Alix acogió en sus brazos a Françoise, que siguió llorando un buen rato, y luego volvieron a la casa.

«Es un motivo de felicidad para ella -pensó Alix-. ¡Pero hay que ver qué infelices son los enamorados!»

Se puso a pensar en silencio en los breves momentos que había pasado con Jean-Baptiste y le pareció que también ella debía de dar una imagen muy débil de sí misma, y muy aburrida.

«En Versalles -se dijo-, entre todas aquellas hermosas mujeres, ¿cómo va a acordarse de mí?» Pero ese pensamiento, que meses atrás la habría abatido, sólo infundió más ímpetu a su galope.

El consejero Pomot de Sangray era exactamente como le había descrito brevemente el posadero: muy alegre por naturaleza. Le gustaba la gente y volvió a sentir las ganas de vivir en cuanto los dolores empezaron a ceder. Gracias a Jean-Baptiste, por primera vez tenía un arma para combatirlos. Unas horas de sosiego habrían bastado para darle prueba de toda su gratitud. No obstante, como el tratamiento le proporcionó una paz prolongada, que se afianzó en los días siguientes, su agradecimiento ya no tuvo límites. Le dio al boticario una bolsa de treinta escudos de oro y le aseguró que cubriría todos sus gastos durante su estancia en París, que esperaba fuera muy larga.

La bondad a manos llenas a veces anula las deudas, y Jean-Baptiste consideró que la amistad del anciano era un salario elevado y suficiente. No se habría atrevido a pedir otro; así que tomó la bolsa y dijo que no aceptaría nada más.

Cada tarde iba a visitar a su paciente, que como ya tenía libertad para moverse corría por la ciudad y acudía por su propio pie a la hora a la que estaban previstas las visitas, aunque no se sabe muy bien quién iba a ver a quién. Más de una vez el médico y el paciente se habían tropezado en la puerta de entrada, procedente cada uno de un extremo de la calle. La conversación había traspasado el terreno de la enfermedad para convertirse en la charla de dos amigos que hablan libremente.

– ¿Y por qué no se instala usted en mi casa? -le preguntó el consejero apenas una semana después-. Le Beau Noir es una buena taberna, pero una hospedería horrorosa, por lo que dicen.

– Eso sería un acto de poca consideración hacia el posadero, a quien le debemos el habernos conocido.

– Ya me las arreglaré yo con él. Seguirá haciéndose cargo de sus comidas. Y como ya no necesito los hervidos insulsos de Françoise, le diré que me traiga a mí también el condumio. Seguiremos siendo buenos clientes. Además, con las ferias que hay en esta época del año, mañana mismo habrá alquilado su habitación.

Jean-Baptiste aceptó. Y el consejero mandó preparar para su huésped un alojamiento luminoso, amueblado con gusto, y cuyas dos ventanas delanteras daban a la calle bulliciosa y permitían observar cómo los fieles entraban y salían bajo el porche de San Eustaquio. Se puso en funcionamiento de nuevo una gran chimenea de mármol italiano, donde Jean-Baptiste avivó grandes fuegos para entrar por fin en calor. En la parte trasera disponía de una habitación, dos gabinetes y un guardarropa donde mandó llevar desde la posada de enfrente su ligero equipaje, el cofre de los remedios y la caja con las orejas del elefante.

– Cuando compré esta casa -le dijo Sangray, que llegaba entonces para ver cómo iban las mudanzas-, llevaba diez años cerrada. Los propietarios la odiaban a muerte.

– He oído decir que se combatía aquí.

– A principios de siglo era el punto de encuentro para quienes se hacían llamar los refinados del honor. Y nadie duda de que tuvieran honor. Pero su refinamiento consistía en establecer unas normas estrictas, que por lo demás fijaban ellos mismos para justificar las prácticas de descuartizadores. Imagínese, el conde Montmorency-Boutteville, que era el inquilino titular, tuvo veintidós duelos a la edad de veintisiete años. El último se celebró bajo las ventanas del hotel Richelieu, lo que le valió ser decapitado la víspera de San Juan.

– ¡Gloriosos recuerdos! -dijo Poncet con emoción.

– ¿Usted cree?

– Sí, me parece que aquellos hombres vivían.

– Y sobre todo morían -dijo Sangray-. Y provocaban la muerte de otros. Conocí demasiado bien el horror de la Fronda, un período en que ya tenía mi conciencia de niño, para lamentar ese caótico reino de la fuerza. No, querido doctor, soy un hombre de leyes, de orden. Me siento más el carcelero de estos fantasmas que su conservador.

Jean-Baptiste confió inmediatamente en aquel hombre paciente y de maneras dulces, que analizaba todo con una mente tan abierta. Le contó con detalle su viaje a Abisinia y el relato los tuvo entretenidos unas cuantas noches, sentados en grandes sillones de patas curvadas y con las piernas estiradas hasta tocar prácticamente los morillos de bronce.

Aquellas charlas despertaron el deseo de realizar trabajos literarios. Sangray se prometió reemprender la obra que había empezado sobre la comparación de las leyes humanas y, con su consejo, Jean-Baptiste decidió recoger por escrito la crónica de su viaje. Ambos se pusieron a la tarea el día siguiente.Pero el consejero no era sólo un hombre de estudio. Conforme mejoraba, se sentía volver a la vida y no había momento de gozo que no aprovechara. En cuanto hubo un baile en el Palais-Royal, él, que era un asiduo de la residencia del duque de Chartres, se dio el placer de acudir y pidió a Jean-Baptiste que lo acompañara.

