– ¡Aquí! ¡Aquí! ¡Guardias, guardias, van a matarme! -empezó a vociferar el hombte que Poncet tenía a su merced.

– ¡Macé! -exclamó Jean-Baptiste.

El secretario gritó aún más fuerte. El consulado no estaba lejos. Se oyeron ruidos metálicos procedentes de algún lugar cercano a la escalinata; probablemente eran los guardias que tomaban las armas. Las ventanas se iluminaron y tres hombres salieron a la calle. Macé seguía chillando, y Poncet comprendió que si bien los primeros gritos habían sido producto del miedo, con estos últimos sólo pretendía llamar la atención para que apresaran a su adversario. Macé miraba a Jean-Baptiste mientras gritaba, y a pesar de la incómoda posición en que estaba y del puñal que tenía en el cuello, sonreía con una expresión irónica y de desdén.

«¿Crees realmente que eres tú el que me tienes a mí?», parecía preguntarle.

La guardia se acercaba corriendo, así que Jean-Baptiste soltó a su prisionero y huyó. Los tres centinelas lanzaron exclamaciones de sorpresa al descubrir a Macé, sentado en el suelo, frotándose la garganta. No obstante, les ordenó que no persiguieran a su agresor.

Aparte de aquel incidente, la noche fue tan tranquila como siempre. Sin embargo, tres personas no durmieron. Jean-Baptiste se preguntaba si Alix habría podido regresar a tiempo. Ignoraba que había llegado al consulado sin contratiempos, que se había acostado inmediatamente y que nadie había pensado siquiera en comprobar si estaba en su habitación. Alix había oído el alboroto de la refriega y los gritos de un hombre, y temía que a Jean-Baptiste le hubiera ocurrido algún percance. El señor Macé, tumbado completamente vestido en su estrecha cama de hierro, se preguntaba qué actitud debía adoptar al día siguiente. El cónsul estaría enterado de que alguien le había atacado y debería decir quién. La idea de denunciar a Poncet le satisfacía enormemente. Al fin y al cabo, si había seguido a Alix y su sirvienta era para desenmascarar las verdaderas intenciones del boticario, a partir de sus observaciones previas. Pero ¿cómo iba a justificar semejante atropello? ¿Qué motivo podía propiciar la agresión de Poncet? Sin duda, tendría que hablar de la cita. De hecho, todo estaba muy claro y aquello no afectaría personalmente al cónsul hasta que alguien le hiciera ver que su hija se precipitaba hacia el deshonor. Sí, pero ¿cómo iba a hacer una acusación tan grave sin pruebas? Ese diablo de Poncet era capaz de tergiversar el asunto para defenderse y acusarle a él, Macé, e incluso podía ponerle en un compromiso. Por otra parte, era demasiado tarde para intentar sorprender de nuevo a los amantes, pues Poncet partía para Versalles al día siguiente. Por fin, hacia las cinco de la mañana, Macé tomó una decisión y se durmió más tranquilo.

Jean-Baptiste, que tampoco había dormido mucho, se levantó de la cama al amanecer, comprobó una vez más su equipaje, sobre todo elcontenido del cofre de los remedios con el que viajaba siempre y se fue en busca del jesuita. Mientras terminaba de decir misa, Jean-Baptiste le esperó dando vueltas delante del oratorio. Después fueron al consulado para despedirse. Por encima de todo Poncet quería adelantarse a que el cónsul le convocara, y no tener que presentarse solo.

El señor De Maillet los recibió media hora después en batín y sin peluca. Les deseó buena suerte para su misión, con el semblante contrariado. Rogó al jesuita que saludara de su parte al conde de Pontchartrain si tenía el honor de que se lo presentaran, le pidió que cuidara del canciller Fléhaut, que tenía poca experiencia en los viajes, y finalmente pidió al padre Plantain que le permitiera conversar a solas con el señor Poncet.

El cónsul se levantó y se llevó al boticario tras él hasta el otro extremo del gran salón, a una esquina. La luz aún baja del sol matinal atravesaba la oscuridad polvorienta con rayos oblicuos y envolvía a los dos hombres en una especie de bruma mate, sobre el fondo carmesí de las colgaduras.

– Me han informado -dijo el cónsul casi en un murmullo- que anoche agredió a mi secretario.

– Me siguió. No lo reconocí.

– Le siguió para desenmascararle. Parece que estaba usted deshonrando a una joven.

– ¿Acaso tiene la misión de proteger las virtudes de esta colonia?

– En todo caso, tampoco es la suya comprometerlas.

El cónsul había replicado en un tono bastante alto. Miró hacia el jesuita, que no se había movido y que seguía contemplando amorosamente sus manos a diez pasos de ellos.

– Créame, si alguna familia le denuncia en su ausencia, tomaré medidas y transmitiré la sanción a Francia para que sean aplicadas.

«Bueno -pensó aliviado Jean-Baptiste-, no sabe lo más importante.» Y se inclinó respetuosamente.

– Me han dicho también -prosiguió el cónsul visiblemente molesto- que ha perdido el sentido de la sensatez hasta… hasta el punto de buscar un encuentro, una relación con… mi propia hija.

