Dicho esto, el señor Raoul avanzó hasta el portal y tiró de una cadena de hierro. Una campanilla, muy lejana, sonó en los corredores vacíos. Un momento después apareció la sirvienta. Era una mujer con el rostro surcado de arrugas aunque conservaba la mirada bondadosa y brillante de la juventud. Llevaba un delantal anudado a la cintura y una simple cofia de batista.

– Para tu señor, Françoise -dijo el posadero.

Al oír el nombre, Jean-Baptiste se ensimismó un instante y el pensamiento de Alix le atravesó como una puñalada. Pero se recobró enseguida. La sirvienta los condujo por largos pasillos amueblados con baúles de roble, sombríos y abandonados ahora, aunque se podía imaginar que en el pasado había vivido una familia y se habían oído gritos de niños. Subieron una escalera que rechinaba y entraron en una habitación decorada con terciopelo carmín con motivos adamascados.

Acostado en sábanas de lino les esperaba un hombre de gran estatura, con el rostro redondo y el pelo canoso y cortísimo. Al verles esbozó con gran esfuerzo una tenue sonrisa en su máscara de dolor.

Poncet pidió al posadero y a la sirvienta que esperaran fuera. Examinó al enfermo, que le indicó con el índice dónde se localizaban las punzadas, apretando los labios en un intento desaforado para no gritar. Jean-Baptiste le hizo preguntas muy precisas, diciéndole que respondiera sí o no con la cabeza. Por fin, cuando tuvo una idea clara de la naturaleza del mal, se marchó no sin antes advertirle que volvería al día siguiente por la mañana.

Pasó buena parte de la noche preparando una poción, que le administró al día siguiente. Pero los dolores no cesaron. Trabajó nuevamente por la tarde y le llevó otro remedio que tampoco hizo efecto alguno. Aquella noche indagó por otra vía, a la vez que se lamentaba de que el maestro Juremi no estuviera allí para ayudarle, pues era un portento en ese tipo de preparados. Finalmente, a la mañana del segundo día, llevó al paciente un tercer específico a base de resina de jara, quesurtió efecto en menos de una hora. La disminución del dolor se reflejó a ojos vistas en el rostro del paciente, y se durmió aliviado. Por la noche llamó a Jean-Baptiste. Al llegar, éste encontró al enfermo sentado y vestido.

– Tome asiento -dijo el hombre amablemente-. Y permítame que me presente. Aunque probablemente no le dirá nada, mi nombre es Robert du Sangray.

4

Michel, un anciano copto de Luxor, agregado al consulado como palafrenero durante más de veinte años y maestro de equitación de las familias de los diplomáticos, formaba parte del destacamento de criados que acompañó a Alix a Gizeh. Éste tributaba a la joven la admiración temerosa que los egipcios manifiestan frecuentemente a su señor cuando ese señor es una mujer, y más aún con tantos encantos. Así que tardó en comprender lo que ésta pretendía. Cuando le pidió clases de equitación, el anciano consideró que sería suficiente con montarla a mujeriegas en una silla y hacerle dar vueltas al paso, mientras él sujetaba el ronzal en un cuadrado de hierba situado en un desnivel inferior de la villa que era apropiado para hacer una carrera. E! segundo día pensaba hacer lo mismo, pero Alix le dijo que deseaba hacer progresos más rápidos. Con un golpe de látigo, puso al animal a medio trote. Antes de la tercera sesión, cuando vio que el viejo palafrenero volvía a poner el ronzal, Alix fue hasta él, se plantó delante y le dijo con una firmeza poco común para una joven de su edad:

– Michel, tenemos poco tiempo. Mi padre puede pedirme que vuelva a El Cairo de un día para otro. Antes de que eso ocurra quiero aprender a montar. ¿Está claro? Dejemos las mujeriegas y el ronzal. Dame una silla de hombre y espuelas. Me he puesto unas enaguas de terciopelo que son resistentes. Enséñame todos los pasos, el salto y todo cuanto es preciso saber para ir deprisa y por todas partes.

