Cuando Murad compareció ante el pacha, después de que éste le hubiera convocado, Mehmet-Bey lo recibió enfurecido. El armenio, que sentía terror a la entrevista, había hecho el trayecto hasta palacio montado en una mula para tranquilizarse. Ahora bien, en virtud de las capitulaciones que vinculaban las naciones creyentes con la Puerta, nadie tenía el privilegio de entrar en la ciudadela en una montura, salvo los embajadores cristianos. Así que los guardias le hicieron bajarse de la mula con malos modos y lo condujeron a presencia del pacha.

– ¿Quién te has creído que eres? -dijo Mehmet-Bey, de pie, ataviado con el uniforme rojo de los turcos y un turbante con franjas doradas en la cabeza-. Y para empezar, prostérnate. ¿Es que no vas a honrar al Sultán como es debido?

– Yo… Yo le honro y le brindo mi más respetuoso saludo -dijo Murad temblando, de rodillas, con la nariz contra las losas.

– Por otra parte -continuó Mehmet-Bey, dando una vuelta alrededor del hombre prosternado ante él-, tal vez seas turco… Hablas nuestra lengua y se diría que conoces bien nuestras costumbres, todas menos el respeto, que no tienes en modo alguno. ¿No serás por casualidad un renegado…?

– No, no -protestó Murad, que, como seguía con la nariz pegada al suelo ejecutó con el trasero el movimiento de negación que habría hecho con la cabeza si hubiera estado de pie-. Soy armenio. Mi padre me dio su religión y el Gran Señor, en su benevolencia, me ha autorizado a conservarla.

Mehmet-Bey no despreciaba a nadie con tanta virulencia como a los cristianos de Oriente.

– El Sultán se muestra bondadoso con todos vosotros, que nos apuñaláis por la espalda cuando luchamos contra esos perros de francos, pero así son las cosas…

Se volvió con semblante pensativo hasta el estrado cubierto de alfombras y cojines donde recibía audiencia y se sentó.

– Levántate y muestra tu cara de traidor.

Murad se incorporó, pero continuó de rodillas. Había estado tanto tiempo con la cabeza hacia abajo que tenía la cara roja y congestionada. El pacha hizo una señal a uno de sus guardias, que avanzó hacia él con una bandeja de plata y tomó la carta del Negus.

– No sólo vives en la tierra del Profeta y no respetas su palabra -dijo el turco- sino que además, por lo que entiendo aquí, estás confabulado con los abisinios, un pueblo empecinado en resistirse al islam y atacarlo.

Una vez que se le despejó la cabeza, Murad trató de poner en orden las ideas y acordarse de las instrucciones que Poncet le había dado.-Yo soy mercader, Excelencia -gimió-. Me gano la vida donde puedo y el azar me ha traído hasta el mar Rojo. Durante algún tiempo estuve al servicio del Nayb de Massaua. Es un buen musulmán. Nunca le di motivo de queja, puede preguntárselo. Y un día me confió un mensaje para el Rey de Etiopía…

– ¿Qué diantres indujo a ese chacal a enviar mensajes?

– Es que en el pasado, Excelencia, los abisinios le cortaron el paso del agua e impidieron la llegada de víveres en dos ocasiones. Por eso el Nayb está obligado a tomar en consideración a los poderosos vecinos de las montañas.

Mehmet-Bey entornó los ojos. Con esa señal daba a entender que una palabra había atravesado una capa profunda de su mente, situada un poco por debajo del compacto zócalo de certezas, una capa en la que se estremecía a veces, lo menos posible para su gusto, esa cosa irritante que se denomina una idea.

– Entonces, según tú -dijo-, ¿es verdad que ese Negus puede retener las aguas de nuestros países? ¿Y por qué no lo ha hecho nunca si nos desprecia tanto como parece?

– Lo ha hecho con Massaua, que es una península. En cierta ocasión la privó de todo.

– Pero no con nosotros, que vivimos del Nilo…

– Excelencia, por lo que sé, al Negus no le faltan medios ni intenciones para privar a los musulmanes de las aguas que les da la vida. Pero piense que si desviara el primer curso del Nilo, si desplazara las aguas no desde oriente a poniente sino en el sentido opuesto, causaría la ruina de Egipto y…

– ¿Y…? -dijo el pacha.

– … y de paso contribuiría a la prosperidad de los somalíes,, que son musulmanes como ustedes.

Al pacha se le quedaron grabadas aquellas palabras, que recorrieron los resquicios tenebrosos de su entendimiento, y al final estalló en una gran carcajada que secundó el coro servil de la guardia diseminada por la amplia sala.

– El agua que Dios envía sobre la tierra -dijo el pacha- está destinada a alimentar a aquellos que creen en Él y que siguen las enseñanzas de su Profeta. Si tu señor se imagina que tiene algún poder para que la lluvia caiga primero sobre sus miserables montañas, se equivoca. ¿Y para decirme esto te ha convertido en emisario?

– No, Excelencia.

– Eso pensaba, porque al menos habrías venido a verme. Desde que has llegado, tú, subdito del Sultán, no te has dignado a presentarte ante él, que soy yo.

– Tenía la intención, Excelencia, pero el tiempo…

– No mientas. Sé la verdad. El Negus te envía en busca de una alianza con los francos, y esa alianza sólo puede ser contra nosotros. Imagino que eso también es obra de todos los curas católicos que violan nuestra hospitalidad.

El corrillo de muftís, con sus ropajes negros y sus turbantes blancos, que se hallaban sentados en un rincón de la sala de audiencias, murmuró unas tenues exclamaciones de satisfacción. Les gustaba la firmeza del pacha.