– Ah, señor cónsul, con su hija ocurre algo muy distinto.

– ¿Y qué es, si puede saberse?

Definitivamente, cada vez que partía, como si se tratara de un desafío, un juego y probablemente un despecho también, Jean-Baptiste se veía llevado a consumar ante el cónsul un gesto de insolencia y deaudacia que dedicaba a su bien amada. La primera vez, antes de abandonar El Cairo hacia Etiopía, había conseguido que cuidase de su casa. Y en esta ocasión se quedó casi pasmado al oírse decir, con el tono de cuchicheo de aquella conversación:

– Pues bien, con ella se trata simplemente de amor.

El cónsul se enderezó de golpe, como si un sicario le hubiera dado una puñalada en los ríñones.

– La amo -insistió Jean-Baptiste sin bajar los ojos-. Y tengo la debilidad de pensar que ella también…

– ¡Cállese, y quítese ahora mismo esas ideas de la cabeza! -dijo el cónsul con severidad.

– No son ideas…

– ¡Ya basta! -di|o-. Hace mucho tiempo que estoy al corriente de sus intenciones. Pero esperaba que ya hubiera renunciado a alimentar esos sueños absurdos.

– Los alimento y me nutren.

– Pues buen provecho, pero no se atreva a ir más lejos. Tengo otros proyectos para mi hija.

– Antes de proponérselos, sepa que tengo la intención de pedirlo a usted su mano.

El señor De Maillet soltó unas ruidosas carcajadas que resonaron en el gran salón, y luego continuó con ironía:

– Esto es lo que se dice una declaración en toda regla: en el vano de una ventana, diez minutos antes de salir de viaje y de la boca de un boticario.

Sonreía con ese aire de desdén compasivo que uno siente ante un payaso que ejecuta una pirueta.

– No es una declaración -dijo firmemente Jean-Baptiste-, es una advertencia. Volveré con el favor del Rey y con el rango de nobleza necesario para hacerme valer. Sólo en ese momento haré una declaración en toda regla. De lo que se trata es que de ahora hasta entonces no se adquieran otros compromisos.

Estas palabras habían sido para Jean-Baptiste un calmante, como el placer que otorgan siempre la insolencia y los gestos de revancha, pero al mismo tiempo se reprochaba haber cometido tan enorme desliz. Aquélla era una manera imperdonable de ponerse al descubierto frente a un adversario al que no había vencido todavía y a quien le ofrecía el regalo de mostrarse con toda la relajación del triunfo cuando el otro aún podía golpearle. La madurez concede el privilegio de percatarse inmediatamente de estos errores y, como esa lucidez se paga con la nostalgia de no volver a cometerlos, intensifica el ímpetu con el que se aplica a uno un castigo.

– Tendré muy en cuenta esa advertencia, puede estar seguro -dijo el señor De Maillet con una sonrisa malvada antes de invitar a su interlocutor a reunirse con el jesuíta.

Al mediodía partieron los tres en una carroza de cuatro caballos, alquilada a expensas del consulado. Detrás, en una calesa con la capota azul completamente echada para que no se les viera, iban los tres abisinios sentados en un banco, tras un viejo cochero árabe. La comitiva se detuvo ante la residencia de Murad, donde cargaron los paquetes. El armenio se despidió de Poncet con lágrimas en los ojos, aunque en realidad se alegraba bastante de no tener que hacer aquel peligroso viaje. Se había acostumbrado a la sinecura de El Cairo y estaba encantado de prolongarla.

Como siempre, el maestro Juremi y Jean-Baptiste se separaron sin más efusiones que un abrazo fraternal. Esta vez Jean-Baptiste estaba muy seguro de que el protestante no se movería de El Cairo. Era menos peligroso ir a explorar Abisinia que merodear por Versalles, en los dominios del Rey y de los jesuítas. El maestro Juremi prometió cuidar de Murad y transmitirle noticias a Alix, si podía. En el momento de subir a la carroza, Jean-Baptiste se llevó a su amigo aparte. Se quiera o no, un viaje siempre le pone a uno en las manos imprevisibles del destino, y no se habría perdonado separar a dos seres por haber querido obrar demasiado bien. Así que le dijo a su amigo:

– Trata bien a Françoise. Me parece que te ama.

Ambos eran muy poco dados a hacerse confidencias. El hombretón miró de soslayo a Jean-Baptiste, bajó los ojos y habría tenido muchas dificultades para disimular su confusión si la agitación de la partida no les hubiera devuelto a la realidad.

– ¿Pero qué hace, Poncet? Vamos con retraso -exclamó el jesuíta.

El maestro Juremi corrió de un extremo a otro para cerrar las portezuelas y se quedó allí, viendo cómo se alejaban.

Los coches pasaron ante el consulado, donde sólo apareció la señora Fléhaut, una figura delgada con un vestido de paño gris que saludó a su marido y luego se llevó las manos a la boca para contener un grito. Por segunda vez, Jean-Baptiste se alejaba lleno de confianza para acercarse a la mujer que amaba.