Macé fue a hacer su encargo y regresó después de ser despedido con cajas destempladas. Murad llegó incluso a lanzarle a la cabeza un trozo de baklava muy grasa que se estaba comiendo.

– Esta comedia ya ha durado demasiado -dijo el señdr De Maillet con mucha sangre fría y en tono resuelto-. Sé muy bien cómo poner en claro este asunto de la carta. Y créame, si confiesa que no tiene ninguna, no tendré ningún escrúpulo en ponerlo de patitas en la calle, con sus animales, sus esclavos y sus guiñapos.

Y diciendo esto, el cónsul pidió que prepararan la carroza y ordenó que se hiciera anunciar en la residencia del pacha.

A su regreso de la audiencia estaba visiblemente satisfecho y pasó una noche excelente. Pero por desgracia, cuando al día siguiente entró en su gabinete de trabajo, anunciaron la visita del padre Plantain.

El jesuíta había llegado a El Cairo poco tiempo después de la partida del padre De Brévedent. El ataque que había abatido al padre Gabonau había propiciado que el recién llegado se presentara oficialmente, de tal forma que el padre Plantain se había convertido en pocas semanas en el representante oficial de la Compañía de Jesús en esta escala de Levante.

Era un hombre de unos cuarenta años que había heredado sus anchos hombros de una familia dedicada desde siglos al comercio de ganado vacuno en la región de Charolles. Tenía unas manos largas y finas que cruzaba y descruzaba lentamente, mirándolas con ternura, tal vez porque eran la única parte de su cuerpo que desmentía sus orígenes de ganadero. Su rostro parecía aplastado bajo el enorme disco de un cráneo redondeado y canoso, que sobresalía por encima de los ojos. Esta frente alta, considerada muchas veces como un signo de inteligencia, le daba en cambio, un aire ligeramente apocado, como si fuera a desplomarse sobre la cara. Con semejante físico sólo podía haber sido descuartizador o músico. Afortunadamente se decantó por los estudios y entró en el noviciado. Durante su estancia en El Cairo había dado al cónsul sobradas pruebas de su malicia y de su habilidad para urdir intrigas. Al principio, el señor De Maillct creyó erróneamente que el cura era directo e inofensivo, pero al descubrir su verdadero carácter se sintió engañado, y a partir de ese momento no tuvo reparos en estimar que el cura era capaz de los fariseísmos más impensables.

– ¡Cuánto me alegro de verle, padre! -dijo el cónsul al contemplar al hombre de negro en el vano de su despacho.

Desde el primer momento, el diplomático se armó de la prudencia con que se actúa para atrapar a un animal venenoso con la punta de un bastón.

El padre Plantain no se anduvo con tantos remilgos y disimuló su hipocresía con una rudeza casi militar, soltando un «Excelencia» como si se tratara de un ladrido, y poniéndose en posición de firmes. Por su parte, el señor De Maillet tomó del brazo al hombre y lo acomodó en un sillón.

– He recibido su nota, Excelencia -dijo el jesuíta-. Se lo agradezco mucho. ¡Ésta sí que es una magnífica noticia! Hace una semana supimos gracias a usted que lamentablemente el padre De Brévedent no había podido terminar el viaje. ¡Pero aparte de esa desgracia, por fortuna ha llegado el embajador que esperábamos!

El cónsul había alertado al representante de la Compañía de Jesús del regreso de la misión, pero no le había invitado a unirse a la delegación que debía esperar al plenipotenciario. Considerando la situación reprospectivamcnte, se podía pensar que le había negado ese honor a propósito.

– Aunque espero su confirmación -continuó el cura-, parece que han regresado con tres indígenas de Abisima.

– Eso me han dicho a mí también -dijo el cónsul.

– ¿Cómo, acaso no los ha visto?

– Sólo de lejos.

El señor De Maillet no tenía intención de comentar el asunto de las cartas credenciales con aquel intrigante.

– Acaban de llegar, no lo olvide -añadió por si acaso.

El hombre de negro sacudió varias veces la cabeza y, habida cuenta del peso que eso podía suponer, su interlocutor padeció un poco por él.

– Tres abisinios en los asientos reservados a los alumnos de Oriente en el colegio Luis el Grande causarán verdadera sensación -dijo el jesuita, con los ojos brillantes.

El cónsul forzó una sonrisa.

– Está usted informado, Excelencia -continuó el jesuita, inclinándose hacia delante-, de que al parecer los capuchinos capturaron a siete cuando Etiopía estaba en guerra con el Rey de Senaar. ¡A siete! ¿Se da usted cuenta? Y que van a ir derechos a Roma… -Se inclinó y prosiguió en un tono más bajo aún-: Si los turcos los dejan embarcar.

Acompañó esta conclusión con una sonrisa que revelaba su intención de no dejar que las cosas siguieran su curso sin intervenir.

– Nosotros tendríamos las mismas dificultades -aventuró el cónsul, arrepintiéndose de sus palabras inmediatamente- para hacer salir del país a los tres abisinios que han llegado ahora…

– Excelencia -dijo el jesuita, incorporándose majestuosamente-, los deseos del Rey de Francia tienen mucho peso, en cualquier caso. El sultán turco nos escucha, creo yo. Observe que me estoy anticipando. Aunque, el diplomático es usted, y sin duda debe saber más que yo de estos asuntos.

