Murad bajó cortésmente la cabeza y luego echó un vistazo a su alrededor como si estuviera en estado de alerta y se temiera que la buena noticia se saldara con algún revés inesperado.

– Esta carta credencial -continuó el señor De Maillet-, si bien le confiere a usted una absoluta legitimidad, no menciona sin embargo la intención del Negus de verle en la corte de Versalles. Por lo tanto, si le parece oportuno, usted y yo debemos convenir lo siguiente: durante su estancia en El Cairo, nosotros nos haremos cargo de su alojamiento y el los suyos, que según tengo entendido se compone de tres personas…

Murad asintió con la cabeza.-Pondré a su disposición para sus gastos la suma de cinco cequíes abuquires mensuales, que deduciré de los fondos del consulado. Y cuando considere que su misión ha terminado, haremos los preparativos necesarios para que pueda emprender de nuevo viaje a Abisinia.

– Pero aparte de mi credencial -dijo tímidamente Murad acordándose de los consejos de Poncet-, también llevo conmigo un mensaje personal para su Rey.

– Ya se lo he dicho -dijo el cónsul con dulzura, como cuando uno razona con un enfermo que se niega a tomarse un jarabe-, su carta no especifica que usted esté obligado a llevar el mensaje personalmente.

– No obstante… -dijo débilmente Murad.

– Querido señor -le dijo el cónsul malhumorado-, la cuestión es muy sencilla. No vayamos a complicarla. Si tiene un mensaje para el Rey, démelo. Si está escrito se lo transmitiré, pero el pacha no ha descubierto nada de eso durante el registro, que yo sepa. Si es un mensaje verbal, yo seré su fiel eco en un despacho. Y si va acompañado de presentes, los mandaremos a Francia en navios de nuestra flota para que lleguen seguros.

– Pero el Rey ha insistido en que debía ir yo mismo.

– Escuche -dijo el cónsul-, no me responda enseguida. Reflexione. Comprendo que todavía debe acostumbrarse a esta ciudad y a esta misión.

El señor De Maillet pensaba que un plazo de reflexión permitiría a Murad darse cuenta de su precaria posición y le ayudaría a discernir mejor en beneficio de sus intereses. Para terminar de convencerlo, añadió:

– El Negus no puede enfadarse con usted por no entregar el mensaje en persona, pues a decir verdad el caso es muy sencillo: los turcos se oponen formalmente a que usted abandone este país para ir a Europa. Gracias a las buenas relaciones que tenemos con ellos, aceptan su presencia en esta legación pero nunca lo dejarán embarcar. ¿Hablo con suficiente claridad?

Murad convino en que no se podía ser más claro y acogió la noticia con tanto alivio que él mismo se sorprendió. En el fondo no tenía por qué empeñarse contra viento y marea en ir a visitar al rey Luis XIV, cuyo retrato, justo encima del cónsul, le inducía a pensar que era aún más temible que el pacha. Terminó alegremente la conversación con el señor De Maillet y fue a llevarle estas sorprendentes nuevas a Poncet, sudando bajo el sol de justicia que caía a las tres de la tarde.Debido a una extraña particularidad del clima, las plumas de oca que se crían en Egipto no valen nada. En lugar de ser firmes y acometer el papel como las de Europa, son excesivamente flexibles y se ablandan todavía más cuando se hunden en el tintero. Por esta razón, el señor De Maillet mandaba traer las suyas de Francia. No tenía reparo en que los empleados del consulado bregaran con los suministros locales y se reservaba el uso de las buenas plumas para su correspondencia personal, en los contados casos en que escribía personalmente. Para dirigirse al señor De Ponchartrain, aquella noche decidió plasmar él mismo por escrito las ideas que pensaba comunicar al ministro, a pesar de que le incomodaba, por culpa de un persistente dolor de muñeca. Su larga escritura inclinada brillaba al resplandor del candelabro:

He informado al mensajero del Negus de que los turcos se oponían a su viaje, lo cual no es del todo cierto pues el pacha de El Cairo no tiene autoridad para prohibir una misión así, en el caso de que verdaderamente deseáramos enviarla. Sin embargo, sí es cierto que una embajada de Abisinia en las condiciones actuales disgustaría en grado sumo a la Puerta y podría repercutir negativamente en nuestras relaciones. Así pues, mi proposición se confirma de esta manera indirecta, y los turcos son en efecto quienes hacen imposible este viaje. Por mi parte me mantendré firmemente en esta línea de conducta, y tengo buenas razones para creer que al representante del Rey de Reyes no le pesará.

No obstante, permítame aventurar un poco más allá mi comentario. A mi entender, sería lamentable que esta cuestión de Abisinia, bien encauzada como está, no siga su curso conforme a nuestros intereses. En consecuencia, le propongo que les arrebatemos de las manos el asunto a los jesuítas y que prosigamos con él por nuestros propios medios. El objetivo de los jesuitas era convertir el país y no lo han conseguido, pues el padre De Brévedent no pudo terminar el viaje. Con todo, considerarían esta misión como un éxito si pudieran llevar a Francia a los tres abisinios que han viajado hasta aquí con el señor Murad. Formados convenientemente en las escuelas de los curas en París, los indígenas tendrían a su regreso más posibilidades de convertir su país que unos extranjeros. Con eso cuenta la Compañía de Jesús, y por lo que a mí respecta, opino que sería oportuno complacerla en este punto. El éxito de tal empresa y la preparación de sus protegidos abisinios y futuros emisarios tendrá tan ocupados a esos clérigos que al menos por un tiempo no pensarán en la idea de enviar otra embajada a Etiopía. Les habremos satisfecho y dispondremos nuevamente de un margen de acción ajeno a ellos. Propongo que nos sirvamos de ese margen para enviar lo antes posible al Negus una embajada digna de ese nombre con la protección del señor Murad, de quien al mismo tiempo nos zafaríamos.

