El cónsul señaló el retrato que coronaba su cabeza.

– El Rey de la corte más refinada de la tierra. No. Hay que ser razonable, y el ministro ha sido muy claro: juzgue a la persona en cuestión y mire a ver si es posible. Bien, pues yo le digo que no es posible.

– Entonces se trata sólo de la persona. ¿No está en contra del principio en sí?

– No.

– En ese caso, Poncet y yo iremos a Versalles.

El cónsul reflexionó un instante, mientras miraba al padre Plantain. Estaba contrariado porque se veía venir que los jesuitas se inmiscuirían otra vez en el asunto y que podrían poner en peligro su propia iniciativa, ejerciendo su influencia sobre el Rey. La cuestión era no obstante un mal menor, en comparación con la cizaña que podrían sembrar en Constantinopla. Además el cónsul tenía la esperanza de poner en marcha su propia empresa antes de que el jesuita y Poncet volvieran de Francia.

– Es una excelente idea -dijo al fin el señor De Maillet-. Fléhaut, mi canciller, los acompañará.

– ¿Y usted ejercerá su influencia sobre el pachá para que los tres abisinios puedan embarcarse?

– Le doy mi palabra.

– Vamos -dijo el jesuita-, hay que redactar esto ahora, si quiere que en Versalles se enteren de nuestra llegada. El correo que parte mañana para Constantinopla entregará el despacho en Alejandría, y llegará a Marsella con la galera real del 30, y a París a comienzos del mes que viene.

– De acuerdo, pero queda claro que cambien debe escribir al padre Versau para decirle que no emprenda ninguna diligencia y que todo se ha solucionado aquí.

– Excelencia, le escribiré ahora mismo.

Aquello se parecía a un tratado. Era la diplomacia, y el cónsul sintió en su fuero interno que estaba desempeñando nuevamente su oficio, después de aquellas de negociaciones que olían tanto a transacción comercial. Y a pesar de la derrota, respiró.

10

No es extraño que los hombres hayan visto en el cielo una supuesta guía de sus destinos pues en la actividad de los astros hay movimientos tan súbitos y regulares que ese vaivén se asemeja al devenir de las acciones humanas. Una vez desenmascarado el cónsul, todo cambió completamente, como en ese momento de la noche en que Pegaso se abisma por un lado mientras por el otro se elevan Orion, las pléyades y su cortejo.

Jean-Baptiste se curó instantáneamente de la enfermedad que no tenía y se afanó en preparar el viaje, cuya partida se había fijado para cuatro días más tarde. En muy poco tiempo todo estuvo arreglado: Murad se quedaría en la Casa de los Venecianos, y el consulado seguiría costeando sus exiguos gastos hasta que los emisarios estuvieran de regreso. Luego, en su momento, le sugerirían que volviera a Etiopía, tal vez con una respuesta del Rey de Francia.

Hicieron el recuento de los presentes que se iban a llevar a Versalles. AI abandonar Gondar, los viajeros tenían la sensación de estar muy bien equipados y ser ricos. Pero lamentablemente los gastos del viaje, la rapacidad de las aduanas turcas y la circunstancia de que algunos productos alimenticios estaban ya corrompidos mermaron considerablemente su fortuna. Además de las joyas que les había regalado el Emperador, Poncet y su socio poseían una bolsa de oro cada uno. Jcan-Baptiste, que pensaba poner todo su empeño con tal de que el viaje a Francia fuera un éxito, estaba dispuesto en caso de necesidad a incluir su propia bolsa entre los presentes destinados al Rey, si el resto no bastaba. El equipaje de Murad era muy parco. Ciertamente estaban los tres abisinios. A Poncet le entusiasmaba muy poco la idea de llevárselos, pues era demasiado consciente de que los musulmanes estarían al acecho. Pero el jesuita tenía mucha fe y había que reconocer que los demás presentes eran muy pobres y no ofrecían una digna compensación. Estos se reducían a dos kilos de algalia, pero como es muy maloliente les aconsejaron que la cambiaran por tabaco, de forma que salieron perdiendo en el trueque. Había también un cinturón de seda bordado con hilo de oro. En Gondar, encima de las togas de muselina blanca, la prenda habría despertado admiración. Pero en El Cairo, y más aún en Versalles, cabía temer que para los gustos europeos aquello fuera poco más que un guiñapo. Por lo demás, todas las bestias, yeguas y elefantes habían muerto en ruta. Sólo quedaba la caja con las orejas del paquidermo. Poncet quiso que Murad le asegurara que se habían embalado convenientemente, y éste se lo garantizó con la mano en el corazón. A sabiendas del uso inicial que quería darle a aquellas orejas, el descuartizador prácticamente las había confitado. Así que volverían a salir de la caja con la liviandad propia del ser vivo.

Tras una tempestuosa entrevista cara a cara con el pachá, donde tuvo que dar embarazosas explicaciones y volver a pedir las más humillantes excusas, el cónsul comunicó al padre Plantain que había obtenido las autorizaciones necesarias para embarcar a los abisinios. Sólo había que proceder con cautela para que los muftís de Alejandría no se enteraran, una eventualidad que podía ser un riesgo puesto que aquellos fanáticos no dejaban marchar a los africanos a tierras cristianas.

