– ¿Piensa embarcarse desde allí?

– Sí -contestó Jean-Baptiste-, tomaré una barcaza de pescadores para trasladarme a Genova.

– ¿Los correos del Rey no habrán alertado a las autoridades contra usted? Es posible que lo estén buscando.

– Dudo que los correos hayan podido ir más deprisa que yo. Y seguramente no habrán advertido mi huida tan rápido. Aún tengo veinticuatro horas.

– Es muy arriesgado. No hay barco todos los días. Suponga que las órdenes llegan mientras usted está allí, sobornando a los marinos. Lo denunciarían inmediatamente.

– Lo sé -dijo Jean-Baptiste con expresión seria-. Desde que escapé, he tenido todo el tiempo del mundo para pensar en ello. Pero no tengo elección.

Catinat acabó de tomarse su mejunje y limpió el fondo con los dedos.

– Le aconsejo que se tome unas horas de descanso. Anda falto de sueño y en ese estado no se hace nada bueno. Vaya a una de esas grutas, arrópese con una piel de cordero y duerma. A las cuatro de la mañana levantamos el campamento. Desde ahora hasta entonces, tal vez haya preparado algo para usted.

La sopa caliente y el reposo junto al fuego fue suficiente para que Jean-Baptiste advirtiera que su cuerpo estaba completamente entumecido. Desde su partida, sólo se había tomado unas horas de descanso que nunca fue completo pues se había visto obligado a estar alerta constantemente. Así que aceptó el consejo de Catinat. Apenas se hubo estirado cayó en un sueño profundo a pesar del olor insoportable de la piel desollada.

A las cuatro, Catinat fue a despertarle, como había dicho. Traía ropa y le dijo que se cambiara. Aturdido y sin tener plena conciencia de lo que hacía, Jean-Baptiste se desprendió de sus viejos harapos, se colocó un jubón de satén con puños bordados, que le iba ajustado, y se calzó unas botas finas ligeramente grandes. Completó su atuendo con una amplia capa de paño y un sombrero realzado en tricornio. Con esta elegante vestimenta, Jean-Baptiste se reunió con el grupo de hombres que formaba un círculo alrededor de la fogata más cercana, entre los que se hallaba Catinat. Con el sombrero en la mano, hicieron una breve plegaria, pero era evidente que ponían toda su alma en ella. Luego distribuyeron un tazón de la misma sopa que la noche anterior, más clara. Catinat pidió a Poncet que se sentara su lado.

– Hace tres días, los nuestros asaltaron en el camino de Uzés a un joven noble que cometió la imprudencia de subir hasta allí sin escolta. Hicieron su tarea limpiamente, y sus ropas no tienen ni un rastro de sangre. Éstos son sus papeles.

Tendió a Jean-Baptiste una pequeña bolsa roja en la que estaban inscritas las iniciales H-V en letras doradas.

– Era uno de esos jóvenes aventureros que vienen a ponerse al servicio de los ejércitos para reprimir nuestras fuerzas. No hay nada más abominable. Se amparan en la fe, pero su única aspiración es el pillaje para así dar fortuna a un nombre que no les ha dado ninguna. Ha tenido mucha suerte de que nadie le haya tomado por uno de ésos al acercarse hasta aquí, aunque la verdad es que usted parecía un pordiosero y que generalmente ellos cuidan mucho su apariencia. Se visten para asesinarnos; ése es el honor que nos hacen.

Jean-Baptiste había abierto la envoltura de cuero que contenía los papeles del muerto, que se llamaba Hugues de Vaudesorgues. Había pertenecido a la casa del príncipe de Conti, que le recomendaba al gobernador general de Nímes, y tenía la misma edad que Poncet, con sólo dos meses de diferencia.

– Quédese con su caballo -dijo Catinat-. Sólo tenemos animales de tiro, que no resultarían muy apropiadas para alguien de su posición. Pero con estos documentos nadie le importunará. Vaya hasta la primera posta al este de Uzés y cambie de montura con tanta naturalidad como si llegara de una corta etapa de viaje. Su doble no pasó por allí y no sospecharán nada. Después, siga hasta Marsella. El puerto es grande. A buen seguro encontrará un barco, y nadie se fijará en usted. Esos héroes de pacotilla a menudo se dan media vuelta en cuanto les disparamos la primera bala, y se van a probar suerte en las Escalas de Levante.

El día empezaba a clarear, deslizando sus tonalidades blanquecinas a través de las ramas desnudas. Los hombres pisoteaban las fogatas, cargaban sus morrales a los hombros y se agrupaban con las armas en la mano. Jean-Baptiste llevaba a su caballo sujeto por las riendas y caminó con ellos hasta una especie de mirador natural, un promontorio de roca plana desde donde se veía la espalda abovedada de grandes bosques negros, y al fondo la línea pastel del valle. Poncet y Catinat se dieron un gran abrazo y luego se separaron. Jean-Baptiste subió a su caballo antes de mirar por última vez, en el día azul, a aquella tropa ruda, miserable y temblorosa que era la viva imagen de la dignidad. Advirtió que la mayor parte de los partisanos se habían endosado encima de sus pobres ropas una amplia camisa de tela que seguramente les servía para reconocerse entre ellos. Jean-Baptiste se fue alejando, y ellos levantaron sus picas y sus espadas en señal de saludo. Mientras descendía, siguieron durante un buen rato con la mirada aquella silueta que el día anterior habían asaltado y que ahora acababan de resucitar.

