Hubo un instante de silencio en la sala. Jean-Baptiste levantó de nuevo la cabeza y clavó sus ojos en Alix un segundo; todo el fuego de su amor estaba presente en aquella mirada.

– A decir verdad, señora -contestó sin prestar la menor atención a quien le había hecho la pregunta-, realmente emprendí este viaje para ir en busca de una mujer. Y creo que la he encontrado.

Pronunció aquellas palabras con tanta seriedad que los comensales mostraron un cierto malestar unos instantes.

– Está bromeando -se oyó decir a un hombre.Hubo una súbita distensión y algunas risas.

– Está bromeando, ¿no es así? -exclamó la vecina de Jean-Baptiste, inclinándose hacia él.

– Naturalmente.

Hubo un «ah» general, y la conversación prosiguió en el mismo tono animado de antes. Pero el señor Macé, que no podía ver a la señorita De Maillct sin sentirse prendado de su belleza, a pesar de que se lo tenía prohibido, captó la mirada que había cruzado con Jean-Baptiste y estaba seguro de que no se había equivocado. Posteriormente los contempló con más atención, y registró sus observaciones en el lugar apropiado de su mente.

Cuando hubo finalizado la cena, los invitados pasaron a tomar café al salón de recepción, bajo el retrato del Rey. Todos los que habían cenado en la mesa de Poncet estaban alegres y tenían muchas anécdotas divertidas que contar; en cambio los de la primera mesa mostraban el semblante seno y estaban indignados. Parecían escandalizados y se despacharon a gusto con comentarios en voz baja sobre la conducta del plenipotenciario del Emperador de Abisinia. Por si no fuera bastante con comer indecorosamente y con las manos, hizo preguntas rarísimas sobre el precio de las aves, la manera de prepararlas y la cantidad de mantequilla que había que agregar a las salsas, de tal forma que se le habría podido tomar más bien por un cocinero. Animado por el vino y llevado por su atolondramiento, se había limpiado los dedos con el vestido de su vecina. Y por si quedaba alguna duda sobre su conducta, después de engullir un sorbete pretendió estampar un beso helado en el cuello de la esposa del banquero más distinguido de la colonia. El asunto habría acabado mal si el señor De Maillet, en quien todos se miraban como si fuera el espejo del buen gusto -y así era realmente-, no hubiera inducido a todos a dirigir la vista hacia otro lado, fingiendo que se ahogaba.

Mientras se propalaban las anécdotas y los testigos de esas escenas desagradables comentaban el lamentable episodio con los comensales de la otra mesa, que a su vez les referían entretenidas historias, Alix fue a ver a su madre para decirle que tenía una terrible jaqueca. Consciente de los esfuerzos que había hecho su hija para asistir a una cena a la que en un principio se había negado a acudir, la señora De Maillet le dio un beso en la frente y le deseó buenas noches. Jean-Baptiste tuvo más dificultades para escabullirse, pues le seguían veinte damas. Contentó a diecinueve prometiéndoles que iría a cenar a sus residencias, locual las entusiasmó y las calmó un poco. La vigésima consideró más original no pedirle nada, actitud que inmediatamente despertó los celos de todas las demás.

Jean-Baptiste fue a saludar al cónsul y éste le felicitó por su locuacidad, de la que todos los comensales habían sido testigos. Acto seguido, el médico pidió permiso para llevar a casa a Murad, alegando que solía acostarse pronto. El cónsul aceptó de buen grado pues estaba impaciente por desembarazarse de aquel objeto permanente de escándalo. Incluso le propuso utilizar su carroza, aunque sin insistir mucho pues el armenio, hundido en un sillón, con la túnica llena de manchas y las manos grasicntas de todo cuanto habían tocado, era capaz de estropear considerablemente el acolchado de satén azul del carruaje. Poncet le dijo sin embargo que sería más saludable para ambos regresar a pie y se llevó a rastras al embajador, que saludó a todos con gruñidos. Al pie de la escalinata fueron recibidos por los tres abisinios, a quienes habían dado de comer en las cocinas.

– ¡Unos candelabros para acompañar al señor embajador! -exclamó el señor De Maillet.

Pero Jean-Bapriste lo detuvo.

– Es preferible no alumbrar demasiado el escenario -dijo.

El cónsul fue del mismo parecer y los dejó desaparecer en la oscuridad, como una minúscula tribu a la desbandada.

Una vez en la calle caminaron doscientos metros, y luego Poncet confió el brazo de Murad al abisinio más vigoroso que hablaba árabe, diciéndole que lo llevara de regreso a Casa de los Venecianos. Jean-Baptiste, por su parte, se fue por la izquierda, rodeó la amplia manzana del consulado y siguió andando por un callejón flanqueado por dos muros lisos. Uno de ellos acotaba el patio trasero de la legación y disponía de un portón por el que se hacían las entregas a las cocinas. Françoise le esperaba allí.