El anciano ejecutó estas órdenes extrañado e inquieto, sobre todo porque nadie aprende equitación sin caerse. ¿Qué iban a decir si se rompía los huesos por su culpa? No le gustaba el cónsul, pero le temía. Alix disipó su última objeción diciendo que en caso de accidene asumiría todas las responsabilidades y aseguraría haber hurtado el caballo.

Miehcl se prestó al juego, más tranquilo. En una semana su miedo dejó paso a una gran confianza. La joven alumna había adquirido reflejos y un principio de equilibrio, y su gracia, unida a una intrepidez insospechada, le llevaba a dirigir su montura con armonía y suavidad, aunque también con mucha firmeza.

Muy pronto salió a dar un paseo. Nadie podía acompañarla pues sólo había brida y silla para un caballo. Además, el anciano, aunque instruía a los caballeros, no podía montar pues sufría reumatismo y estaba prácticamente tullido. Sólo dieron aviso a los jenízaros, que acampaban a la entrada de la propiedad. Éstos se acostumbraron a ver pasar cada mañana a un caballero que corría a través de los campos y cruzaba los canales por los pequeños diques de tierra rojiza que habían construido los campesinos. En ningún momento pensaron que podía tratarse de una mujer, puesto que Alix ocultaba su cabellera bajo un sombrero de ala ancha, y su amplia camisa ocultaba sus formas femeninas.

Estos ejercicios ecuestres habrían bastado para extenuarla; sin embargo la joven no se limitó a eso. A petición suya, al día siguiente de su llegada el maestro Juremi fue en barca a reunirse con ellas. Atracó en el pontón al anochecer y él mismo subió un largo cofre de madera que hacía un ruido metálico cuando daba contra el suelo. De allí sacó unos floretes con zapatillas, dos petos de cuero y caretas.

Aquella misma noche, Alix tomó su primera lección de esgrima en la terraza de madera que daba al Nilo. En esta ocasión no tuvo necesidad de decirle al maestro Juremi qué quería, pues éste había comprendido y la trató con el mismo rigor que a un hombre.

Luego le pidió que hiciera trabajar también a Françoise, para proseguir las dos con el entrenamiento, en el supuesto de que tuviera que marcharse. Alix se divirtió al observar con qué turbación se desarrollaba la segunda lección. Françoise exageraba su torpeza de principiante, y el maestro Juremi, que no tenía esa excusa, se dejó tocar dos veces por descuido.

Cuando acabó la lección, Alix acompañó con un candil en la mano al maestro de armas hasta la habitación que habían dispuesto para él en el piso de arriba. Aunque a Françoise le hubiera gustado confiarse a su amiga, la joven, muy fatigada, se metió en la cama y se durmió.

Los días pasaron al compás de estos ejercicios físicos. Incluso una vez, después de haber mandado alertar a los turcos de que los criados iban a intentar dar muerte a un perro que merodeaba por los alrededores, pasaron la tarde practicando tiro con la pistola. Alix aprendió a cargarla y disparó diez veces sin parpadear.

Las veladas eran más comprometidas. Cenaban los tres en la terraza, y como los otros dos se sentían tan embarazados de encontrarse cara a cara, la conversación se centraba casi por completo en Alix. Sólo las ranas que croaban a millares en los cañizales de la ribera poblaban los largos silencios de su compañía.

A la joven le divertía ver a aquel hombre y a aquella mujer con tanta experiencia, habitualmentc alegres, reducidos a tan poco por los tormentos del amor, y reflexionó largamente sobre este propósito.

