Apenas regresaron al consulado, un guardia fue a comunicar a la señorita De Maillet que Su Excelencia el cónsul deseaba verla inmediatamente, así que entró en el gran salón de recepción de la planta baja. Su padre la esperaba vestido con una levita escarlata, con el reverso negro. También llevaba su peluca más pomposa en la cabeza y cintas en las medias. La muchacha pensó que parecía una gran muñeca perfumada, mientras se dirigía hacia ella con andares de pato a causa de los zapatos de tacón cuadrado. «A buen seguro que me cogerá de las manos -pensó-. Bueno, ya estamos.»

– Hija mía… -empezó a decir el cónsul con la voz temblorosa.

Y sin fuerza para acabar su frase, la abrazó. Sacó un pañuelo del bolsillo, se secó los ojos y prosiguió:

– Tengo que anunciarte una gran noticia. La más importante que pueda recibir nunca una mujer en toda su vida, creo yo.

– Le escucho, padre -dijo Alix.

– Pues bien, es ésta: el noble caballero que está ahí, acaba de pedir tu mano.

Du Roule se hallaba en la estancia, pero estaba algo retirado y precisamente delante de una colgadura del mismo color que su casaca, camuflado como un camaleón. Al principio Alix no lo vio y tuvo que volver la cabeza hacia él. Parecía el desgraciado san Dionisio, caminando después de su decapitación. Tenía la cabeza lívida del mártir y los ojos cerrados de quien prefiere oír los clamores del desastre antes de que éste caiga sobre él. La joven sintió una gran compasión por él.

– Padre -dijo sin inmutarse-, deseo hablar con usted a solas.

Pocas órdenes se habrán ejecutado con tanta rapidez como aquella, y Du Roule, que sólo esperaba una señal, se esfumó. Cuando estuvo con su hija, sin testigos, el señor De Maillet, que temía una última y caprichosa exigencia, le dijo:

– Estás emocionada. Yo también. Intentemos que todo sea lo más sencillo posible y que estos misterios nunca pierdan su belleza. Así pues, ¿qué querías decirme que no pueda oír tu futuro esposo?

– Padre, me pide que sea explícita. Pues bien, este hombre nunca será mi marido.

– ¡Diablos! -exclamó el señor De Maillet, agitándose sobresaltado-. ¿Y por qué?

– Porque no me casaré.

– ¡Vaya! -dijo el cónsul con un tono socarrón-. ¿Ya qué viene ese capricho?

– No es un capricho sino una imposibilidad.

– Y me dirás la razón…

– Si insiste, padre.

– ¡Cómo que si insisto! Me parece que tengo todo el derecho del mundo a conocer cuál es el impedimento.

Alix tomó aliento, como un atleta a punto de echar a correr.-No me casaré nunca porque estoy deshonrada.

– ¿Deshonrada? -exclamó el cónsul-. ¿Qué quieres decir?

– Lo que digo. No estoy en el estado en que me creó la naturaleza y como conviene presentarse ante un marido.

Si al señor De Maillet le hubiera caído en la cabeza una de las vigas del techo, no habría perdido el equilibrio tan visiblemente. Dio un paso atrás y apoyó la mano en una mesa.

– Estás bromeando, hija mía…

Pero Alix, implacable, contestó sin bajar la mirada:

– Estoy a su disposición para que un sacerdote, una partera, o quien usted quiera, se cerciore de ello y le dé cuenta oficialmente.

El señor De Maillet la hubiera abofeteado de buena gana, de no ser porque ella le sostenía la mirada sin flaquear. Así pues se contuvo y empezó a deambular por la estancia, golpeando pesadamente el suelo a cada paso. Cuando pasó ante el retrato del Rey, bajó los ojos. Luego, cogiendo una idea al vuelo, se volvió hacia ella.

– No irás a decirme… -aventuró mirándola con maldad- que esc boticario, ese charlatán… ¡Poncet!

– No padre, no fue él.

– Entonces, ¿quién? -preguntó, golpeando con la mano sobre la mesa de roble.

– Nadie que usted conozca -dijo con naturalidad.

– ¿Cómo es posible? No sales de aquí. Tengo constancia de todas las visitas del consulado. No, no, le proteges, sólo puede ser Poncet.

– Le doy mi palabra.

– O lo que queda de ella -gruñó el cónsul-. Entonces, ¿quién es?

– Un turco.

– ¡Dios santo! -exclamó el diplomático, aturdido por ese último golpe.

– ¿Qué puede cambiar eso? -argumentó Alix-. Sólo cuenta el hecho, el responsable importa poco, ¿no es así?

– Bueno, pero es que un turco…

El cónsul se arrancó nerviosamente la peluca y empezó a deambular con ella, como el cazador que lleva colgando una liebre muerta y desconyuntada.

– ¿Y dónde conociste a ese maldito?

– En Gizeh.

– ¡Estaba seguro! Pdr eso no quería que fueras allí. Y esa sirvienta era tu cómplice, tal vez incluso la alcahueta…-Fránçoise no sabe nada de esto. Ella había ido al pueblo a buscar huevos con Michel, el palafrenero. Aquel hombre llegó por el río. Era un pescador. Me tomó en la terraza.

– ¿Sin tu consentimiento? ¿Por la fuerza? En tal caso pediré al pachá que repare este agravio, se harán batidas, lo encontraremos.

