El padre Plantain, con el semblante luctuoso, le comunicó que el padre Fleuriau no se encontraba bien, que debía guardar cama y que por lo tanto no podría acompañarles. Seguramente no habría soportado los excesos del copioso ágape de la víspera…

A las diez, una carroza de la Compañía que había enviado el padre De La Chaise fue a recogerlos frente al hotel. El día aún estaba más encapotado que los anteriores. Un gran nubarrón plomizo con reflejos amarillentos anunciaba nieve y debilitaba la luz. En la verja del castillo, los guardias suizos se arropaban en los tabardos. Los visitantes no se cruzaron con nadie en los patios. Todas las chimeneas humeaban.

Estas intemperancias del clima reconfortaban a Jean-Baptiste. Con buen tiempo, el fulgor de los dorados y de los oropeles, las líneas armónicas de los jardines y la elegancia de los edificios habrían impuesto su pretencioso triunfo. Sin embargo, había algo que denotaba una extrema humildad incluso en la madriguera de aquel rey, que por muy grande que pretendiera ser estaba sometido a la fuerza de las estaciones y, tanto él como su prole, debían protegerse del caprichoso rigor del frío y de la lluvia. Bajo aquella capa de escarcha, Versalles ya no era un empíreo de lujo y poder sino un simple refugio de piedras y de pizarras, donde una tribu tiritaba con el espinazo doblado alrededor de los fuegos cálidos, a la espera de que terminasen aquellos placeres invernales.

Empezaron a subir por la gran escalera de mármol, donde corrían unos lacayos de librea ligera que tenían las manos moradas por el frío. El inmenso tramo de escalones estaba bañado en una humedad glaciar que olía a cera y a sarcófago. Del piso superior llegaba un rumor de voces apagadas. Los visitantes subieron con la vista al frente, apretados unos contra otros, y nadie se atrevió a agarrarse a la barandilla de hierro con rosetones dorados. En el descansillo se toparon con unos lacayos nerviosos que murmuraban, pero el motivo de su agitación no era precisamente su llegada, que por lo demás nadie había advertido. Una vez rebasado el último peldaño, miraron maquinalmente al infinito, buscando la continuación de la escalera, pues les sorprendía haber llegado ya, habida cuenta del espacio que mediaba bajo los techos. En ese preciso momento, el padre De La Chaise apareció detrás de una colgadura en la que ni siquiera habían reparado y se reunió con ellos. El hombre, rigurosamente ataviado con sotana y un casquete de tafetán negro en la cabeza, sonreía sin cesar, pero ese gesto inmóvil, que al principio les había tranquilizado, muy pronto se convirtió en un motivo de inquietud. Por su comportamiento y por la forma que tenía de susurrar las palabras, se advertía que estaba familiarizado con las normas protocolarias más puntillosas de la realeza, mientras paseaba su cuerpo endeble, testigo de su intrínseca fragilidad, por aquellos decorados hercúleos. Miró a Poncet por el rabillo del ojo, algo nervioso. Como el padre Plantain le indicó que había que hacerse cargo de una caja que aún estaba abajo, en la carroza, el padre De La Chaise requirió a dos lacayos, a quienes hizo una señal con la mano de un modo tan imperioso y tajante que dio sobradas pruebas de los grandes abismos helados que se ocultaban bajo su aparente carácter apacible. Luego llevó al padre Plantain a un aparte y, con el rostro orientado hacia una enorme moldura dorada, le susurró unas palabras en voz baja. Siguieron al confesor y entraron en la primera sala, que era la de los guardias. El padre De La Chaise dio aviso al centinela que deambulaba con el mosquete a la espalda de que tenían que llegar dos hombres con una caja, que de hecho apareció en aquel mismo momento.

Se internaron en la primera antecámara, una amplia estancia donde el Rey acostumbraba a cenar y donde permanecían encendidos unos apliques de bronce para que se pudiera ver. El ventanal sólo reflejaba en los vidrios un cielo anaranjado gradualmente más oscuro. Nyert, el primer ayuda de cámara del Rey, un hombre de escasa estatura con una peluca corta, esperaba a los visitantes en la puerta. Después atravesaron otra sala que no estaba iluminada y que envolvía todo en una penumbra gris. En el extremo opuesto, una puerta entreabierta de dos hojas dejaba pasar la intensa luz de la estancia siguiente, donde centelleaba una araña de treinta velas. El chambelán reagrupó a los visitantes, abrió la puerta de par en par y los presentó al Rey.

7

El salón del Rey era una estancia sin personalidad, de ahí sin duda que Luis XIV deseara reformarla, pues era demasiado reducida para ser una sala de gala -sobre todo en comparación con la galería de los Espejos, a la que se accedía por tres puertas-, y al mismo tiempo un poco grande para ser únicamente un gabinete particular. Desde el punto de vista de la grandiosidad era modesta, y desde el de la modestia podía parecer pretenciosa. Así pues, el resultado era una mediocridad que derrochaba majestad. El Rey, situado a una distancia prudencial, no se veía ni ensalzado por las amplias perspectivas ni tampoco imponente, como podría estarlo cualquier personalidad ilustre que devorase con su presencia un espacio exiguo. Estaba allí, simplemente, y su aspecto no era más impresionante que el de un burgués en el centro de un corrillo. No obstante, si en algo se distinguía era porque tenía la cabeza cubierta con un gran sombrero de tres alas adornado con plumas blancas, cuando los demás sólo llevaban peluca.