8

Poncet subió detrás de Francoise por una estrecha escalera de servicio que olía a moho; se internó solo en un guardarropa oscuro, y al final accedió a una habitación con ventanas que se abrían de par en par a una noche cuajada de estrellas. Una ligera brisa del norte desplazaba hacia la ciudad el olor limoso del delta. Desde la planta baja se oía el bullicio de los numerosos invitados que se demoraban y que reían ruidosamente. El quinqué a punto de apagarse, en la mesilla de noche, proyectaba un resplandor dorado sobre Alix, que esperaba de pie. Jean-Baptiste avanzó con suavidad y la tomó en sus brazos. No se había cambiado de vestido y Jean-Baptiste recorrió con los dedos y con los labios las líneas de su peinado, las joyas, las telas y aquel rostro que volvía a ver de nuevo con todo el color, la armonía y el resplandor que tenían bajo las grandes arañas de los salones. En una palabra, los dos amantes estaban allí en persona y por fin podían gozar del inmenso placer de tomar aquello que se desea en el mismo instante en que se desea. Hasta ahora les habían separado demasiados contratiempos para oponer el menor obstáculo a aquella voluptuosidad. Se abismaron en largos besos, mientras que desde abajo, como si de la oscuridad de un teatro se tratara, llegaban aclamaciones parecidas a las del público que ovaciona a una pareja de enamorados en el escenario, al final de una ópera.

Junto a ellos había una cama; la intimidad era completa. Pero se equivocaría quien pensara que en esa etapa de su amor podían ceder a saciar la pasión que sentían el uno por el otro. Alimentaban sabiamente la esperanza, aun cuando sus gestos denotaban plena seguridad, de obtener un día el derecho a amarse, y tenían fe en el momento en que no tuvieran que poner más límites a su arrebato.-Amor mío, amor mío -murmuraba Alix, que seguía cubriendo de besos el rostro de Jean-Baptiste-. Qué feliz soy. Te quiero. Me gustaría estar así toda la eternidad.

La joven se estremeció y se alejó ligeramente de Jean-Baptiste, tal vez por la evocación de un imposible. Clavó sus ojos profundos y empañados de lágrimas en los de su amante y le preguntó con seriedad:

– Dime, ¿cuando te vas a Vcrsalles? Y lo más importante, ¿cuándo volverás para llevarme contigo?

– Desgraciadamente… -dijo Jean-Baptiste, ladeando ligeramente la cabeza.

– ¿Qué ocurre?

– Todo es muy complicado. Tu padre no está de acuerdo con la idea de hacer un viaje a Francia y alega que son los turcos quienes se oponen. Y debo reconocer que tampoco nosotros ponemos mucho de nuestra parte. Ya has visto a Murad…

– ¿Quieres decir… que la cosa se puede ir a pique?

– No -exclamó Jean-Baptiste mientras le apretaba las manos-. Pero el asunto es más difícil y más largo de lo que creía en un principio.

Jean-Baptiste no quería confesar que la causa estaba definitivamente perdida. Tampoco sabía realmente de dónde podría surgir aún una esperanza, y sin embargo en aquel momento, ante Alix, la idea de renunciar le parecía aún más odiosa e improbable que el fracaso.

Desde el rellano de la escalinata llegaban las voces de los comensales que empezaban a abandonar todos juntos el consulado y se despedían con adioses ruidosos c interminables palabras de agradecimiento.

– Escúchame -dijo Alix-. Tenemos poco tiempo. Cuando la última carroza se ponga en marcha para llevarse a los pasa)eros, tendrás que marcharte.

Dicho esto, se fundió de nuevo en sus brazos, antes de proseguir:

– Tienes que saber que todo esto es muy urgente…

– ¿Qué quieres decir?

– Mi padre… Ah, no quería que lo supieras, es inútil complicar aún más todo esto.

– Sigue, te lo ruego.

– Hace tres días que mi padre habla sin cesar de la inminente llegada de un hombre que han enviado de Francia. Se trata de un diplomático que debe asumir un cargo consular en Rosetta o en Damietta, no sé exactamente.

– ¿Y?-Bueno, pues en vanas ocasiones mi padre ha hecho comentarios a propósito de ese hombre, aludiendo a su alto linaje, a su carrera y a su futuro, mirándome con insistencia. Todavía no me ha dicho nada, pero mi madre me ha confirmado que desde hace tiempo contempla la posibilidad de casarme. Así pues, le ha pedido a nuestro pariente, el ministro, que le envíe a alguien que sea un buen partido, un hombre de ascendencia noble… ¿Qué piensas, Poncet?

– Amor mío, yo pienso que sólo te quiero a ti, y que odio a ese desconocido. ¿Cuándo llega?

– Si no he entendido mal, en este momento debe de estar de camino.

Jean-Baptiste mudó de semblante.

– Escucha -dijo recuperándose-, tal vez este asunto se retrase un poco. Y también puede ser que ese hombre llegue antes de que yo haya conseguido el título que me permita pedirle tu mano a tu padre. Hasta entonces no aceptes nada, no te comprometas a nada. Resiste, busca cualquier pretexto, finge que estás enferma. Si es necesario, Françoise te traerá pócimas que te provocarán tos, vómitos, palidez, e incluso te causarán una verdadera enfermedad en caso necesario. Pero sobre todo no te comprometas.

– Lo único que he querido siempre, con toda mi alma, es estar contigo. No temas, conseguiré que pidas mi mano. Además, conozco a mi padre: puede negarme algo que quiera, pero no me forzará a acatar su voluntad. Si nos empeñamos los dos, encontraremos una solución y será duradera.

Abajo se oían menos voces y las últimas carrozas. Se besaron de nuevo. Todo lo que tuvieran que decirse se lo comunicarían a través de Francoise. El único mensaje que no podían encargar era aquel deleite de los sentidos, aquel diálogo de manos y bocas, aquella conversación de los cuerpos que se buscan y se responden en los murmullos del terciopelo y la seda.