– No, padre. Me presté con sumisión. Tal vez fuera el sol, la paz de aquel lugar que irradia voluptuosidad. Cuando apareció aquel muchacho, súbitamente tuve ganas de…

– ¡Ya basta! -la interrumpió el señor De Maillet-. Ya he oído suficiente. ¡Qué horror! Mi única hija, mi única esperanza, mi heredera…

El cónsul estaba sinceramente conmovido, no tanto por pensar en su hijita perdida como por recordar el sinfín de proyectos colmados de felicidad y prosperidad que durante años había forjado para ella.

– Pontchartrain… Un noble partido… Casi embajador…

El cónsul, sentado de lado en una silla, con la mejilla apoyada contra el alto respaldo, hablaba para sí mismo.

– ¿Y por qué no me lo has dicho antes, para evitar todas estas diligencias? -exclamó el cónsul.

– Las diligencias ya estaban hechas -dijo Alix-. Y además, padre, es verdad que he postergado el momento de la confesión. Deseaba pasar el mayor tiempo posible cerca de usted y de mi madre. Porque en cuanto supiera de mi estado…

– ¡Tu estado! Supongo que no estarás encinta…

– Afortunadamente, tengo la prueba formal de que no.

– Una preocupación menos.

– Me decía que cuando usted conociera mi situación, todo cambiaría y no podría por menos que someterme a sus órdenes y enterrarme de por vida en algún lúgubre convento de una provincia francesa.

– ¡Exactamente! Por desgracia, no hay otra alternativa.

– Lo sé bien, padre -dijo Alix, dejando caer unas lágrimas y embadurnándose el rostro con ellas-. Espero que sea lo más rápido posible. No soportaré mucho tiempo la vergüenza de presentarme ante usted. Me moriré.

– Y yo me moriré sólo con verte -dijo el cónsul impaciente.

A esas alturas ya estaba pensando en otra cosa, y debía avisar al caballero Du Roule.

– Componte. Voy a llamarle.

Alix recobró la compostura con rapidez. Du Roule entró con la cabeza encogida entre los hombros y mirando a todos lados como un corzo acorralado.

– Desgraciadamente, señor mío -dijo el cónsul con énfasis-, he consultado con mi hija. En este mundo, usted es sin duda el partido que ella habría aceptado con más alegría. Sólo hay un rival contra quien no puede luchar y ella ha hecho voto, que yo ignoraba hasta ahora mismo, de dedicarle su vida. Se trata del mismo Dios. Mi hija Alix da fe de una vocación religiosa a la que no puedo oponerme.

– ¡Ah! -exclamó Du Roule turbado y temeroso.

Lanzó a la joven una mirada enloquecida donde se entremezclaban los recuerdos carnales de aquella belleza fogosa y la imagen improbable de la devota que le acababan de presentar.

– ¡Pues sí! -dijo con melancolía el cónsul-. Dios dispone, y a veces llama a los mejores. Así es. Mientras termina con los preparativos de su embajada, mi hija tomará la ruta de Alejandría con destino a Francia y al convento, en el primer navio real.

2

Hay tierras que sólo llaman a la miseria, por hallarse cubiertas de brezos y maleza, y donde sin embargo, a fuerza de perseverancia, la actividad humana ha conseguido el milagro de hacer surgir la armonía e incluso la prosperidad. No obstante, aquellos campos eran exactamente el ejemplo contrario, puesto que la naturaleza le había dado un suelo aireado, muy negro, donde todo crecía por sí solo. Le había otorgado por techo un cielo clemente que el sol y la lluvia compartían con apacible cordialidad; y la había cubierto de montes por donde discurrían arroyos cristalinos con desniveles escarpados que sin embargo no perjudicaban los cultivos, e incluso los favorecían. Ahora bien, todo allí daba muestras de que los hombres no habían cesado de arruinar aquellos dones, matándose entre sí y desencadenado con su mala conducta la guerra fraticida y el hambre que diezma a los débiles. Las malas hierbas que invadían los caminos se habían adueñado de la tierra, y el caballero que se internaba por aquellos lares debía andar con ojo para no desorientarse pues incluso las grandes vías de tránsito, caídas en el abandono, acababan reducidas a senderos casi invisibles entre las breñas. Se avistaban dos casas, de las que al menos una estaba en ruinas. En el bosque había que tener cuidado con los perros montaraces, que atacaban a los hombres no tanto por instinto como por rencor.

El caballero ascendió hasta un pueblo que se recortaba en el cielo, en la cresta de una colina. De lejos daba la impresión de que era relativamente grande, y cabía esperar que fuese próspero.

Sin embargo bastaba acercarse para descubrir únicamente graneros hundidos, techumbres de caña quemadas y casas convertidas en esqueletos. Unas ancianas vestidas de gris, mortalmente demacradas, conducían a unas cabras espectrales entre las ruinas.

– Hola -dijo para llamar a un joven pastor-, estoy de paso por aquí.

El muchacho levantó su cara de carbonero hacia el hombre y echó a correr sobre las piedras, que resbalaban bajo sus pies desnudos. En ese momento el viajero vio a un anciano que estaba sentado a cierta distancia junto a un pozo, cuyo brocal había perdido el resalte labrado. Tras poner los pies en el suelo, el caballero ató las riendas al tronco de un avellano que crecía en una ruina. El polvo del camino cubría su tabardo; tenía los ojos hundidos, una barba de ocho días y los andares vacilantes del marino que ha perdido la noción de la tierra firme. Se acercó al anciano, que alzó los ojos hacia el forastero.

– Amigo, ¿éste es el pueblo de Soubeyran? -preguntó extenuado el caballero, que no podía ser nadie más que Jean-Baptiste.

– Ya no queda mucha gente aquí para dar un nombre a este lugar -contestó el anciano.