Pero muy pronto el ambiente de las veladas empezó a resultar agobiante. Alix deseaba que pasara algo, aunque no se atrevía a confiárselo abiertamente a Françoise. Una noche, al regresar de un paseo en que se había dejado llevar a todo galope, la joven tuvo por fin la sensación de que la situación había cambiado. Después de la cena, que fue muy silenciosa, el maestro Juremi dijo con una voz grave que se hacía eco en la oscuridad:

– Le pido que me disculpe, señorita, pero he dejado a un vecino al cuidado de las plantas. Usted sabe mejor que nadie cuánto significan para nosotros y quisiera pedirle permiso para regresar a El Cairo mañana por la mañana.

– Pero las lecciones… -dijo Alix, al tiempo que se reprochaba inmediatamente su egoísmo.

– No hay que ir demasiado deprisa. Usted ha adquirido los rudimentos. A partir de ahora, sólo la práctica le procurará progresos. Dejaré aquí los floretes y los petos para que pueda practicar con Françoise. Ya no soy imprescindible, francamente.

Françoise miraba fijamente al maestro Juremi con aire ausente y labios temblorosos. Se levantó, tuvo el aplomo de llevar la bandeja de café a la cocina y desapareció. El maestro de armas abandonó la mesa, saludó respetuosamente a Alix y se alejó con el candil en la mano, en el sentido opuesto.

El maestro Juremi partió al día siguiente al amanecer. Las dos mujeres le acompañaron hasta el pontón. En cuanto soltó amarras, la barca enfiló el río. El sol, deformado por la bruma del desierto, se elevaba entre las palmeras de la ptra orilla. Una falúa sin vela, cargada de madera, deslizaba el mástil por encima del agua, manteniendo su fina botavara como la pértiga de un funambulista. Dos grandes zancudas in-móviles de color rosa apuntaban el pico hacia el sol, y de lejos se habría dicho que se apoderaban del disco solar y lo sacaban lentamente de las aguas. Françoise lloraba.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Alix, tomándola por el brazo.

Frangoisc se secó los ojos, miró a Alix suspirando y se encogió de hombros.

– Perdóneme. Debo recobrar la serenidad, eso es todo. Bien, ya está. Ahora estoy más calmada. ¡Qué tonta soy! ¡A mis años!

– ¿Le ha hablado? -preguntó Alix mientras se sentaba en el malecón y atraía a su amiga a su lado.

– ¡Desde luego! Voy a contárselo, pero usted ya lo ha adivinado todo. Ya sabe que se pasaba los días enteros en este pontón, fingiendo pescar para no verme. Así que ayer por la tarde fui a ver a Michel; siempre tiene una garrafa de orujo para aliviar su reumatismo. Me tomé dos vasos y vine aquí. Juremi estaba sin hacer nada, pero al oírme cogió la caña e hizo el gesto de echar el anzuelo al agua. Cuando me senté a su lado refunfuñó. Tenía miedo, créame. Si hubiera sabido nadar, habría tenido más coraje para tirarme al agua. Pero habló él. Con su voz, ya sabe. Imagínese cómo me encontraba… Iba a abrir la boca cuando empezó a resonar ese gran tambor en mis oídos.

– ¿Qué le ha dicho?

Como el sol ya estaba bastante alto, la ribera se veía más clara y el río más negro; las zancudas echaron volar.

– «Françoise», me dijo, y al oír que pronunciaba mi nombre sentí una emoción que no puedo describir. «Françoise, ya sé qué viene a decirme. Pero es inútil hablar. Mire usted, en mi familia hemos soportado todo porque querían obligarnos a renegar de nuestra fe. Y eso es algo que ninguno de nosotros ha hecho nunca. No es una cuestión de religión. La verdad es que nunca hemos podido traicionar nuestra palabra. Pues bien, debe saber que yo di la mía.» Se detuvo un momento, dejó la caña a un lado y puso su mano sobre la mía, antes de proseguir: «Si la vida me ha liberado de mi juramento, cosa que tal vez sepa algún día, seré libre. Entonces le daré mi palabra a usted, si usted acepta. Y será para el resto de mi vida.»