El señor De Maillet, jubiloso al oír el relato, preguntó al capuchino por qué no había acudido antes a contarle aquello, y el hombre respondió con insolencia que si a los franceses les complacía ponerse en ridículo tratando de embajador a un viejo cocinero armenio, él no tenía por qué privarles de semejante placer. Pero añadió que había informado a Roma y que todos los capuchinos sabían la verdad, incluidos los de París.

– Lo que me está diciendo es de la máxima importancia -opinó seriamente el cónsul-. ¿Dispone usted del testimonio de los hermanos que están en Senaar? ¿Acaso han escrito?

– En el monasterio tengo una longa lettera del superior de Senaar.

– Se lo imploro -prosiguió prontamente el señor De Maillet-, déme una copia de esa carta. Aún puedo poner coto a este asunto.

El capuchino no decía nada, esperaba algo. Mientras tanto, el cónsul, que había picado en el anzuelo, intentaba saber más.

– Evidentemente -dijo-, tiene usted mi palabra de que me comprometo a poner todos los medios a mi alcance para secundar su misión.

– ¿Su palabra?

– La tiene.

– Bene. Usted tendrá la lettera hoy notte -dijo el padre Pasquale, que por fin tenía lo que había ido a buscar-. Volveré dentro de qualque giorni para splicarle il nostro piano y nostri bisogni.

Dichas estas palabras, el italiano se despidió del cónsul con tanta grosería como la que había mostrado al entrar. Pero al señor De Maillet empezaba a gustarle,esta franca rudeza que contrastaba tanto con la insidiosa cortesía de los jesuítas.

Fue preciso una semana para que un tropel de criados acondicionase la villa de Gizeh. Abrieron todas las ventanas y dejaron entrar el aire hasta que llegó a todos los rincones de las habitaciones más pequeñas. Después procedieron a las fumigaciones para evitar las fiebres. Por último equiparon todo con la loza y las sábanas limpias que habían llevado en dos carretas.

Alix llegó al día siguiente de que se terminaran estos preparativos, acompañada de Françoise, pues como era de esperar, su madre había preferido quedarse en El Cairo. Los tres servidores que las acompañaban se desvivían por las dos mujeres, que se habían visto en el apuro de escogerlos pues el cónsul tenía a todos los sirvientes en su contra; les repugnaba su avaricia y el desprecio que mostraba para con sus inferiores. En cuanto a la pequeña guarnición de turcos que el agá de los jenízaros había mandado, se mantenía a considerable distancia de la casa y sólo estaba autorizado a controlar los exteriores de la propiedad.

La señorita De Maillet, ataviada con un vestido de terciopelo negro y una simple cinta en el pelo, llegó en calesa a las tres de la tarde. Le habían hablado de la casa, pero no la conocía. La descubrió en el extremo de un largo dique elevado que el agua bañaba por ambos lados en la estación de las crecidas. La construcción era un palacio morisco rodeado de arcadas de madera que dibujaban arcos quebrados. Las ventanas estaban protegidas por postigos de cedro labrados como celosías. La casa estaba rematada por una torre octogonal con un tejado en forma de casco otomano. Sólo faltaba la media luna mahometana, en lo alto de su perfil ondulado. El emblema había existido en otro tiempo, pero el pachá que regaló esta residencia a un cónsul de Francia, unos cincuenta años antes, tuvo la delicadeza de mandarlo retirar.

La construcción se hallaba en una colina que daba sobre la orilla del río y que la ponía fuera del alcance de las inundaciones habituales. Por tres flancos, estaba rodeada de aluviones, que el cónsul tenía abandonados aunque eran fértiles. Allí crecía una hierba tupida que bordeaba la casa como una alfombra de un verde claro. En el otro flanco, situado en pendiente hacia el río, habían grandes árboles que cubrían la tierra con sus sombras e impedían que creciera cualquier otra planta. Un manto de hojas secas se extendía bajo este techo de vegetación hasta los cañizales de la orilla. Las velas blancas de las falúas pasaban a una distancia prudencial de la propiedad debido a una prohibición que no indicaba nada, pero que todos los barqueros debían repetirse de boca en boca. Un pontón de madera, con una barca fuera de uso amarrada, se adentraba unos veinte metros en las aguas.

Alix dio la vuelta a la casa y respiró profundamente la brisa del río, desde la terraza de madera del salón. Pero no se demoró contemplando la voluptuosidad del paisaje.

– Vamos -dijo a Françoise-, hay que empezar sin tardanza con nuestro programa.

3

En noviembre ya hacía frío. Jean-Baptiste, que se frotaba las manos en el cuello del caballo para calentarse, llegaba helado al final de cada etapa. Había conseguido la autorización de sus compañeros para galopar a su ritmo, y les daba cita a las puertas de las grandes ciudades. Por fin podía viajar con la ilusión de sentirse solo y libre; entraba en los pueblos, hablaba con los campesinos y escuchaba a los ancianos en las plazas. En Lyon, mientras se compraba una capa de postillón y un sombrero con una pluma roja, se enteró de la muerte del Rey de España.

