Así pues, como era de esperar, el señor De Maillet concedió a ese Brelot el honor de elegir el destacamento que recibiría al embajador de Etiopía a] día siguiente. Entre las herramientas del prestigio que se estaba forjando, Brelot contaba con una señorial carroza inglesa que había comprado a un banquero de Damietta, un pobre británico que al verse arruinado la malvendió con lágrimas en los ojos por el precio de un pasaje a Marsella en una galera.

Aquella tarde, Brelot fue requerido varias veces en el consulado para hacerle unas consultas, y por la noche se terminó la lista del destacamento. Rápidamente se extendió por la colonia el rumor de la llegada de un personaje importante. Se decía que Poncet había vuelto, y algunos mercaderes se acercaron al consulado con pretextos pueriles. El señor Macé recibió órdenes de responder que el día siguiente esperaban la llegada de una eminente personalidad, por lo que se les rogaba que permanecieran en sus casas y que no hicieran alboroto en las calles. Informó también de que un destacamento esperaría al plenipotenciario, y que sólo aquellos cuyos nombres se habían incluido en la lista remitida al diputado podrían estar presentes en el acto.

Al día siguiente por la mañana, Jean-Baptiste, vivificado por una noche de sueño profundo, se levantó de un humor excelente. Analizó los acontecimientos del día anterior, estimó que probablemente había sido más conveniente no ver a Alix con demasiada premura, y que no obstante las nuevas de Françoise eran alentadoras. En cuanto a la bienvenida del cónsul, esperaría, y el plan que había ideado ya daría fe de los resultados. Por el momento sólo podía ir a recibir al embajador Murad con toda humildad, y luego orientar a éste por la vía que se había trazado. Se puso la hermosa casaca roja por encima de una camisa de encaje fino, limpió de polvo un sombrero que había dejado en un armario, se aseguró la espada al costado y fue a ensillar el caballo.

Cuando llegó al consulado, el destacamento estaba dispuesto. A la cabeza estaba el señor Fléhaut, el canciller del consulado. Jean-Baptiste siempre había visto al hombre enfrascado en la tarea de hacer humildemente las cuentas y enviar el correo, pero era igualmente miembro de la casta diplomática, aunque estaba muy por debajo del señor De Maillet. Iba ataviado con una casaca bordada y llevaba un gran sombrero de plumas. Nunca había tenido un aire tan distinguido. A su derecha se encontraba el señor Frisetti, el primer dragomán del consulado. Este cultivaba sus dotes en la ciudad y vivía de las traducciones comerciales. El cónsul requería sus servicios ocasionalmente para algunas interpretaciones delicadas y le había proporcionado una acreditación para traducir todos los documentos oficiales que se intercambiaban con los turcos. A la izquierda del señor Fléhaut, en un caballo enjaezado como el de un príncipe, Brelot se daba postín. Habían tenido muchas dificultades para alzarlo hasta la silla pues no se podía doblar debido a la gota, pero aun así tenía buena planta bajo aquella gran peluca de color castaño y con aquella casaca de seda tan exquisita. Detrás marchaba la carroza, con un cochero. Brelot había tenido el honor de obtener un asiento en la carroza en la que regresarían con el embajador. Por último, detrás, en dos hileras, montados en caballos de condición inferior, iban cuatro mercaderes, elegidos al término de largas negociaciones. Dos de ellos eran Venecianos y se habían comprometido a prestar su hotel como alojamiento al ministro abisinio con tal de tener el privilegio de figurar en el convoy. En todas estas discusiones protocolarias, el único punto que se zanjó rápidamente fue que Poncet habría de contentarse con cabalgar en último lugar, de modo que se colocó en su sitio con mucho gusto. El destacamento se puso en movimiento a las diez de la mañana, tras convenir que, en cuanto se reunieran con la caravana del emisario, el cortejo acompañaría a los extranjeros a la colonia y pasaría ante el balcón del consulado, donde recibirían la salutación del cónsul. Eso era todo cuanto se podía hacer hasta que el diplomático se hubiera acomodado y se hubieran intercambiado oficialmente las acreditaciones pertinentes. Por último conducirían al embajador hacia la Comarca de Venecia, como se llamaba a la zona del barrio franco donde residían los italianos.

El cortejo atravesó la ciudad vieja de El Cairo siguiendo la ruta de las murallas para no llamar excesivamente la atención de los turcos,que siempre desconfiaban de este tipo de actos si no sabían a qué obedecían. Luego salieron a los arrabales por la puerta del Gato, y poco después se adentraron lentamente en el desierto. Se detuvieron a un cuarto de legua de la fortificación de la ciudad, en el lugar donde se hallaba el templo por el que Poncet había cabalgado la noche anterior al claro de luna. La jornada era cálida y el viento del desierto levantaba remolinos de arena que irritaban los ojos. Los hombres que componían el destacamento se separaron unos de otros sin llegar a dispersarse, de manera que todos pudieron disfrutar de un poco de sombra. Era un espectáculo bastante peculiar. Unas inmensas columnas griegas erosionadas por los vientos emergían del desierto gris; y detrás, diseminados y tiesos sobre sus caballos, unos caballeros inmóviles con traza de hidalgos sudaban debajo de sus casacas de gala y sus pelucas. Unos escrutaban el horizonte y otros, para mitigar el aburrimiento, se entretenían en contar las cagarrutas negras y brillantes que dejaban en el suelo unas ovejas al cuidado de un viejo pastor con turbante.