El principal mérito de la misión que ha llevado a término el señor Poncet ha sido probar que el viaje a Abisinia era posible y que no resultaba tan peligroso como cabía temer. Si enviáramos una auténtica embajada, ya no tendríamos que fiarnos de las fantasías de un farmacéutico y tampoco nos arriesgaríamos a ver comprometidos nuestros intereses por culpa de que se descubriera a unos curas mejor o peor disfrazados en el seno de nuestra misión. Una embajada así, capitaneada por un auténtico diplomático, podría establecer bases sólidas para un acuerdo político con el Rey de Etiopía. Por otra parte, contribuiría a entablar lazos comerciales muy prometedores, en nombre de la Compañía de las Indias, con ese país donde abunda el oro, donde pueden explotarse muchas riquezas naturales, y que es una escala sin competencia hacia los confines de Oriente.

¿A quién me consejaría para atribuir la dirección de una empresa tan ambiciosa? A mi entender, aunque aún no lo conozco bien, el señor Le Noir du Roule, cuya llegada me anunciaba usted en su último despacho y que desempeñará bajo mis órdenes las funciones de vicecónsul en Damietta, posee todas las cualidades que requiere tal empresa.

Sé que si ha tenido el honor de elegirlo es porque conoce mis obligaciones familiares. Con esta sugerencia espero mostrar que no antepongo mis intereses de padre a los del Rey. Por lo demás, me atrevería a esperar que ambos sigan el mismo cauce y que el señor Le Noir du Roule, laureado con la gloria y la fortuna que le ayudaré a adquirir, será el mejor para honrar a mi familia, uniéndose después con mi hija.

7

Al recibir las noticias de Murad, Jean-Baptiste comprendió que había perdido la partida. La alianza del cónsul y del pacha -tanto si se trataba de una mera confluencia de intereses como si era un acuerdo en toda regla- anulaba cualquier posibilidad de ir a Vcrsalles con una embajada. Si Murad aceptaba transmitir su mensaje al cónsul, éste haría llegar al Rey una misiva amañada a su antojo y evidentemente no se podía contar con el diplomático para que favoreciera ni un ápice los intereses de ese Poncet a quien tanto despreciaba.

Así que tantos esfuerzos, tantas jornadas de viaje y tantas vicisitudes no habían servido para nada. Jean-Baptiste iba a sucumbir de desesperación cuando recibió dos buenas noticias, una después de otra, que si bien no introducían ningún cambio en las perspectivas futuras encauzaron su pensamiento hacia una felicidad inmediata.

Mientras tomaba un refresco en la-terraza con el maestro Juremi y consideraba definitivamente perdido el viaje a Versalles, llegó un guardia del consulado con una nota del señor De Maillct. Éste invitaba al «señor Poncet» a cenar al día siguiente para honrar la llegada de «Su Excelencia el Representante de Su Majestad el Rey de Abisinia». Jean-Baptiste repasó la lista de invitados que se adjuntaba para leer lo único que le interesaba saber: «El señor cónsul de Francia, la señora De Maillet y su hija.»

Un poco más tarde, Françoise apareció en la ventana de su casa, saltó a la terraza y reveló a Jean-Baptiste un plan que debía seguir escrupulosamente para poder hablar con Alix a solas, después de la cena de gala. Una vez cumplido el mandato, Françoise empezó a dar vueltas y más vueltas por la casa de los dos hombres para, según dijo, com-probar que no les faltaba nada. Incluso tuvo la osadía de aventurarse a la planta baja, donde el maestro Juremi ya estaba otra vez elaborando sus potingues. El hombre la saludó con un gruñido y la pobre mujer volvió a subir a toda prisa, pasó por delante de Poncet completamente emocionada y luego desapareció por donde había venido.

Al día siguiente, Poncet, que miraba dolorosamente el paso de las horas a la espera de la cena, se ocultó en su casa. Hacia el mediodía, le hizo una visita a Murad para abordar con el algunas particularidades del protocolo que habría de respetar por la noche, en el consulado. Jcan-Baptiste se temía que esta prueba mundana aportara nuevos argumentos al cónsul para negarse en redondo a que el armenio volviera a aparecer por la corte. Luego regresó y mandó al maestro Juremi que le pasara las visitas con una actitud más arrogante que nunca, quizá porque los mercaderes estaban ávidos de curiosidad y ahora todos querían escuchar el relato del viaje del farmacéutico. Además, como aún no se lo había contado a nadie, el silencio incrementaba su valor a medida que pasaban los días. El padre Plantain también había acudido tres veces. Pero el maestro Juremi no le dejó franquear la puerta, así que el jesuita se limitó a balancearse de un lado a otro para echar un vistazo por encima del hombro del protestante, con el ánimo de descubrir algún indicio del misterio que escondía aquella casa. El padre Plantain se lamentó amargamente de que Murad no quisiera recibir a nadie y dijo que a pesar de todo le habría gustado oír el relato de la muerte del padre De Brévedcnt. El maestro Juremi guardó las formas para no echar con cajas destempladas al jesuíta y escuchó sus lamentaciones con bastante educación, aunque no movió ni un dedo.