Después de otras tres jornadas de viaje, la carroza y el caballero se reunieron en Fontainebleau. Cuando llegaron a la casa de los jesuítas era noche cerrada, y las ráfagas de viento apagaban constantemente los farolillos de cobre. Empezó a llover. Los árboles negros que delimitaban el camino se agitaban violentamente, a merced de la tempestad. Jean-Baptiste se reía y abría la boca para paladear la lluvia fría que tanto había echado de menos sin saberlo durante aquellos años en el trópico. Al día siguiente ya estaban en París. El vehículo dejó atrás el campo en la Porte d'Italie y se dirigieron hacia la Bièvre, entre unas sombras negras que se deslizaban buscando cobijo antes de que volviera a llover. Fueron alojados en una dependencia del colegio Luis el Grande. Fléhaut, que tenía familia en el pueblo de Auteuil, los dejó solos desde el primer día.

– Va a escribir el informe a Pontchartrain -dijo el padre Plantain con un aire malvado en cuanto el diplomático se hubo ido en una silla de manos.

La gran noticia del dia era que Luis XIV había aceptado el testamento del Rey de España, que al morir sin heredero legaba su corona al duque de Anjou. Así, cuando su nieto llegase a Madrid, el Rey de Francia reuniría los dos reinos y se convertirá en el hombre más poderoso de Europa, y por lo tanto del mundo. Los vientos de guerra eran inevitables. Los jesuítas comentaban con satisfacción estas grandes noticias. El padre Plantain consideró que el gran Rey cristiano no podía abandonar su papel de protector de las misiones, concretamente en Oriente y por tanto en Abisinia, y ahora menos que nunca. No había un acontecimiento que el cura no relacionase con el asunto más importante de su vida a partir de entonces: el regreso al seno de la Iglesia de un país que no conocía y que no le pedía nada.

Jean-Baptiste nunca había visto París, así que la primera noche descendió a orillas del Sena y dejó que su caballo abrevara en la ribera, entre barcas de remos y lavaderos. Al día siguiente dio una vuelta a pie. Primero estuvo en los grandes espacios abiertos donde se levantaban las nuevas obras en construcción. Pasó por los Inválidos, remontó a lo largo de la ribera hasta Pont-Neuf y dio un gran rodeo por los bulevares del norte hasta la Bastilla. También se percató de que la forma de vestir había cambiado mucho desde que abandonó el país. Los franceses de El Cairo estaban muy retrasados a ese respecto. Su casaca mas hermosa tenía un triste aspecto comparado con la indumentaria que se llevaba en la capital. Al día siguiente se compró un jubón de terciopelo verde con pasamanos plateados, un chaleco de seda, calzas negras y medias en la calle Saint-Jacques. Así vestido, se atrevió a entrar en la ciudad propiamente dicha, es decir, a pasar por las estrechas calles del centro donde era habitual oír comentarios insolentes de los viandantes o los tenderos. Tenía muy buena planta con su espada y con el ojo alerta, así que nadie murmuró.

Jean-Baptiste estaba decidido a alojarse a sus expensas en la ciudad. Los jesuitas le habían llevado hasta allí y ahora se ocupaban de la audiencia real; ya era suficiente. No quería depender de ellos más allá. Sin embargo no era rico, y los precios de la capital resultaban elevados.

«Será más juicioso que gaste la bolsa de oro en conseguir mi independencia que en dársela como presente al Rey -pensó Jean-Baptiste-. Hasta es posible que Su Majestad tomara como un insulto una suma tan modesta.»

Fue a ver a un cambista para convertir el oro que venía de tan lejos, aunque no por ello era más caro. El banquero le miró con cierto recelo, y al cabo de un buen rato le dio una bolsa de escudos que le pareció bastante ligera. «Mejor esto que nada -se dijo- y en todo caso es suficiente para alojarme en condiciones.»

Se fue en busca de una hostería. Primero callejeó por la íle de la Cité, luego pasó cerca del ayuntamiento y terminó por descubrir el lugar que necesitaba al lado de la iglesia de San Eustaquio. Era una taberna con un rótulo que le había llamado la atención y que consideró muy acorde con las circunstancias. En una chapa había pintada la figura de un africano alto, ataviado con un sayo de tela sujeto a la cintura y con una lanza en la mano. El establecimiento se llamaba Le Beau Noir. Jean-Baptiste entró. El hospedero, un hombre alto, flaco y de barba cana, parecía dar a sus clientes un trato mejor que a sí mismo pues desde la calle se oían risas y voces alegres procedentes de la amplia sala.

– Compré el negocio a un tintorero que había colocado ese curioso letrero -contó el hombre con una sonrisa franca-, y lo he conservado.

Jean-Baptiste preguntó si tenía una habitación libre y a qué precio. La que quedaba era más bien un cuartucho y muy cara, pero el hospedero le aseguró que le subiría tanta leña como quisiera quemar en la chimenea. El joven, que estaba aterido de frío de la mañana a la noche y que cada vez se complacía menos en el encanto nostálgico de esa sensación, aceptó y pagó cuatro días por adelantado. Regresó a buscar sus cosas y el cofre de los remedios a la casa de los jesuítas, y les informó de que se trasladaba; sólo les pidió que se ocuparan de su caballo. El padre Plantain intentó retenerlo, pero fue en vano. Poncet prometió pasar por el colegio cada mañana para tener noticias y ponerse a su disposición para la audiencia real, una vez que ésta se hubiera fijado. Volvió a Le Bcau Noir, cenó con buen apetito y bebió sin contenerse un vino de Borgoña que le hizo entrar un poco en calor. El posadero, que era curioso, fue a darle conversación, y Poncet le contó que había llegado de El Cairo y que sabía curar enfermedades con ayuda de las plantas.