– ¡Un mensaje! ¿Un mensaje del Emperador?

– Escrito por su escribano al dictado y autentificado por su sello.

Murad seguía la conversación de los dos hombres. No obstante, al oír a Poncet hablar de una carta del Negus, giró la cabeza con tanta rapidez que le volvió la migraña. Apenas tuvo el tiempo justo de reparar en un guiño de complicidad del boticario y luego se estiró en los cojines, tras pedirle al padre Plantain que le excusara. El cura tendía ya la mano hacia Poncet para coger la carta.

– Por desgracia -dijo éste guardándose otra vez la carta en el bolsillo-, el Rey ha dado instrucciones expresas de que transmitiéramos este mensaje a Luis XIV en persona. Pase que hayan abierto el otro pliego, puesto que sólo era una acreditación, pero éste no se abrirá. He dado mi palabra.

– Y… ¿qué dice? -preguntó el jesuíta sin poder contener su curiosidad.

– Padre, tanto si es un mensaje como si se trata de una carta, es todo uno y es para el Rey.

– Sí, pero al margen de los detalles, ¿qué ánimo refleja?

– Muy confortante. Es todo cuanto puedo decirle. El Negus presenta sus respetos al Rey de Francia y muestra una excelente disposición con respecto a todos los asuntos concernientes a la religión.

– Muy bien, muy bien -dijo el jesuíta-… ¿Y admite las dos naturalezas de Cristo?

Poncet encarcó las cejas con el semblante de quien sabe mucho al respecto pero no puede decir nada, aunque no tiene razones para inquietarse. El padre Plantain hizo una mueca de satisfacción para dar a entender que había comprendido.

– ¿Y los demás presentes? -preguntó.

– Están aquí: oro, algalia, especias, cinturones de seda y el contenido de una caja que sólo podemos abrir en presencia del Rey.

– ¡Excelente! ¡Excelente! Su misión es todo un éxito.

– El padre De Brévedent, desgraciadamente, no ha podido asistir a su culminación. Pero, créame, hemos sido fieles a su memoria y esta misión sólo habría sido más fructífera si él estuviera aquí.

– Comprendo. Nadie habría podido cumplir mejor las órdenes que ha transmitido el padre De La Chaise. Es absolutamente necesario que usted informe al Rey de estos magníficos resultados.

– Eso creo yo también -dijo Poncet, inclinando la cabeza-. Pero desgraciadamente usted sabe que es imposible.

– Sí, los turcos…

– Los turcos tienen manga ancha, padre.

– ¿Qué quiere decir?

Poncet volvió a llamar a los esclavos con una palmada, que llenaron de nuevo las tazas. Deseaba sobre todo verlos desfilar una vez más ante el jesuíta para terminar de ponerlo a punto. En cuanto se hubieron ido, el padre Plantain continuó con sus preguntas.

– Me hablaba de los turcos -dijo un poco distraído.

– No, padre, quien hablaba de ellos era usted. Yo sólo le hacía partícipe de mis dudas.

– ¿Qué insinúa? ¿No irá a creer que el pacha le vaya a prohibir viajar a Francia?

– No conozco a Mehmet-Bey -dijo Poncet-, pero su antecesor estuvo mucho tiempo bajo mis cuidados. Por muy fanáticos que puedan ser, y parece que éste es de cuidado, los otomanos no rebasan ciertos límites con nosotros.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Quiero decir que un turco no se aventuraría nunca a mandar registrar una casa en la colonia, a menos que el cónsul estuviera de acuerdo.

– Piensa usted que…

– Que el turco y el señor De Maillet han hecho una curiosa alianza contra nosotros en este asunto.

Al principio el jesuíta se quedó estupefacto, como si el tufo de una confabulación le estuviera llegando a la nariz. Adoptó una expresión aún más obstinada, con los ojos fijos en el fondo de su caverna de párpados y hueso, y murmuró con la boca apretada:

– Su acusación es extremadamente grave, señor Poncet, porque parece indicar que se quiere contrariar la voluntad del Rey.

– A mi parecer, padre, usted piensa que el Rey sólo tiene una voluntad. No obstante, siempre cabe temer que a su alrededor se expresen más: quienes se conforman con un ideal moral podrían enarbolar una, y quienes quieren manipular su política, podrían tener otra.

El padre Plantain se sumió en sus pensamientos.

– Compréndame -dijo Poncet-. Obedecimos las órdenes que nos transmitió el padre Versau y hemos satisfecho escrupulosamente las expectativas que el Rey esperaba de nosotros. Para no romper los lazos que hemos establecido, es de la mayor importancia que le demos cuenta de nuestros progresos y que el embajador del Negus pueda afirmar que su mensaje ha sido transmitido a Luis XIV, y que luego regrese con una respuesta. Pero esto va ciertamente en contra de los intereses de quienes prefieren una alianza con los turcos a que Francia cumpla con su gran destino cristiano.

El jesuíta se incorporó laboriosamente.

– Pronto habré sacado algo en claro de todo esto -dijo.

Se despidió de Poncet, le encomendó que no despertara a Murad, que roncaba desde hacía unos minutos, y se fue a buen paso con el semblante radiante de quien se apresta a caer en el pecado para combatirlo.