– Excelencia, el Negus me envía para hacer algunas compras…

– ¿Qué? -exclamó Mehmet-Bcy con voz atronadora-. ¡Más mentiras aún! Ándate con cuidado no vaya a darte unos latigazos para que se te quiten las ganas de seguir haciendo bribonadas, como deberíamos haber hecho ya, tanto contigo como con todos los de tu ralea.

Murad volvió a prosternarse como al principio.

– ¡Piedad, Excelencia!

– Debes saber de una vez por todas que a mí no se me escapa nada. Has dicho en todas partes que eras el emisario del Negus en la corte del rey Luis XIV. Además, esta carta que mis soldados encontraron en tu residencia prueba oficialmente que el abisinio te ha otorgado una misión. ¿Qué misión?

– Su Majestad el Rey de Abisinia desea que vaya a Francia.

– Probablemente para concertar algún pérfido acuerdo y atacarnos por la espalda mientras nos batimos en Europa.

– ¡No, Excelencia! -exclamó Murad, incorporándose al notar que se asfixiaba.

– ¿Por qué entonces?

– Sencillamente para agradecer a Su Majestad el Rey de Francia el haberle salvado la vida.

– ¿Salvarle la vida…?

– Sí, Excelencia, la cosa es muy sencilla. El Negus estuvo muy enfermo, y al sentirse desamparado en aquel momento pidió ayuda a Francia. Tras informar al consejo de su Rey, el cónsul de esa nación envió al Negus un médico franco que lo ha curado. Y en prueba de agradecimiento, el Emperador de Abisinia me ha enviado pa-ra que le entregue al Rey Luis varios presentes y le manifieste su gratitud.

– ¿Dónde está ese medico franco? ¿Se quedó allí?

– No, Excelencia, ha regresado conmigo. Ahora vive en El Cairo.

Mehmet-Bey no sabía nada del asunto, pero había oído hablar de aquel médico en el entorno de su antecesor. Ahora bien, la obediencia del pacha a los doctores del islam sólo tenía un límite: el crédito que otorgaba a la religión en materia terapéutica. En el campo de batalla, Mehmet-Bey había tenido muchas veces la oportunidad de reconocer la superioridad de los cristianos sobre los moros en el ámbito médico. Además, la mayoría de esos médicos eran completamente impíos y aún así practicaban su oficio con éxito. De todo esto concluyó que se imponía valorar con cierta cautela los principios religiosos en esa materia, y dado que en los últimos dos años se le habían agudizado los dolores que sentía en el pie a consecuencia de la gota, se mostró muy interesado respecto al médico franco. Le hizo a Murad algunas preguntas sobre la enfermedad del Negus, que éste evitó responder directamente, y luego sobre Poncet y los métodos que empleaba. Aunque seguía tratando a Murad con severidad, el pacha pareció suavizarse un poco al oír las razones de su viaje y finalmente le dijo a modo de despedida:

– No olvides, señor emisario, que estás aquí bajo mi autoridad. En cualquier momento puedo llamarte y darte órdenes. El mensaje que llevas no te confiere ningún derecho y menos aún el de la insolencia. Ahora vuelve a la residencia de los francos. Pero que no me entere yo de que estás confabulado con los curas. ¿Entendido?

– Excelencia -dijo Murad después de una última genuflexión-, lo he entendido todo. No tendrá servidor más sacrificado que yo.

– Eso espero -dijo el pacha.

El armenio hizo un saludo y empezó a retirarse de la sala, con el cuerpo arqueado y andando hacia atrás. Apenas había dado tres pasos, cuando se detuvo y exclamó:

– ¡Excelencia! Mi carta.

– Como tienes la pretensión de ser un diplomático y tu Negus te ha encargado una misión relacionada con la nación franca, la recuperarás en la residencia del cónsul de Francia.

Al oír la respuesta, Murad vio surgir una nueva complicación, pero estaba tan contento de salir con la cabeza sobre los hombros que se fue casi corriendo y hasta se olvidó de la mula.Aquella misma tarde, el enviado del Rey de Reyes entraba en el consulado de Francia, después de que el señor De Maillet le hubiera hecho saber que ahora sí estaba dispuesto a recibirle.

La audiencia en el palacio del pacha había alterado mucho a Murad. Ya no tenía un aire tan despreocupado como al llegar a El Cairo. Pese a que Poncet le había aconsejado que se mostrase enérgico, el armenio no volvió a dirigirse a los francos con el tono de familiaridad que había utilizado hasta entonces. Para gran sorpresa del cónsul, en cuanto fue introducido en su gabinete, Murad se postró de rodillas como había hecho ante el pacha, y el señor Macé se apresuró a levantarlo. El cónsul fingió no haberse dado cuenta, como habría hecho al ver a una duquesa a quien el viento hubiera levantado las faldas un instante.

– Querido señor -dijo el cónsul cuando ambos estuvieron sentados-, el pacha de los turcos, alarmado por los rumores que no han cesado de propalarse desde su llegada, ha creído oportuno intervenir para cerciorarse de su identidad. Créame si le digo que yo no he tenido nada que ver con eso y que repruebo los métodos violentos que han empleado con usted. Pero las cosas son como son. Estamos en tierra extranjera, y los turcos tienen los derechos que se han tomado. Este asunto tiene una consecuencia: como el pacha ha considerado oportuno entregarme la carta de la que se apropió en sus aposentos, ahora tengo en mi poder lo que yo solicitaba en vano desde el momento de su llegada. Así pues, aquello que habría podido ser motivo de disgusto para usted, tiene afortunadas consecuencias: ahora ya no tengo duda alguna de quién es usted, el enviado acreditado del Negus, tal como prueba este documento, traducido y ratificado por el sello del soberano. Tengo por tanto el honor de presentarle mis respetos y darle el trato que se merece como el mensajero del emperador de Abisinia.