– ¿Y tu mujer?

– No sé qué ha sido de ella -dijo el protestante con la mirada baja.

– ¿La querías?

– Es mi mujer.

– Sólo fueron nueve días -dijo Poncct.

– Pero un juramento ante Dios es para toda la eternidad…

– ¿Y si está muerta?

– Entonces soy libre.

– Nunca has estado tentado de…

– Por supuesto que he estado tentado -dijo el maestro Juremi sacudiendo la cabeza-. Desde luego que he sucumbido a menudo ante la llamada de la carne. Pero tener una mujer es diferente. Los protestantes no tenemos las ventajas de la confesión católica. Y en este sentido, nunca he claudicado.

– ¿Cómo se llamaba tu pueblo, en el Gard?

– Soubeyran.

No hablaron más. Por la noche, Poncet preparó una nota paraAlix, donde le confiaba que tal vez el maestro Juremi no estuviera libre, aunque si fuera a Francia podría ocuparse de esa cuestión y comprobarlo. También le aconsejaba que no dijera nada a Françoise.

El cuarto día, el padre Plantain se hizo anunciar en la residencia del cónsul tras concluir con su investigación.

– Excelencia -dijo el jesuíta con un tono más militar que nunca-, esta mañana he recibido noticias urgentes de Constantinopla.

El señor De Maillet lo miró con atención.

– Creo que usted conoce al padre Versau -prosiguió el cura.

– Pasó por aquí el año pasado.

– Después de haber sobrevivido a vanas desgracias, un naufragio, etcétera.

– Me acuerdo muy bien.

– Entonces se acordará también de que fue él quien recibió instrucciones para transmitirle la voluntad del Rey con respecto a la misión de Abisinia.

– Ciertamente.

– En fin, le he informado del regreso de tal embajada.

– Hace un momento ha empleado usted la palabra adecuada: más vale hablar de misión.

– Como prefiera, pero eso no cambia nada la situación. Mi carta salió en un correo urgente poco después de que el pachá mandara registrar la residencia del emisario del Negus. Desde luego también le he informado de ese incidente, y también le he contado que ese turco ha prohibido al embajador viajar a Versalles.

– ¿Y bien? -dijo el señor De Maillet, que ya empezaba a palidecer.

– El padre Versau acaba de responderme y está indignado. Aunque de entrada me esforcé por plantearle la cuestión del modo más anodino, está que echa las muelas. Dice que el pachá no tenía ningún derecho a intervenir, y menos aún a oponerse al viaje a Francia de Su Excelencia Murad y del señor Poncet. La voluntad del Rey auspició la misión enviada a Abisinia, y esta misma voluntad obliga a llevar la respuesta del Negus a Luis XIV.

El cónsul trituraba nerviosamente un rizo que le pendía en la nuca.

– Así pues -dijo el jesuíta con un tono sentencioso-, el padre Versau me exige todos los pormenores de este asunto para redactar un informe de protesta dirigido al señor De Fernol, que es, creo…-Sí, sí, el embajador de Francia en la corte del Gran Turco.

El señor De Ferriol era el superior directo del señor De Maillet y tenía autoridad en todos los consulados de las escalas de Levante.

– Pero ¿qué objeto tiene tal informe? -preguntó el cónsul.

– Como usted sabe, el padre Versau tiene una gran influencia sobre el embajador, y no le resultará difícil convencerlo de que aparte al Sultán de este asunto. Cuando uno de esos pachás se toma la autoridad por su mano y se sobrepasa en el ejercicio de sus derechos, el Gran Señor designa a unkiaya, que se persona en el lugar de los hechos, hace una investigación y dictamina las sanciones. Esos gobiernos turcos no tienen por qué comportarse como sátrapas. Si abusan de su poder, reciben su castigo.

El señor De Maillet, que se las veía venir, adivinó enseguida que esas palabras podían causarle muchos problemas en muy poco tiempo.

– No, no -exclamó-, no es necesario que el padre Versau se moleste…

– ¿Cómo? ¡Pretende consentir que esos turcos hagan oídos sordos a los compromisos que los vinculan a nosotros desde hace más de un siglo! De seguir por ese camino, dentro de nada las capitulaciones quedarán invalidadas y los cristianos de ese país serán víctimas de una sangrienta persecución.

– Tiene usted razón, padre, pero se trata de un asunto local y es aquí donde debemos encontrar una solución. No hace falta que Constantinopla se inmiscuya en todo esto.

– Desgraciadamente ya está hecho -dijo el padre Plantain con arrogancia-, y me atrevería a decir que es mejor así porque me parece que ese pachá sólo comprende el idioma de la autoridad.

– Es que usted le conoce poco.

– Afortunadamente para mí…

– Desde luego es un turco, y además un soldado. Sin duda es un poco violento y pierde los estribos. Pero también sabe entrar en razón.

– Tanto mejor, así oirá las razones del Sultán.

– Oiga -dijo el señor De Maillet levantándose-, permítame intentar un arreglo. No le escriba todavía al padre Versau. Yo mismo presentaré una protesta al pachá.

– Entonces iremos juntos.

– ¿Juntos?

– Sí, puesto que yo represento al querellante. Esta misión ha sido confiada a nuestra orden y ese turco nos impide cumplirla.-Pero ya sabe que es muy musulmán. No mostrará la misma benevolencia si voy solo que si voy en su compañía.

– Entonces habrá que tratar con el Sultán, que no está en contra de nosotros. Además, la carta está terminada. Sólo me resta agregar ciertos detalles que usted me proporcionará. Saldrá mañana mismo.