La silla en la que se sentaba el soberano terminaba de darle un aire familiar. Se trataba de una especie de sillón tapizado de cuero negro con clavos dorados que se elevaba sobre una plataforma de tres ruedas. Las más grandes, situadas detrás, servían para propulsar el artilugio, que era empujado por dos servidores; la ruedecilla de delante le permitía conducirse con la ayuda de un largo timón de hierro que terminaba en una empuñadura. Nada podía traicionar más el servilismo del cuerpo que aquel instrumento que era su penoso auxiliar. Cualquiera que hubiera querido abismarse en la ilusión de que se hallaba en presencia de un semidiós, de una entidad a quien el poder había hecho sobrenatural, inmediatamente recibía aquel desmentido con tres ruedas que resultaba tan sorprendente a la vista. A pesar de todas aquellas simples evidencias, el Rey se empecinaba tanto por parecer grave, impasible y majestuoso, que más bien parecía gruñón, descontento e irritado. Ésa fue, cuando menos, la primera impresión que retuvo Jean-Baptiste al entrar en medio de su exigua comitiva de curas. El Rey sólo se parecía vagamente a los retratos oficiales, en particular al que hermoseaba el consulado de El Cairo. Acercando ambos en un ejercicio de memoria, a Jean-Baptiste le causó el efecto de que el pintor no había captado la imagen del soberano, sino su reflejo en el mundo sublime de las ideas, olvidando de paso las cicatrices de la viruela, su nariz colorada y las hinchazones del cuello. En pocas palabras, el señor De Maillet había cometido un gran error cuando mandó restaurar el lienzo, pues las máculas propias de la naturaleza habían conseguido un mayor parecido con la realidad que el mismo pintor. Entre el séquito que rodeaba al Rey, Jean-Baptiste distinguió a Fléhaut, que estaba un poco alejado, y al lado de éste, aunque más cerca del soberano, a un hombre con una alta peluca rizada, con la nariz larga y puntiaguda que debía de ser el canciller De Pontchartrain. Todos aquellos individuos, hasta el servidor más insignificante de los que empujaban la silla, adquirían, a semejanza del monarca, una expresión de importancia y de indignación ante aquellos indeseables y fatuos intrusos.

Los jesuítas hicieron un humilde y discreto saludo, propio de la gente a quien se debía conceder el privilegio de no someterse completamente a nadie, excepto a Dios. Jean-Baptiste, guiado por las reminiscencias del pasado, por un instante estuvo a punto de estirarse cuan largo era en el suelo, pero acabó por inclinarse con una profunda reverencia, que no estaba precisamente en boga. No obstante era sincera y mostraba que no tenía reparo alguno en someterse a la soberanía.

Una vez concluidos los saludos, hubo un momento de vacilación general. Jean-Baptiste se percató de que en toda la estancia, concretamente en esa frontera de poco más de un metro que separaba los dos grupos, se respiraba una cierta tensión, una crispación que casi resultaba perceptible al oído, como cuando se aproxima el aparato eléctrico de una tormenta de verano.

– Majestad -dijo el padre De La Chaise, el único que se atrevió a avanzar bajo la imprecisa amenaza de ese rayo-, ya conocéis al padre Fleuriau, que tiene a su cargo nuestras misiones de Oriente. Muy a pesar suyo, hoy está indispuesto y no ha podido comparecer ante vos. No obstante, tengo el gran honor de presentaros al padre Plantain, que tiene el difícil cometido de representar a nuestra orden en uno de los territorios del Turco, en Egipto, para ser más exactos.

El padre Plantain inclinó de nuevo su enorme frente.

– De allí -continuó el confesor del Rey- partió la misión hacia Abisinia, que Vuestra Majestad tuvo la gran virtud de concebir y auspiciar, y que ha intentado volver a afirmarse en ese malhalado país cristiano sumido en la herejía, donde algunos de nuestros hermanos desgraciadamente fueron masacrados a principios de este siglo. Vos sabéis cuántos esfuerzos despliega nuestra orden para sacar del error o de la ignorancia a tantos pueblos condenados para toda la eternidad por su inocencia. Si os parece oportuno, el padre Plantain os dará cuenta de la misión que vos queríais ver cumplida.

El Rey tosió ligeramente en el hueco de la mano, a la vez que retiraba la manga de su jubón verde. Aunque el gesto fue rápido, casi imperceptible, Jean-Baptiste observó que el soberano había aprovechado aquel movimiento aparentemente natural para limpiarse en el encaje del puño una gota de saliva que le corría por la comisura derecha de los labios, más baja que la otra y con mala oclusión.

– Hable, padre -dijo el Rey-. Nos interesa mucho ese asunto.

– Majestad -dijo el padre Plantain, que había enrojecido hasta el cogote-, desgraciadamente primero debo comunicaros que el corajudo misionero que llevó la esperanza de nuestra orden a aquellas regiones ya no vive en este mundo. Dios lo reclamó en su seno en el transcurso de su duro viaje. No obstante, su sacrificio no ha sido en vano. El Emperador de los Abisinios recibió con los brazos abiertos al resto de la misión. Ha mostrado su buena disposición con respecto a la fe católica, a la que espera adherirse sinceramente. Además ha expresado su humilde sumisión con respecto a Vuestra Majestad, a quien reconoce como el soberano cristiano más poderoso del mundo. Con el ánimo de rendiros pleitesía, mandó a El Cairo un emisario que se puede calificar de embajador, si bien esos pueblos no están familiarizados aún con esc tipo de usanzas.