Hasta los doce años recibió los dulces cuidados de su abuela, que vivía en el campo y se ganaba el pan trenzando cestas de juncos. Todas las imágenes femeninas de la Iglesia irradiaban su luz a partir de aquella fuente común. Si le hubieran propuesto adorar a una diosa en vez de a un dios, habría tenido la energía para convertirse en papa. «¿Quién habría salido ganando con el trueque?», pensó sonriendo para sus adentros.

De acuerdo con el curso de la ceremonia que discurría a su alrededor, Jean-Baptiste se sentaba, se levantaba o se arrodillaba. Las patas de las sillas crujían sobre las frías baldosas cada vez que se producía un cambio de posición. En el momento de la comunión, el joven que servía al sacerdote hizo sonar la campanilla. El sonido agudo resonó en el aire trío como un tañido fúnebre. Jean-Baptiste vio salir vaho de su boca mientras estaba de rodillas. Inclinó la cabeza y de repente se quedó sorprendido ante una de esas evidencias que se presienten antes incluso de formularlas y que de repente nos llevan a convertirnos en otra persona.

«Estoy de rodillas -pensó con los ojos desorbitados como quien contempla un gran descubrimiento-. Sí, desde que emprendí la misión de Etiopía estoy de rodillas. O tal vez desde que vi a Alix por primera vez. De todas formas, volvemos a lo mismo. Yo era un hombre libre. Nunca había permitido que me sometiera ninguna autoridad. La primera vez que vi al cónsul, fue él quien vino hasta mí; yo estaba encaramado en el árbol y también era yo quien le hacía el favor de escucharle. Y ahora estoy de rodillas…»

Entretanto, el sacerdote hizo una señal y los feligreses se levantaron. Jean-Baptise oyó a sus espaldas el ruido de los mosqueteros que volvieron a ponerse de pie. Así que él hizo lo propio.

«Y ahora estoy de pie, pero es porque me lo han ordenado. Aunque esté sentado o de pie, siempre me encuentro de rodillas, o sea sometido. Espero que el cónsul quiera concederme a su hija; espero que el Rey me dé un título nobiliario; y espero que esos profesores me juzguen. Y como van a condenarme, como el Rey no hará nada bueno por mí, como el cónsul me negará a su hija, estoy de rodillas, y no ante la gente que me quiere sino ante la autoridad más malintencionada. Lo peor es que no me creo nada. No creo que sea un honor ser nombrado noble por un rey que dispone de ese favor para someter a sus semejantes. No creo que esta religión valga ni más ni menos que otra, y aunque reconozco que todo el mundo tiene derecho a creer en ella, si así lo desea, niego a la Iglesia toda autoridad para forzar las conciencias, empezando por la mía. Y a pesar de todo, estoy de rodillas.»

El sacerdote había dado su bendición a los fieles, que se dispersaban a paso apresurado con las manos metidas en los pliegues de sus abrigos. Estos miraban al pasar a aquel joven alto y ausente, que los dos mosqueteros parecían estar esperando.

«Y todo esto tiene su raíz -continuó diciéndose Jean-Baptiste- en que primero me puse de rodillas ante el cónsul. Ésa es la razón de todo, está clarísimo. Ése fue mi primer error, ése fue el momento concreto en que abjuré de mi libertad. Me he comportado como si fuera legítimo que un padre poseyera la voluntad de su hija. He pretendido amar a alguien y. en el mismo momento he negado su existencia y me he mofado de su libertad. Nuevamente he puesto la vida de Alix y la mía en las manos de ese padre despreciable. ¡Estoy de rodillas!»

– No -dijo tímidamente uno de los mosqueteros.

Jean-Baptiste se dio cuenta de que había pronunciado esta última frase en voz alta y enrojeció.

– Vamos, señores -dijo recobrándose-, siempre hay que inclinarse ante la voluntad de Dios.

Luego los condujo fuera, detrás de él.

Este episodio, por muy anodino que pueda parecer, ejerció una profunda influencia sobre Jean-Baptiste, pues unas horas más tarde ese germen iba a propiciar su conducta futura.

– La libertad no se pide, se toma -dijo esa noche a Sangray.

A partir del día siguiente, se propuso llevar a la práctica aquella aseveración.

Un acontecimiento que se había producido tres días antes adquirió un valor inestimable a la luz de aquel nuevo día. Jean-Baptiste proseguía sus consultas, que ni siquiera había interrumpido la proximidad del proceso; sus paseos se limitaban a eso. Los guardias subían con él hasta el umbral de las habitaciones, donde atendía a los enfermos, pero no entraban. El señor Raoul era como una especie de secretario para él pues todos informaban al hospedero de los casos, y era él quien calibraba la urgencia y la gravedad de cada uno. Aquel día, el tercero antes de la audiencia, el señor Raoul le dio una dirección a Jean-Baptiste, a la vez que le aconsejó ser extremadamente cauteloso. Valga decir que había mostrado un semblante extraño para hablar de aquel asunto.

En el cuartucho sórdido y oscuro donde el médico se había presentado vivían cuatro personas: una mujer sin edad, vestida miserablemente, dos niños huraños, agazapados en un rincón, y el enfermo. El hombre, que se llamaba Mortier, se empeñó en asegurar al principio que le había atropellado un carro. Pero a Jean-Baptiste no le resultó difícil hacerle confesar que una flecha había causado la herida con dos orificios que le deformaba la pantorrilla. Entraba por la puerta de Meaux con grano cuando le sorprendieron los arqueros que hacían la ronda. Jean-Baptiste tranquilizó al contrabandista prometiéndole que guardaría el más completo silencio. Luego le aplicó unas fuertes tinturas en la herida, hizo un aposito y le administró al paciente unas buenas dosis de ipecacuana. El hueso no estaba afectado, simplemente había que vencer la calentura. Al día siguiente el enfermo sudó mucho, y al segundo día pudo comer de nuevo.