El señor De Maillet sudaba a mares. No veía ninguna salida y, como el hombre que se ve en el trance de escoger entre dos males a cual peor, se decantó por el que le parecía más llevadero.

– Bueno -dijo-, pues vayamos al palacio del pachá.

– En ese caso tenemos que ir inmediatamente porque el correo con destino a Constantinopla no puede esperar.

El cónsul acató esta nueva exigencia y mandó hacerse anunciar en la ciudadela. El guardia volvió al cabo de una media hora diciendo que serían recibidos en audiencia cuando llegaran. El señor De Maillet, el padre Plantain y el señor Macé -a título de intérprete- emprendieron camino en la carroza del cónsul. El jesuíta estaba muy impaciente, aunque procuraba disimular. Por su parte, el cónsul miraba a través de la ventanilla, mordiéndose el puño de encaje.

En cuanto entró la delegación, Mehmed-Bey se percató de que el asunto era serio. No se demoró en demasiadas zalemas y rogó al cónsul que le expusiera los motivos de su visita.

– Pues bien -dijo el señor De Maillet, visiblemente molesto y con una voz que intentaba ser conciliadora y firme a la vez, aunque sonó más bien vacilante y falsa-, he venido para presentar una protesta ante Vuestra Excelencia.

Mehmet-Bey no se inmutó. Miró al jesuita y luego al cónsul, presintiendo algún enojoso revés de una alianza de la que ya se había arrepentido. El señor Macé tradujo y el cónsul continuó:

– Por los tratados que han firmado nuestras potencias, la protección de los cristianos es una cuestión que incumbe al Rey de Francia.

El pachá abría y entornaba los párpados lentamente, como una pantera.

– Por lo tanto, usted no puede violar el domicilio de ninguno de ellos, a menos que haya hablado antes con el cónsul de Francia, y tampoco puede limitar los movimientos de nadie que desee ejercer el derecho a personarse ante su protector el Rey de Francia.

Una vez dicho esto, el señor De Maillet cerró los ojos como si de esa forma pudiera zafarse de la onda expansiva del polvorín que acababa de hacer estallar.-¿De qué me está hablando? -dijo por fin el pachá, malhumorado.

– De ese armenio que llegó de Abisima con un médico franco de la colonia.

– ¿Y qué tienen que ver ésos con este hombre? -preguntó el pachá, señalando al padre Plantain.

Por el rostro del cónsul corrían grandes gotas de sudor y hasta tenía la impresión de que iba a desmayarse. Allí, de pie, en medio de aquella enorme sala, las paredes daban vueltas a su alrededor peligrosamente.

– Nada -dijo-. El padre Plantain partirá en breve hacia Constantinopla e informará de esta audiencia a nuestro embajador, en caso de que no dé los resultados que esperamos.

Mehmet-Bey apoyó las manos en los cojines que le rodeaban, como si quisiera arrellanarse mejor en su asiento.

– No entiendo nada de los asuntos de los francos -dijo-. ¿Qué quiere saber que usted no sepa ya? Sólo me apropié de esas cartas porque usted me lo pidió, para luego entregárselas. En cuanto a ese armenio, es libre. Lléveselo a donde quiera, es un cristiano y no me importa su suerte. Pero por mi parte le hago una advertencia: si usted tiene algo que decir en Constantinopla, es posible que también yo ponga mi granito de arena. Me parece que sus religiosos son muy numerosos y muy activos en una ciudad donde hay que servir a tan pocos católicos. Sabemos que utilizan su tiempo en urdir confabulaciones, y es posible que el Sultán tenga mucho interés en conocer más detalles al respecto. ¿Soy suficientemente explícito?

– Su Excelencia nos ha convencido por completo -dijo el señor De Maillet, que dobló la cabeza con tanta cortesía como pudo, para no tener que inclinarse hacia delante.

Los tres hombres se retiraron.

De regreso, el embarazoso silencio que reinaba en la carroza contrastaba con el bullicio de las calles. El cónsul había hecho aquella diligencia con la peregrina esperanza de que, guiado por su mutua complicidad, el pachá siguiera la comedia hasta el final y dejara el asunto en sus manos. El juego ciertamente era arriesgado y había perdido. El padre Plantain, por su parte, acababa de obtener la prueba que corroboraba las conclusiones de su investigación: el diplomático era el único responsable de aquel tejemaneje. El cura hacía un gran esfuerzo para aparentar que estaba furioso, pero en realidad, no cabía en sí de alegría porque el señor De Maillet ya no podía negarle nada. El cura había pagado su victoria con una reprimenda del pachá, pero eso le importaba poco. Cuando llegaron al consulado, el señor De Maillet cerró las puertas de su despacho detrás de ellos, se sentó, se quitó la peluca sin pedir excusas al cura y dijo:

– Admito que le debo una explicación. En efecto, no es el pachá quien se opone al viaje del señor Murad, sino el propio ministro, el señor De Pontchartrain. Aquí guardo la prueba indiscutible.

Golpeó con un dedo su escritorio.

– ¿Razones políticas, acaso? -preguntó el jesuíta.

– ¡Por supuesto que no! -exclamó el cónsul con el tono de voz propio del preceptor que corrige siempre la misma falta a su alumno-. No se trata de política, sino de sentido común, padre; incluso me atrevería a decir de modales. ¿Se ha detenido usted a observar a ese Murad? Se comporta como el faquín más indeseable, atenta contra el pudor de las damas, se emborracha en la mesa, se limpia las manos con las colgaduras. Sinceramente, padre, ¿se imagina por un momento a alguien así en Versalles? ¿Se lo imagina ante el Rey?