres candelabros en la mesa. Cuando el posadero se fue, el caballero prosiguió:
– Así que esc misionero llega un día a un pueblo de la sabana con unas casas, hierbas altas y, bajo un baobab, unas sillas bajas donde parlamentan los viejos. El hombre se presenta, habla en árabe, lengua que entienden un poco los oriundos. Su jefe le toma simpatía. Es adoptado y he aquí que al cabo de dos días, empieza a hablar de su religión… Bueno, supongo que de la nuestra.
Los viajeros asienten, aunque no demasiado relajados.
– El jefe parece muy interesado por ese Jesús y por los milagros que le relata su interlocutor. Le cae bien el capuchino y le da a entender que no tendría inconveniente en saber más. Todo parece haber empezado bien. Pero desgraciadamente llega la noche y, a la hora de acostarse, el misionero encuentra a la hija del jefe en su propia choza. Sin embargo no dice nada y duerme al pie de la cama, sin tocarla. Al día siguiente, la desventurada le cuenta todo a su padre. «¡Cómo tienes el atrevimiento de rechazar a mi hija!», le dice al capuchino. Entonces el sacerdote le explica, muy apurado, que su religión le prohibe fornicar.
Los seis jesuítas le escuchaban cada vez más nerviosos. Jean-Baptiste se tomó su tiempo, mandó que volvieran a servir té y continuó:
– El jefe se enfurece y es presa de una cólera terrible: «¿Quién es ese Dios de quien nos hablas que ordena algo semejante? Si quiere el bien de los hombres, no puede forzar a aquellos que dicen amarle a no tocar a una mujer en su yida. Tu dios es criminal, eso es todo. Insulta a la naturaleza y no puede haberla creado.» Por la noche, el jefe manda encerrar otra vez al capuchino con su hija. Esta vez todos los hombres del pueblo están alrededor de la choza y avisan al monje de que no saldrá vivo, a menos que haya dado prueba de haber copulado con la bella virgen.