Reemprendieron el viaje a las cinco de la mañana. Esta vez navegaban a contraviento y el barco avanzaba entre unas olas inquietas que escupían una espuma amarillenta. Como llovía no se pudieron izar las velas, y los remeros tuvieron que continuar su penoso trabajo durante horas. Poncet no sabía si era mejor ver a los condenados a galeras para hacerse una idea real de aquel inmenso infortunio, soportable a pesar de todo, o contentarse con imaginar esos cuerpos mecanizados y encadenados, que dos pisos más abajo le hacían sentir culpable de cada uno de sus descansos. Tras dos breves escalas, el tormento de los condenados a galeras tuvo su fin en Marsella, al menos por esa vez. Desde el castillo de proa Jean-Baptiste observaba cómo se aproximaban a los muelles del puerto viejo. Nada más atracar, se despidió del capitán y saltó a tierra.

Durante la travesía dudó de que los jesuítas le importunaran demasiado pues su presencia se reducía al discreto padre Plantain, anulado por el temor de alta mar. Pero en el puerto de Marsella se disiparon todas sus dudas: en el muelle les esperaban cinco de esos señores vestidos de negro, plantados ante tres carrozas del mismo color. Únicamente el enflaquecido y anoréxico Fléhaut, al que tuvieron que sacar de la cabina de popa en una camilla, habría podido justificar aquel cortejo fúnebre. Sin embargo, el padre Plantain, revivificado en cuanto puso el pie en tierra y congratulado por sus semejantes, tomó asiento también. Por su parte, Poncet, que se había puesto su casaca de terciopelo ro]a y que se sentía dichoso y libre, se vio obligado a encerrarse como los demás en uno de aquellos vehículos, entre las caras taciturnas de sus nuevos ángeles guardianes. Tomaron la dirección del Faro, donde los jesuítas tenían una casa. Junto a una iglesia con un frontón liso, construida según el célebre modelo del Gésu de Roma, la Compañía poseía un inmenso caserón de piedra blanca cubierto por un techo plano de tejas romanas. A Jean-Baptiste le asignaron una estrecha celda orientada a la Provenza, en el segundo piso. Por un lado alcanzaba a distinguir las primeras casas de Marsella, y por el otro veía una hermosa campiña labrada, con bosquecillos de pinos y castaños. Muy lejos, en el confín del horizonte, las crestas nevadas de las montañas alpinas más próximas formaban una línea blanca y sinuosa que separaba la tierra parda y plácida de un cielo de nubes plomizas atravesado por ráfagas de lluvia. En esta ocasión fue Poncet quien se encerró en su habitación, cediendo la conversación con los padres a sus acompañantes. Los viajeros volvieron a partir dos días más tarde en un carruaje negro idéntico a los que les habían esperado en el puerto. El vehículo estaba mal ajustado y era conducido por un cochero probablemente tan mal pagado que hacía sufrir a los pasajeros los sinsabores que no se atrevía a comunicar a sus patronos. Aquel patán parecía meterse a propósito en todos los baches a toda velocidad, y más de una vez se vieron en el apuro de encontrarse unos en las rodillas de los otros. Molidos, apesadumbrados por no haber visto nada durante el trayecto y completamente absortos en la tarea de agarrarse donde podían, los tres emisarios llegaron en plena noche al castillo de Simiane, donde los curas habían conseguido un alojamiento para ellos.

El marqués de Simiane, un hidalgo alto y cautivador que hablaba con el acento pintoresco de los provcnzales, les esperaba dos días más tarde. Completamente confuso por el malentendido, los recibió con una naturalidad conmovedora, vestido con traje de caza. Les presentó a su esposa y a sus dos hijos, que se parecían extraordinariamente a su madre; los tres tenían una nariz larga y puntiaguada, cabellos negros y rostro ovalado. Resultaba conmovedor ver a aquella mujer envejecida y enfermiza confortada por aquellos dos vigorosos mozos que parecían querer devolverle, mediante constantes atenciones, el don de la belleza y la juventud que su madre les había dado. La cena consistió en platos de caza servidos en vajilla de porcelana azul y amarilla de Moustiers.

– Mire -dijo con aire jubiloso el dueño de la casa-, esto es para que no los extrañe.

Y acto seguido señaló el fondo de los pesados platos redondos de loza decorado con motivos turcos, donde se veía a unos moros cazar un avestruz, leer el Corán junto a una fuente y desfilar a caballo.

– Puede sentirse afortunado -dijo el padre Plantain muy serio- de tenerlos sólo aquí, en el fondo del plato…

Al día siguiente, Poncet le pidió que le permitiera ir con él de caza y salieron los cuatro, con sus hijos. El bosque estaba atravesado por una bruma tibia que se deshacía en gotas de rocío sobre las hojas doradas; los cascos de los caballos se hundían suavemente en el tupido mantillo cubierto de erizos de castañas. El viento gélido que descendía de los Alpes hacía cosquillear en la nariz un aire húmedo y aromático, con fragancia a pino y enebro.

Volvieron por la noche, avergonzados de su poca caridad por haber dejado cenar sola a la marquesa de Simianc con dos invitados tan aburridos como Fléhaut y el padre Plantain. Pero se sentían satisfechos por la caza, completamente extenuados y unidos por la amistad que nace entre quienes han disfrutado juntos de grandes placeres, sin intercambiar ni tres palabras.