Eran de la misma estatura, aunque uno menos corpulento que el otro. El consejero prestó a su huésped un jubón de gala con ribetes de oro y ondas de fino encaje. El señor Raoul, el posadero, que también alquilaba carruajes, les proporcionó un cochero y un vehículo. Salieron a tiempo para cenar.

5

En aquel entonces, el Palais-Royal era el único vestigio parisino de una vida cortesana que se había trasladado por completo a Versalles, alrededor del Rey. Aunque desprendía lujo y fastuosidad, el Palais-Royal no contaba con la abrumadora presencia de un amo, pues el hijo del señor manifestaba a todos una suerte de afecto cómplice que incitaba a la libertad. En ese ambiente cálido y apacible, las flores más bellas lucían más abiertamente que en Versalles: un número increíblemente elevado de personajes, sobre todo mujeres, reunían belleza, juventud e inteligencia, atributos que ya de por sí resulta difícil encontrar por separado. Sangray presentó su amigo a la duquesa de Chartres, que estaba sola, porque esa noche su marido, el señor de aquellos lugares, fue requerido en Versalles, y cuando llegaron ya se había marchado.

Durante y después de la cena, cuando el exiguo tropel de invitados se dispersó por los salones, Poncef obró con cierta imprudencia. Un corrillo de bellas mujeres, cuyos nombres ignoraba, salvo el de una de edad muy avanzada a quien las demás llamaban la marquesa de…, le rodearon en un rincón. Su buena planta, su insólita procedencia y sobre todo el don que tienen las mujeres para vislumbrar el misterio allí donde se quiere encubrir, y para orientar su curiosidad por esa vía, fueron motivos suficientes para que se reunieran a su alrededor las damas más ávidas de novedades. Jean-Baptiste cayó en esa trampa muy fácilmente, puesto que hablar era el mejor recurso que tenía para frenar la emoción y la timidez que le inspiraba aquella deslumbrante corte. Se dejó llevar hacia el tema de Abisinia, y esto suscitó cientos de apasionadas preguntas. En el caos de aquella conversación mundana, Jean-Baptiste cometió el error de explayarse algo más de la cuenta con los aspectos pintorescos. Contó con todo lujo de detalles que, en los banquetes más fastuosos, los abisinios tenían la costumbre de yantar bueyes vivos a los que les arrancaban la carne aún palpitante, para luego meter los dedos en los cortes que practicaban a lo largo del espinazo de aquellos pobres animales.

Terminó su historia en medio de un silencio sepulcral. La vieja marquesa le lanzó una mirada de indignación, agitó febrilmente el abanico y levantó el vuelo hacia la veranda. Toda la tropa de jóvenes siguió su ejemplo, en un voluptuoso frufrú de tafetanes multicolores.

El joven se quedó solo en el sofá, respirando durante un rato las fragancias que habían emanado a su alrededor aquellas carnes arropadas en encajes, aquellas gargantas que exhalaban almizcle, pimienta y jazmín, y aquellos rostros empolvados con polvo de arroz y coloreados con palo de Pernambuco. Nunca había visto mujeres tan agraciadas; todas ellas, tanto las más jóvenes como las más viejas, eran tremendamente apetecibles. Todas poseían la quintaesencia de lo femenino hasta el punto de hacer con sus encantos una sustancia casi pura, como ocurre al destilar las plantas para extraer unas gotas, que curan o matan.

Sin embargo, algo le incomodaba. Tal vez fuera la índole estrictamente artificial de esas gracias. «Al fin y al cabo -se dijo- todo esto es muy propio de los palacios, bajo cientos de velas encendidas y durante las pocas horas en que las galas lucen intactas y aún no se han marchitado. Pero ¿en qué se convertirían estas mujeres si se sumergieran por un segundo en el otro mundo, o sea en el verdadero? Seguramente en momias, porque está claro que sólo saben respirar ese aire saturado de polvo de arroz. Por otro lado, para gustar aquí, los hombres se ven forzados a vivir a las mismas horas, en los mismos escenarios y con los mismos modales. De hecho, no hay más que mirarlos.»

Tratando de mostrarse lo menos insolente posible, Jean-Baptiste observaba a aquellos jóvenes petimetres de campo, a aquellos obispos caballerosos, a aquellos gentilhombres que se habrían espantado ante una espada desenvainada. «El corazón, la fe, la gloria de las armas, todo aquí está domeñado -se decía- y estas delicias sólo son un dulce cautiverio.» No obstante, seguía estremeciéndose cuando dos bellezas pasaban cerca y lo miraban.

Sangray lo encontró ensimismado en estos pensamientos y fue a sentarse a su lado.-¡Le felicito, amigo! He oído comentarios muy elogiosos sobre su persona y también he recibido muchos parabienes por haberle traído.

– Se burla de mí. Todo lo contrario, he sido muy torpe.

Jean-Baptiste le contó la funesta anécdota del buey y cómo su auditorio había desertado con el semblante indignado.

– No tiene ninguna importancia. No ha hecho más que dar a esas damas un pretexto fácil para lanzarse con elegancia sobre los pastelillos que acababan de servir. Créame, no sólo se han olvidado de todo sino que además lo encuentran encantador.

Y como para confirmar sus palabras, un corrillo en el que se hallaban algunas de las jóvenes acompañantes de la marquesa de… pasaron por delante y le dirigieron unas graciosas sonrisas.