El señor De Maillet admiraba la perfidia de esa supuesta roca que susurraba sus insinuaciones como una vieja comadre. Así que pensó en sacarle un poco de ventaja.-Efectivamente, los asuntos diplomáticos son muy complejos, padre, y me atrevería a decirle que tal vez más de lo que supone. Mire usted, lo más importante es que todo se haga convenientemente y en armonía. Usted, que está al servicio de la fe, está acostumbrado a los movimientos en el éter que pueden tener el fulgor del Espíritu Santo cuando desciende a visitar un alma. En cambio nosotros estamos a ras del suelo. Sepa que la política es el movimiento de los hombres, y no debe precipitarse en modo alguno.

El jesuíta no comprendió nada del discurso pero miró al fondo de las pupilas del cónsul y, al igual que antaño su padre desenmascaraba a una bestia que disimulaba su mal talante bajo una apariencia dócil y adiposa, se dio cuenta de que el diplomático le ocultaba alguna información importantísima.

La conversación aún se prolongó diez minutos más, pero no se enteró de ninguna otra cosa.

Al salir el jesuíta dudó un instante y optó por dirigirse hacia la casa de Poncet. Llamó a la puerta, pero Jean-Baptiste no estaba, de manera que decidió ir a la Casa de los Venecianos. Un viejo turco, tendido tras la puerta del jardín, respondió al padre Plantain que su Excelencia el embajador de Etiopía no recibía a nadie.

El jesuíta se dio la vuelta, totalmente perplejo.

Al caer la noche, el maestro Juremi hizo un discreto rodeo sin abandonar la sombra oscura de los árboles para pasar ante el consulado. En la casa se encontró con Poncet, que le hizo tantas fiestas como si no se hubieran visto en dos meses.

– ¡Y yo que imaginaba que iban a tratarte como un héroe contando sus proezas en medio de una corte de admiradoras! -dijo el protestante cuando Jean-Baptiste le hubo puesto al comente de los sucesos de los días anteriores.

– Eso es porque todavía no conoces la colonia. Tienen miedo, están alerta. En ninguna parte soy bienvenido. Y evito a los pocos que desean verme, como a ese jesuíta que ha pasado por aquí esta tarde y que ha avisado a los vecinos de que quería hablar conmigo. No, créeme, el viaje continúa y me siento más solo aquí, después de dos días, que cuando atravesábamos el desierto.

– ¿Y Murad?

– A eso voy. Está alojado como un príncipe. Pero el cónsul todavía no se ha dignado recibirle. Quiere ver sus cartas credenciales. Le he hecho prometer a Murad que no ceda y que repita hasta la saciedad que tiene la misión de ir a Versalles.

– ¿Y… tu amada?

– No sé cuándo podré verla otra vez. Pero ayer por la noche… ¿Has cenado?

– Todavía no.

– Entonces ven conmigo, vamos a la fonda de Yussuf, frente a la mezquita de Hassan. Allí podremos hablar tranquilos.

Y ambos se dirigieron alegremente a pie hacia la ciudad vieja de El Cairo.

Poncet y su socio volvieron hacia medianoche. No obstante, en el momento en que llegaban a casa, una sombra surgió de la oscuridad de los soportales. El maestro Jurcmi blandió su espada.

– Piedad -dijo la sombra-, soy yo.

– ¡Murad! ¿Qué haces tú aquí a estas horas?

Le hicieron entrar en la casa. Poncet encendió una vela. El armenio sudaba y respiraba muy fuerte.

– Acababa de acostarme hace un rato -dijo jadeante-, cuando de pronto entraron veinte hombres en mi casa.

– ¿Veinte hombres? ¿Soldados o mercaderes?

– Soldados. Unos turcos completamente locos. Se abalanzaron sobre mí, me amenazaron y me pusieron un gran sable en el cuello, aquí.

Les mostró las carnes que pendían bajo su mentón.

– ¿Y luego?

– Luego lo registraron todo, lo removieron todo. Y cuando la casa ya estaba patas arriba me dijeron que me presentara mañana temprano ante el pacha.

– ¿Pero qué querían? -preguntó Poncet.

– ¿Qué se han llevado? -agregó el maestro Juremi.

– Nada.

– ¿Cómo que nada?

– Nada, ni oro, ni presentes, ni ropas.

– Así que no se han llevado nada…

– Sólo la carta del Negus -dijo Murad, bajando la mirada.

6

Durante la larga ausencia de Poncet, Hussein, el pacha de El Cairo y su paciente fiel, se cayó del caballo con tan mala fortuna que se rompió la pierna. Los charlatanes con quienes consultó tenían unos conocimientos tan precarios que le desollaron la piel y le dejaron la herida en carne viva. Todo lo que no habían logrado las revueltas, ni los venenos, ni los excesos, sucedió de pronto, como si hubiera dado un paso en falso en un precipicio, y Hussein murió con horribles sufrimientos.

Para sustituirlo, la Puerta envió a un hombre muy diferente. Se llamaba Mehmet-Bey y era un auténtico guerrero. En Hungría había estado al frente de los ejércitos turcos y se había granjeado un odio tremendo entre los cristianos. No obstante conocía a los francos suficientemente para distinguir cada una de sus naciones, una molestia que pocos turcos se tomaban en aquella época. Sentía predilección -si así se puede llamar pues en realidad se trataba sólo de un grado menos de odio- por los franceses, contra quienes no se había batido nunca directamente pues habían firmado con la Sublime Puerta algunas alianzas secretas contra los Habsburgo. Con la edad, Mehmet-Bey se había convertido en víctima de los imanes y los muftís. Esos hombres venerables tenían la habilidad de ejercer su influencia sobre este musulmán escrupuloso pero ignorante, de quien esperaban que fuera menos conciliador que su antecesor con los enemigos del islam.