Conforme se prolongaba la espera, Poncet, que se temía una avalancha de preguntas embarazosas, decidió adelantarse. Espoleó su caballo, galopó durante una hora, y volvió al trote sin haber visto nada.

La tarde había empezado bien… Los dignatarios se habían bajado de sus caballos, estaban en camisa, abatidos por la sed y dispuestos a descargar su ira contra él.

– No comprendo -les dijo-. Ha debido ocurrirles un percance grave.

Se daba perfecta cuenta de que aquellos hombres incluso dudaban ya de que pudiera existir un embajador. Ahora bien, si estaban intranquilos porque no lo conocían, Poncet, que lo conocía demasiado bien, tenía otros motivos para preocuparse por la suerte de Murad.

– Van a dar las cuatro -dijo Jean-Baptiste-. Les propongo regresar. Mandaremos a dos jenízaros para que monten la guardia y den la alerta por si llegara de noche.

Sin esperar unas respuestas que no podían ser amables, espoleó su caballo y cabalgó hacia El Cairo.

4

Los centinelas árabes que custodiaban aquel día la puerta del Gato eran dos afortunados ancianos con gloriosas cicatrices por todo el cuerpo. El agá de los jenízaros había reconocido sus méritos de guerra, nombrándolos para ese apacible puesto en el que acabarían sus vidas. En aquellos días, El Cairo estaba más amenazado por las revueltas que por las invasiones, así que los guardias apostados en las puertas se contentaban con cerrarlas por la noche para impedir que entraran las hienas y otras fieras del desierto. Los dos ancianos se pasaban el día a la sombra de la gran bóveda de la puerta, sentados sobre una alfombra, con las piernas cruzadas, jugando a las damas o bebiendo el té que una niña descalza les traía del bazar vecino. Hacia las nueve de la mañana, en medio de la multitud que entraba a la ciudad, repararon en un hombre vestido con unos bombachos de franela altos de cintura, como los que llevan los kurdos. Como estaba metido en carnes y todo su peso recaía en el lomo de una pobre mula, el animal se había plantado en medio de la rampa que conducía a la puerta y se negaba a avanzar. El hombre estaba agotado de tanto azuzarla con una rama, pero seguramente ésta debía impresionar poco al animal, puesto que estaba reblandecida y rota por algunos sitios. Tres esclavos negros que parecían nubios, aunque no tenían propiamente sus facciones, empujaban la grupa de la mula; pero ésta se obstinaba en afianzarse sobre las patas traseras, y sólo conseguían impedir que se sentara completamente. Un poco más lejos, tres burros, muy tranquilos y atados entre sí, con bultos, y otra mula comían las briznas diminutas de hierba que crecían entre los sillares de la muralla.

El hombre descendió finalmente de aquella terca montura, se acercó a los centinelas y se detuvo exhausto ante ellos después de recorrer una docena de pasos.

– ¡ Ah! ¡Queridos amigos, hermanos míos! -dijo jadeante-. ¿Pueden ayudarme a traer la mula hasta aquí? Este maldito animal no ha franqueado nunca en su vida la puerta de una ciudad. Se ha asustado y no quiere saber nada del asunto.

El hombre hablaba árabe con acento sirio.

– ¿De dónde eres tú? -preguntó uno de los centinelas-. ¿Acaso en tu ciudad no hay puertas?

– Vengo de Van, en Anatolia, y a fe mía que allí las puertas no nos faltan. Pero mi mula es harina de otro costal. Se la compré a unos campesinos en Arabia la Afortunada.

– ¡Entonces, es una mula que no sabe leer! -replicó el anciano, echándose a reír.

El otro anciano, aunque no sabía dónde estaba la gracia, se dejó contagiar por la hilaridad de su compañero. Al verles reír, el viajero creyó oportuno echarse a reír también y lo hizo de tan buena gana que por poco se le cae el turbante de seda.

– ¿Y se puede saber adonde vas con esa bestia que no sabe leer? -le preguntó uno de los ancianos, alzando el tono para que el corrillo que se había formado en torno suyo pudiera disfrutar de aquella chanza.

– Voy a la residencia del cónsul de los francos -contestó el viajero.

– Así que quieres saber si tu mula lee el latín… -dijo el otro viejo, desatando una nueva oleada de risas a las que también se sumó de buena gana el hombre de la mula.

Hubo aún dos o tres variantes más sobre el tema y luego volvió la calma. Los centinelas tenían los ojos entornados y se enjugaban las lágrimas. Aquel extranjero bonachón les había caído simpático, porque se habían divertido a costa suya y ni siquiera parecía enfadado.

– ¿Cómo te llamas, hermano? -le preguntó uno de los guardias.

– Murad, amigo mío.

– En buena hora. En fin, Murad, nosotros no vamos a tirar de tu mula. Conozco bien estos animales. No serviría de nada. Pero vamos a hacer algo mucho mejor. Vamos a darte un consejo, un buen consejo, ¿me entiendes?

– Te escucho -dijo Murad, un poco decepcionado.

– Si continuaras por aquí, tendrías que cruzar toda la ciudad. Hay muchas arcadas en los callejones y tu mula, como no sabe leer, creería que son puertas… Así pues, lo mejor es que des media vuelta. ¿Ves una chumbera muy grande que hay allí, al pie de la rampa?