Esto sirvió de poco consuelo a Jean-Baptiste, que continuaba aburriéndose delante de la chimenea.

– ¡Pues escriba! -le dijo al fin Sangray con cierto fastidio-. Sí, escriba, como cuando se camina de un lado a otro sin ir a ninguna parte, simplemente para no morirse de frío. Si ordena todos sus recuerdos, si narra todo cuanto usted ha visto y llevado a cabo, consolidará sus respuestas frente a aquellos que van a juzgarle.

Jean-Baptiste siguió su consejo, al principio sin entusiasmo, pero luego se ensimismó en la redacción de sus memorias. En lugar de anegarse en los negros pensamientos del invierno urbano, su mente no abandonó los luminosos días en el altiplano de Abisinia, las cabalgadas a la caza de los antílopes, la guardia del Negus en marcha con sus escudos dorados y las estolas de leopardo. Estaba en Gondar, en el mercado de las especias, y olía el cinamomo y el pimentón rojo. En la tibieza de la noche, oía el aullido de las hienas cada vez más fuerte. Y las mujeres pasaban por delante, paseando una mirada austera con aquellos ojos tan blancos y tan negros.

Escribía de la mañana a la noche junto al fuego, en su aposento. Los guardias se relevaban en su puerta y a veces no le veían en todo el día. Sacó de su exiguo equipaje un traje de algodón blanco como el que llevan los abisimos, con un pantalón estrecho y un velo de muselina bordado con una franja estrecha y vistosa que se colocaba como una toga alrededor de los hombros. Había traído ese atuendo de Etiopía sin saber muy bien por qué, y al principio pensó ofrecérselo a alguien, pero al final se dio el gusto de vestirse con aquellas prendas en su habitación. Se anudó alrededor de la cintura el cinto destinado al Rey de Francia, pues los jesuítas le habían aconsejado no dárselo. Y así, ataviado como un abisinio, Jean-Baptiste se sentía mucho más inmerso en el tema. Para completar la vestimenta, agregó la cadena de oro y el colgante que le había dado el Negus Yesu en el momento de la partida. Era muy emotivo tener en las manos aquel objeto que había tocado aquel lejano e hipotético monarca, que daba prueba de su amistad e incluso de su existencia cuando todo conspiraba para ponerla en duda. La reflexión de Jean-Baptiste, que transcribía en su relato, adquiría cuerpo con él, bajo aquella apariencia de algodón blanco. Sangray se acostumbró a ver a su huésped con aquel atuendo cuando ambos se reunían para comer.

Un día el señor Raoul llamó a Poncet urgentemente para socorrer a un apoplé)ico que acababa de sufrir un ataque en su albergue. La detención del canciller no prohibía al médico salir, siempre que lo acompañase la guardia y que no se acercara para nada a la familia real. En el comedor de la taberna, los comensales se levantaron todos a una al ver aparecer a aquel joven vestido de blanco, con el cinto dorado y dos mosqueteros a sus espaldas. Los presentes se quedaron pasmados, creyendo que se trataba de algún príncipe llegado intempestivamente de Oriente, tal vez incluso con una alfombra mágica y a quien el Rey honraba con una vigilante escolta. Los hombres de negocios que cenaban en la taberna se sintieron más extrañados aún cuando vieron desaparecer aquella brillante comitiva por la vetusta escalera para ir a visitar a uno de los suyos. Por lo demás, Jean-Baptiste no pudo hacer nada pues cuando entró en la habitación del mercader, el hombre exhalaba sus últimos estertores. El médico volvió a marcharse y poco después bajaron el cadáver. Entretanto, la concurrencia hizo sus conjeturas en voz baja. La mayor parte compartía la opinión de un anciano viñatero de Chablis que afirmaba que su compañero mercader seguramente se habría convertido a una religión desconocida de algún país lejano, y que por eso una especie de cura vestido completamente de blanco había ido a llevarle el último sacramento.

Después de esta primera salida, Jean-Baptiste no vio inconveniente en hacer otras, vestido de igual modo. El señor Raoul siempre veía afluir las peticiones de consulta y se alegraba de poder servirles otra vez. Jean-Baptiste sólo aceptaba ir a casa de los humildes, y no cobraba. Poco a poco el barrio se hizo eco de la verdad por cuenta propia, y ya nadie se extrañó de ver pasar -siempre a primera hora de la tarde, es decir, cuando daba por terminada la escritura- su larga figura envuelta en una toga blanca, buscando en las callejuelas las direcciones de los cuchitriles más sórdidos donde había niños enfermos, y escoltado por dos soldados del Rey.

En el amplio perímetro donde era requerido para estas visitas, los parisinos le apodaban el Abisinio, y se acostumbraron a saludarle amistosamente por las calles.-

9

Según usted, ¿a qué se parece esto, a los santos óleos?

El señor De Maillet, sentado en un gran sillón frente al señor Macé, hablaba casi en voz baja.

– Excelencia, a mí me parece… en fin, no sé, imagino… que es el óleo.

– Muy bien -dijo el cónsul, ligeramente nervioso-, ¿pero de qué naturaleza, en qué cantidad, en qué tipo de frasco?

– Oh, no hará falta mucho. Un poco en la frente… en las manos también.

– Resumiendo, Macé, a usted le ocurre lo mismo que a mí -dijo el señor De Maillet poniéndose derecho-, no tiene ni idea.

– Me informaré -exclamó el secretario, picado.

– De todas maneras, eso no cambia nada. Ya lo pensarán los capuchinos. Y dígame otra cosa, ¿quién se lo proporcionará?