11

El segundo enfrentamiento de Jean-Baptiste con el jurado se inició con un estado de ánimo radicalmente opuesto al primero. Aunque los hombres de ciencia estimaban por unanimidad que el supuesto viajero había respondido mal, percibían la fuerza de su argumentación y la inconsistencia de las pruebas sobre las que podían basar una recusación, toda vez que habían sacado provecho del paréntesis de aquellos días para sumirse en sus estudios y poner a punto un cuestionario más atinado. Por el contrario, Jean-Baptiste llegó a la audiencia muy sonriente debido a la alegría que le había proporcionado su reciente resolución. El pequeño paseo le animó; había estado en compañía de sus guardianes, dos buenos mozos oriundos de la Picardía, más o menos primos entre sí, a quienes su jefe les permitía hacer el servicio siempre juntos.

El interrogatorio se abrió con una pregunta del sacerdote, que no había abierto la boca la sesión anterior. Era un hombre gordo muy miope que sujetaba la hoja contra la nariz para leer el texto que había preparado antes de levantar sus grandes ojos nublados hacia la sala. Deseaba que se precisara la alimentación de los abisinios. Dejando aparte la complicación de la frase, su pregunta era bastante sencilla e incluso necia. Y Jean-Baptiste respondió con educada desenvoltura. Siguieron varias preguntas que apuntaban al detalle y que mostraban con qué esmero los eruditos habían estudiado las escasas crónicas disponibles relativas a Abisinia. La sesión se tornaba aburrida, pero de pronto se animó con una pregunta sobre las leyes orgánicas del reino.

– La regla, como aquí -dijo Jean-Baptiste-, es la primogenitura. Los hermanos, primos y sobrinos del Rey, que podrían ser el instrumento de una rebelión, son neutralizados. Mientras que en otros lugares se prefiere hacerlos caer en los excesos, allí son encarcelados en lo alto de una montaña.

– ¿Y haría usted el favor de decirnos dónde se hace caer a los hermanos del Rey en los excesos? -preguntó el presidente.

La alusión al pobre duque de Orleans era demasiado clara para hacer más puntualizaciones. Jean-Baptistc sonrió.

– Pues… no sé. Será cosa de los aztecas, supongo.

Los miembros del jurado se miraron perplejos. Aquellas groseras provocaciones eran indignantes, y al mismo tiempo una ocasión sin igual. Si volvieran a repetirse, les permitirían apartarse del terreno inconsistente de la ciencia y de la filosofía para encontrarse con el del ultraje y por lo tanto, acto seguido, con la policía, simple y llanamente. Había que insistir…

– Háblenos más del Rey de los abisinios, se lo ruego -solicitó uno de los profesores con una leve sonrisa.

– Ya les he dicho mucho. Realmente me falla la memoria.

– Intente recordar. ¿Cómo vive? ¿Qué hay de notable en su corte?

– Me parece que ya les he descrito todo eso. El trono, el palacio… ¡Ah, tal vez pueda contarles una anécdota que acabo de recordar! La cuestión es que, en el palacio, las ventanas del Rey dan a dos patios, y en uno de ellos están los leones.

– Ya nos lo ha dicho.

– Sí, pero lo que ustedes no saben todavía es que constantemente se oyen llegar lamentos del segundo patio. Es un murmullo que no cesa jamás, a veces se intensifica y se distinguen sollozos y gritos. Un día pregunté si eran los condenados, los prisioneros de guerra, quienes gemían así. Me respondieron que quienes se lamentaban de aquella forma eran unos servidores bien amados del Rey y bien retribuidos, cuyo trabajo consiste únicamente en producir lo que los abisinios consideran la música más necesaria para un soberano y que siempre debe resonar en sus oídos: el murmullo del pueblo doliente que pide su auxilio.

– ¿Y qué conclusión saca de todo esto? -preguntó el presidente.

– Saque las conclusiones usted mismo -dijo Jean-Baptiste-. No soy yo quien debe saber si algunos reyes juzgarían más o menos oportuno permitir que llegara hasta ellos la queja de sus subditos.

– ¡Eh! ¡Eh! -dijo el presidente mientras miraba alegremente a sus colegas-. ¿El escribano ha anotado todo? ¡Perfecto!Nada regocija más el corazón de los cortesanos que el espectáculo de un hombre que desafía por orgullo aquello a lo que los demás se someten. Así tienen la oportunidad de ver cómo el poder se torna despiadado y pueden justificar su propia cobardía con la excusa de que es una batalla perdida de antemano.

– ¡Ah -dijo Jean-Baptiste, participando del regocijo-, como la vida del Negus les interesa tanto, recuerdo otra anécdota. Figúrense que un hombre de la nobleza duerme por la noche en el umbral de su puerta. Y es él quien por la mañana despierta al Rey con unos golpes de látigo en el suelo. Se preguntarán por qué con latigazos. Esa costumbre proviene de la época en que los negus iban con su campamento a cuestas por el monte y cambiaban de sitio prácticamente cada día. A veces sucedía que en la oscuridad de la noche, las fieras carnívoras, casi siempre hienas, se deslizaban entre las tiendas y en ocasiones hasta la entrada de la del soberano. Así que los latigazos tenían por objeto alejar a las bestias feroces que pretendían acercarse a su persona. Cuando los reyes construyeron palacios y se acostumbraron a dormir allí, conservaron esta tradición, como si aún siguieran en la selva, rodeados de una fauna peligrosa y salvaje. Francamente, señores, ¿no creen ustedes que esto constituye un perfecto y bello ejemplo en el que inspirarnos para ponerlo en práctica en otra parte?