Llegó la hora de los adioses. El señor De Maillet, como un buen perdedor, invitó a cenar a los tres viajeros en el consulado, es decir, a Poncet, al jesuita y al canciller. Jean-Baptiste parecía haberse repuesto por completo, y el cónsul procuró mostrarse considerado con él pues podía perjudicarle en las altas esferas. Se trataba de una cena de negocios, de modo que las mujeres no fueron invitadas. Aparecieron únicamente para tomar café, que se sirvió en el saloncito de música que Jean-Baptiste había descubierto en la cena de gala. Ni el señor De Maillet ni su esposa podían sospechar el placer y la turbación que iban a regalar a los corazones de aquellos amantes, reunidos en un espacio tan reducido que se rozaron diez veces con una plausible naturalidad. Tras la insistencia de su padre, la señorita De Maillet se sentó a la espineta para tocar varias piezas. Casi todos los presentes carecían de la disposición de ánimo adecuada para deleitarse con el sonido de las cuerdas punteadas, pero los jóvenes que pronto iban a separarse la tenían sobradamente. Igual que el ácido vertido en una lámina de cobre la traspasa en ciertas zonas y deja otras intactas por el efecto de la cera que la cubre, las notas de la espineta no perturbaron en modo alguno la conversación del jesuita y el señor De Maillet, la obsequiosa atención del señor Macé ni la tímida vanidad de Fléhaut, pero atravesaron como punzadas los corazones mórbidos de Alix, y Jean-Baptiste, a quienes un verdugo no habría podido someterles a un tormento más invisible ni más refinado.

Aunque consiguieron dominar sus emociones, salieron del trance con tal deseo mutuo que estuvieron a punto de cometer una grave imprudencia.

Apenas hubo llegado a la casa, Poncet vio llegar a Françoise sudando. Esta le dijo que Alix esperaría en el jardín poco después de medianoche, como la primera vez. Aquella noche había luna. El joven objetó que el peligro era mucho mayor, porque se podía ver en la oscuridad, pero Françoise le dijo que eso ya se sabía. Jean-Baptiste se preguntó si el coraje consistía en renunciar por los dos en nombre de la seguridad, o en escoger la audacia y el placer. En un amor tan contrariado como el suyo, un propósito razonable sólo podía interpretarse como un indicio de indiferencia o de tibieza. Jean-Baptiste no pretendía dar esa impresión y respondió que acudiría a la cita.

A la hora convenida, escondido ya en el jardincillo, vio venir de lejos a las dos mujeres caminando a paso apresurado, y tal vez demasiado iluminadas por la luz de luna. En el momento en que llegaban a la verja, Jean-Baptiste distinguió de pronto otra sombra que parecía saltar de un tronco de plátano a otro. Alix llegó junto a su amante y se abrazaron. Él la apretó contra su pecho, pero le pidió que guardara silencio. No quitaba los ojos del lugar de la oscuridad donde había visto desvanecerse la forma móvil. Ésta volvió a aparecer y dio otro salto entre dos árboles en dirección al jardín.

– Os han seguido -susurró Jean-Baptiste a Alix.

Sus palabras la dejaron helada. Françoise que esperaba en la verja, también había visto la sombra. Se había acercado a la pareja y alcanzó a oír a Jean-Baptiste.

Tal vez fuera un presentimiento, al menos no podía explicárselo de otra manera, pero lo cierto es que Jean-Baptiste había salido con un puñal al costado. Agarró el arma y trazó un plan que comunicó a las dos mujeres.

– Voy a sorprender a ese hombre, quiero saber quién es -dijo-. Vosotras huid hacia el consulado, pero procurad ocultaros y no corráis. ¿Tienes la llave de la puerta trasera?-Sí -contestó Françoise.

– En ese caso, dad un rodeo por allí, y en cuanto lleguéis, fingid que estáis profundamente dormidas. Puede que…

– ¡Vayase! -dijo Françoise-. No se preocupe de lo que pueda ocurrir.

Jean-Baptiste besó a Alix apresuradamente, pero con sumo cuidado para retener por mucho tiempo en su memoria aquel sabor, aquella dulzura y aquella mirada, pues a partir del día siguiente serían el viático para muchos meses. Luego se alejó apenado y se escabulló entre las sombras más oscuras del jardín, rodeó la verja y salió por una poterna de madera. Con mucha cautela se deslizó hasta la linde de la calle principal y se escondió también detrás del tronco de un plátano, mientras veía alejarse a toda prisa el contorno plateado de las dos mujeres por el callejón que rodeaba el consulado. Una sombra atravesó la calle antes de desaparecer de nuevo detrás de un tronco de árbol. Poncet tuvo tiempo de distinguir a un hombre de talla mediana, vestido como los francos, que al parecer no iba armado. Sabía que para sorprender a aquel indeseable tendría que ponerse al descubierto, aunque sólo fuera de espaldas, y que probablemente el hombre iba en pos de las dos mujeres que huían. Poncet remontó rápidamente dos claros entre los árboles hasta esconderse detrás del que estaba más cerca del tronco donde se había ocultado el hombre antes de cruzar. En aquel momento Poncet debía de estar situado exactamente en el ángulo opuesto a la mirada del hombre a quien iba a sorprender.

Esperó un instante antes de atravesar la calle de un salto, agarró por la cintura la silueta que había visto deslizarse en la oscuridad, delante de él, y le puso el puñal en la garganta. A decir verdad, apenas hubo lucha. En aquel forcejeo cuerpo a cuerpo en el que nadie veía a nadie, los dos contrincantes cayeron a tierra y rodaron uno encima del otro. Jean-Baptiste inmovilizó con relativa facilidad a su adversario pues éste no tenía ni fuerza ni técnica alguna para el combate y se dejó arrastrar hasta la luz con la punta del puñal aún en el cuello.