Los cazadores fueron a cambiarse y cenaron después de los otros, que por otra parte ya se habían retirado para acostarse. A Poncet le daba pánico sólo de pensar en que al día siguiente debería reemprender viaje en la jaula negra con aquellos cuervos, así que preguntó al marqués de Simiane si tendría la bondad de venderle un caballo y algo con que ensillarlo, para poder hacer el camino junto a la carroza, pero al aire libre.

– Le comprendo perfectamente -dijo el marqués-. Está usted otra vez en Francia; hay que sentirla, caminar al viento. Fíjese en mí, nunca he podido vivir encerrado y por eso no me ve en la corte. Querido amigo, necesita un caballo: mañana temprano tendrá uno. Guárdese su oro. Cuando vuelva, si Dios quiere, ya me devolverá la montura, u otra, o ninguna. Usted será siempre bienvenido.

Luego se sentaron los cuatro en grandes sillones, alrededor de la chimenea, y el marqués de Simiane pidió a Jean-Baptiste que les contara algo sobre Abisinia. Poncet juzgó oportuno referir cómo los abisinios cazan el elefante.

El relato fue muy bien acogido, y el marqués suplicó a Jean-Baptiste que le contara otro, de modo que al final el relato de su viaje a Abisinia los tuvo despiertos gran parte de la noche, y si no hubiera insistido el propio Poncet en ir a acostarse habrían escuchado sus recuerdos hasta el alba.

El médico interpretó como un buen presagio el éxito de sus historias. Era la primera vez que contaba algo de su viaje; le habían alentado a continuar y se sintió muy optimista al ver el interés que despertaban sus historias. «Si el Rey tuviera esta misma predisposición -se dijo- no me costaría ganármelo.»

Al día siguiente por la mañana, Jean-Baptiste abandonaba el castillo, montado en un alazán muy impetuoso. En el camino hacia Valence cabalgó a medio trote junto a la carroza, riéndose al ver los tumbos que daba el vehículo. El cielo tenía las mismas tonalidades azul brillante y gris que un plato de Moustiers, «salvo que aquí no hay turcos», pensó Jean-Baptiste.

2

Después de su último encuentro nocturno con Jean-Baptiste, Alix se quedó preocupada. Aquella misma mañana, Françoise fue a tranquilizarla. Por la tarde corrieron los rumores por toda la casa, y la joven se enteró del atentado del que había sido víctima «ese pobre Macé», como decía su madre. De pronto lo comprendió todo y se puso furiosa. Pero el motivo de su enojo no era «el pobre señor Macé», a quien despreciaba profundamente. ¡Cuan necesitada de compañía habría debido de estar en el pasado para dignarse prestar atención a alguien así! Ahora que se atrevía a enjuiciarlo con más lucidez, es decir, a la luz de la verdad desde que cometiera la terrible injusticia de compararlo con Jean-Baptiste, veía al secretario como un ser absolutamente servil y pusilánime, y lo cierto era que a pesar de todo no podía guardarle rencor por su abyecto modo de ser. No, en ese momento estaba enfadada con su padre, y mucho, porque no dudaba de que el señor Macé tenía instrucciones y que si la vigilaba era por orden del cónsul.

Como Alix no tenía un carácter moderado, como ella misma empezaba a darse cuenta, descargó todo su mal humor sobre su padre, con el que estaba sumamente resentida. Y para empezar le reprochó ser el causante de esta nueva separación. La primera vez, Jean-Baptiste se había enrolado en aquel viaje a Abisinia antes de que ella lo conociera. Evidentemente, nadie era culpable de eso. Pero esta vez su amante volvía a marcharse por culpa de su padre, que por intransigencia, por principios inamovibles, por indiferencia hacia la vida de los demás, y en concreto hacia la de su hija, ponía condiciones a su matrimonio. También le censuró que hubiera estropeado sus últimos minutos con Jean-Baptiste mandando que la siguieran. Una y otra vez rememoraba aquella humillante escena, y cada vez que recordaba la imagen volvía a sentirse humillada; ella y Françoise corriendo sobre sus escarpines demasiado estrechos, tropezando, con el corazón encogido para escapar del vil espía. Era una escena de caza. Efectivamente, su padre la había tratado como si tucra una pieza a la que se acecha y apunta. La relación de fuerzas era la siguiente: Jean-Baptiste y ella estaban tan indefensos como las liebres en un campo de maíz, y no tenían más opción que esconderse, huir y valerse de artimañas para librarse de los perros que lanzaban tras ellos.

A partir de esa escena, que le había partido el corazón, Alix repasó toda su infancia y todo cuanto había formado parte de su educación: el mejor ejemplo de todo cuanto se consentía en aquella época a las jovencitas. De niña había recibido los discretos cuidados de una gobernanta, que se preocupaba exclusivamente de que estuviera quieta las escasas ocasiones durante la semana que se la llevaba a su madre. Después partió hacia el convento, y valga decir que sus pensionistas no eran precisamente tan excepcionales como para que el sitio donde había crecido pudiera considerarse abierto al mundo. Había estado escondida en un agujero en el campo. La única esperanza que tenían aquellas niñas recluidas era supeditarse lo más rápidamente posible a otra dependencia, la de un marido impuesto. Y para prepararlas a ese destino al que las obligaba la sociedad, les enseñaban a llevar vestidos de gala provistos de miriñaques de crin y aros de hierro. En la soledad de la casa de El Cairo, sin contacto alguno con nadie con quien compararse para juzgar normales aquellas usanzas, Alix se había acostumbrado a respetarlas, pero esa costumbre se rompió, como sus tacones, en una bella noche de caza en que se le reveló su verdadera naturaleza, y con ella, por contraste, el yugo que suponía su condición.