9

Poncet no oyó hablar de nada más durante tres días, tres largos días en los que no sintió el menor deseo de salir, a sabiendas de que quienes se disputaban su compañía habían puesto centinelas en todas partes. Era la estación cálida y el viento arrastraba los miasmas de la desembocadura del Nilo. Poncet mandó decir que estaba enfermo, y finalmente así fue. La fiebre le recorrió todo su cuerpo y de vez en cuando sentía punzadas de dolor en las rodillas y los codos. A esto había que añadir una flojera que le obligaba a estar toda la jornada en la hamaca, perdido en unos sueños cuyo hilo no podía seguir y de los que sólo recordaba que eran tristes. Françoise, que iba a visitar al medico todos los días, le dijo riendo que estaba enfermo de amor; él no se negaba a creerlo, pero eso tampoco le hacía mejorar. El segundo día, Francoise le llevó una nota de Alix, que él leyó y releyó cien veces, aunque no decía mucho: palabras tiernas y muy poco comprometedoras, no fueran a caer en malas manos. Sin embargo eran palabras escritas por su amada. Miraba las líneas que se desdibujaban, y en esos arabescos sin sentido reconocía el gesto, la mano que las habían consumado y al final todo el cuerpo de quien había guiado aquellos dedos. El tercer día recibió otra nota, con más palabras tiernas. Y Alix intercaló un pequeño inciso que seguramente le habría costado algún esfuerzo, pues era ajeno al marco de su amor, que tanto les ocupaba.

No sé si te has dado cuenta pero nuestra querida Françoise se abrasa en una pasión que no sabe cómo expresar. Está enamorada de tu amigo Juremi. Debo decir que tu compañero tiene una apariencia tan temible que comprendo su vacilación. Pero tú que lo conoces bien, tal vez puedas sonsacarle un poco…

El maestro Juremi, de quien todo el mundo ignoraba que había estado en Abisinia, iba y venía libremente por la colonia y por la ciudad. Atendía algunas consultas pero no se ocupaba de las curas médicas propiamente dichas. No obstante, los clientes de Poncet le suplicaban que reanudara los tratamientos de antes. El protestante llevaba pasta de azufaifa a los acatarrados y calomelanos a los enfermos con desarreglos intestinales. También iba a vigilar a Murad, que afortunadamente parecía decidido a mantenerse tranquilo.

Cuando volvió el maestro Juremi, la tercera noche, Jean-Baptiste retuvo a su amigo a su lado. Con un corazón tan hosco como el suyo, había que ser muy sutil. Pero aparentemente la enfermedad otorga derecho a la melancolía y Poncet se sirvió de ese tono nostálgico para entablar con su amigo un diálogo sobre el pasado. A pesar de los largos años de amistad y de los viajes, Jean-Baptiste sabía muy poco del maestro Juremi.

– ¿No me contaste un día que estuviste casado? -le preguntó Jean-Baptiste, aprovechando un recuerdo para desviar la conversación.

– Sí-dijo con tono taciturno el maestro Juremi.

– ¿Y todavía estás unido a ella?

– Tal vez sí.

– ¿Cómo? ¿No lo sabes?

El protestante era poco amante de las confidencias, así que Jean-Baptiste insistió.

– En cualquier caso, es poco común estar casado sin saberlo.

– Admito que es verdad, pero la vida…

– Qué, ¿no quieres contarme nada? Eso me distraerá, y te aseguro que me hace mucha falta.

– Es una historia muy trivial, y me temo que no te va a proporcionar la alegría que estás buscando. Como ya sabes, mi padre trabajaba de herrero cerca de Uzès. Nuestra familia tenía raíces italianas y un buen día, en el siglo pasado, se convirtieron a la religión reformada. Esa cuestión no me preocupó hasta los dieciocho años. Sólo había protestantes a nuestro alrededor. Yo aprendí el oficio de mi padre, y él pensaba contar conmigo para el trabajo. A los veinticinco años me casé con una muchacha de la comarca. Se llamaba Marine. No te puedes imaginar cómo eran aquellos tiempos. ¡Ya hace veinticinco años de eso! En nuestra patria chica, la gente se quería y ayudaba, y aprovechábamos el menor pretexto para celebrar fiestas, a pesar de que no teníamos gran cosa. Hay que decir que a los protestantes les gusta reunirse, tal vez porque no son muy numerosos y porque les infunde seguridad verse todos juntos. La mañana que nos casamos hubo un festejo muy hermoso a la salida del templo con vino, violines… Pero ocho días más tarde, el Rey revocaba el edicto de tolerancia. Todos presentíamos que se estaba gestando algo terrible. Louvois había enviado a sus dragones, que estaban de guarnición. Los nuestros celebraron una asamblea en la montaña y acudió aún más gente que a mi boda, una semana antes. Llegaron todos los cabezas de familia con pieles de cordero a la espalda, grandes sombreros negros y la Biblia en la mano. Allí se decidió que si las cosas iban mal, los hombres mayores de veinticinco años y menores de treinta y cinco se marcharían al extranjero.

– ¿Te fuiste ocho días después de la boda?

– Nueve exactamente. Date cuenta de que aquella decisión no se tomó con el ánimo de apiadarse de nadie. La comunidad no quería proteger a los débiles sino al revés, esto es, salvaguardar nuestras fuerzas frente al enemigo. Por eso dejamos allí a las mujeres, los niños y los ancianos, y sólo se salvaron los hombres jóvenes aptos para combatir. Así pues atravesé a escondidas las montañas de El Causse, luego Aquitania, donde trabajé en barcos de pesca, y finalmente me dirigí hacia el norte hasta las Provincias Unidas, a las tierras del Stadhouter Guillermo. Luché con sus ejércitos en Inglaterra; luego volví a las tierras del Emperador, y tú me conociste cuando era maestro de armas en Venecia.