– Un monje siriaco, el hermanó Ibrahim, que conoce al patriarca copto y afirma poder recibir de él los óleos de la coronación.

– ¿Cuándo?

– En cuanto los capuchinos estén preparados.

El señor De Maillet se levantó y se cubrió con una capa de tela. Diciembre en El Cairo puede ser frío. El desierto no está lejos. Y aquellas endemoniadas casas no estaban preparadas para afrontar otra cosa que no fuera el bochorno. El cónsul ya no se separaba de su peluca, cuya larga melena atusaba tembloroso sobre su pecho.

– Así pues, el plan de los capuchinos es éste: llevar al Emperador de Abisinia los santos óleos para su coronación, que sin embargo ya se celebró hace más de quince años, si no me equivoco…-El padre Pasquale dice que eso no tiene importancia. Los abisinios, que están aislados del mundo, tienen la costumbre de ingeniárselas solos. Pero lo hacen con pesar. Si alguien les llevara los óleos, se mostrarían muy agradecidos, incluso al cabo de quince años, y volverían a hacer una ceremonia de coronación con el mismo entusiasmo.

Después de aquel discurso, el señor Macé tosió ruidosamente.

– Admitamos eso -dijo el cónsul-. En fin, ¿qué le ha dicho al padre Pasquale para justificar que no lo reciba?

– He sostenido, tal como el señor cónsul me había aconsejado, que Vuestra Excelencia estaba enfermo.

– ¿Le ha creído?

– Lo dudo. En todo caso volverá mañana, y si Vuestra Excelencia me permite el pronóstico, no lo dejará tranquilo, pues dice que usted le ha prometido una colaboración financiera.

– Es algo muy engorroso -le replicó el cónsul molesto-. Tengo que escribir a Versalles. ¡No dispongo de fondos para los viajes de esos capuchinos y sus entregas de aceites sagrados!

Se encogió de hombros.

– Realmente todo esto me incomoda. Esas congregaciones deberían quedarse donde están. Amenazan con hacer sombra a nuestra propia embajada, la de Le Noir du Roule, que a mi parecer es la única que cuenta.

– Tal vez podríamos reagruparlas y unir su expedición a la nuestra… -aventuró el señor Macé.

– ¡Lo que faltaba! ¡Usted no está en su sano juicio! -exclamó el cónsul.

Cuando se disponía a dar rienda suelta a su indignación, alguien llamó discretamente a la puerta del despacho. El secretario se acercó presuroso, entreabrió la puerta, cogió un paquetito y le dijo al cónsul:

– El correo de Alejandría, Excelencia.

El señor De Maillet cogió las cartas de manos del señor Macé, rompió nerviosamente el cordón sellado que las envolvía y pasó revista al contenido: nada de Pontchartrain, pero había una breve misiva de Fléhaut.

El cónsul la abrió con impaciencia y la leyó, soltando frecuentes exclamaciones.

Fléhaut refería la audiencia de Poncet y sus consecuencias, mencionaba su próximo juicio y comunicaba, en el más estricto secreto, la llegada de seis jesuítas.-¡Qué desgracia! -exclamó el cónsul-. ¿Cómo es posible? Nosotros que pensábamos habernos librados de ellos, y ya tenemos seis más aquí…

Pero le gustó tanto lo que seguía a continuación en la carta que no pudo resistir volver a leerla en voz alta para el señor Macé.

– Escuche esto: «… Pero el ministro ha conseguido que la misión de los jesuitas sea totalmente ajena a la del consulado. Además, el señor De Pontchartrain, que no escatima elogios para con la persona de Su Excelencia, ha conseguido persuadir al Rey de que es útil enviar por separado nuestra propia embajada con fines políticos y comerciales…» ¡Qué gran hombre mi querido primo! «El señor Le Noir du Roule parecía convenir al ministro para esta misión, que por lo tanto puede marcharse sin demora. La próxima caja consular aportará los fondos necesarios para que esta misión pueda ponerse en ruta. Firmado: Fléhaut.»

Envuelto en la capa, con la peluca torcida, el cónsul se hundió en una silla.

– El asunto se encamina por fin tal como había previsto, Macé. Una embajada… Vaya a buscar a Le Noir du Roule.

– No creo que esté aquí -dijo el señor Macé.

– Búsquelo.

No era muy difícil. Todas las tardes, el diplomático, a quien le perdía el juego, echaba unas partidas de faraón en la casa de un hombre de negocios viudo, relativamente acaudalado antes de conocerle. El señor Macé arrancó con dificultad a Du Roule de esta ocupación y se lo llevó al cónsul.

– Querido amigo -dijo alegremente el señor De Maillet-, tengo una excelente noticia para usted.

«Muy buena tendrá que ser -pensó Du Roule- para que le perdone no haberme dejado terminar una partida con la que iba a ganar mil libras.» Hizo una educada reverencia.

– Siéntese, porque se trata realmente de una excelente noticia. La cuestión es que el ministro le nombra nuestro embajador en Abisinia.

En el rostro del joven diplomático se dibujaron cuatro o cinco muecas sucesivas, siempre movidas por resortes interiores, aunque resultaba imposible saber en qué estaría pensando, como de costumbre.

– En verdad -dijo animadamente-, la sorpresa me ha dejado pasmado.

Pero nadie hubiera dicho que aquel hombre elegante con medias impecables, a pesar de que acababa de cruzar una calle llena de barro, se hallara pasmado.