3

El padre Pasquale y Bartolomeo, un joven novicio recién llegado de Italia, esperaban en el patio. No habría sido conveniente que fuesen más allá. El capuchino barbudo iba y venía alrededor de la palmera que crecía, sola y algo ridicula para su gusto, en pleno centro de aquel patio con azulejos y rodeado de altos muros almenados. Pensaba que realmente parecía que estuvieran en una prisión, sobre todo porque las ventanas se hallaban provistas de rejas de hierro forjado por el lado que daba a la iglesia copta. Al pasar ante el pórtico entreabierto, el capuchino podía distinguir unas voces graves que cantaban salmos, mientras el familiar olor a incienso se deslizaba hasta su gran nariz.

En el interior de la basílica, el ambiente era muy distinto. Gracias a los postigos de madera cerrados en todas las ventanas y a un complicado sistema de colgaduras, pantallas y mamparas, en El Santo de los Santos reinaba la más absoluta oscuridad. Sólo los resplandores escarlata de unas lámparas poco iluminadas alteraban la paz de los objetos y de los seres, escogían parsimoniosamente aquello que deseaban captar y mostraban una habilidad de ladrón para distinguir el oro, el marfil y las gemas en la penumbra. Ibrahim, el monje siriaco, asistía al patriarca y a unos pocos elegidos en la ardua tarea de bendecir los óleos de la coronación. Tras numerosos preámbulos e interminables oraciones, el patriarca sacó una ánfora de alabastro de un sagrario. En ese momento empezó la bendición propiamente dicha, que culminó con el trasiego del líquido en una vinajera de arcilla provista de un asa y cerrada con un tapón de corcho. La tarea se dio por terminada cuando el día empezaba a declinar. El patriarca, que llevaba la vinajera en la cabeza de la procesión, llegó al vestíbulo y esperó a que abriera el pórtico un anciano sacerdote copto que sacudía la cabeza sin cesar. Pese a que estaba muy enfadado por la larga espera, el padre Pasquale fue condescendiente con el obispo de los coptos y, con la expresión de la más humilde sumisión, tomó en sus manos el precioso recipiente, así como un pergamino enrollado y lacrado que autentificaba su procedencia. Hizo una genuflexión y dijo en árabe:

– Dentro de tres días a partir de hoy, monseñor, estas santas unciones estarán de camino hacia Abisinia.

El patriarca hizo un último signo de la cruz sobre la urna. Por su parte, Ibrahim cruzó una mirada de complicidad con el capuchino. Y el hermano Pasquale, seguido de Bartolomeo, saludó, atravesó lentamente el patio y por fin salió al tumulto de la ciudad.

El santuario copto daba a una calle estrecha que lindaba con casas elevadas. Prácticamente al pie de cada una de ellas, por no decir en todas, un pequeño negocio exponía su tenderete, iluminado por un quinqué. Aún había mucha gente y los viandantes que avanzaban en las sombras se topaban unos con otros, a veces con cierta brusquedad.

– Toma la vinajera -dijo el hermano Pasquale al novicio-. Tú ves mejor que yo.

El joven novicio se hizo cargo del preciado recipiente con una expresión de terror. Era un muchacho gordo y mofletudo que había llegado de Istria. Todavía no se podía dar fe de su vocación, pero su padre, a quien temía, quiso consagrar uno de sus hijos a Dios, y escogió a aquél entre los demás, porque era el más glotón y el que costaba más trabajo alimentar. Desde entonces, Bartolomeo servía al Señor con la lealtad de un soldado que lucha con ganas porque el rancho es copioso.

– ¡Has visto, muchacho, cómo presume ese patriarca bribón con su gran toga bordada en oro! -mascullaba el capuchino que iba delante, mientras se abría paso entre el gentío, aprovechando que tenía las manos libres-. Pero si yo no hubiera empezado por darle la mitad de los cequíes del cónsul a ese miserable…

Bartolomeo corría detrás, sin despegarse de los talones de su protector.

– Escúchame bien -continuó el hermano Pasquale-. Tú eres joven, Bartolomeo. Debes saber que esos coptos no son nada. Nada de nada. Si los juzgas por sus ropas y sus incensianos de corladura, podrías pensar que son algo. Pero no te equivoques. El pachá es el propietario de todo. Les deja usar todos los objetos, pero en realidad son más pobres que los mendigos.

– ¿No somos nosotros también pobres? -preguntó jadeante el joven capuchino, a quien le había impresionado sobremanera enterarse, cuando le destinaron con los monjes, que habían hecho voto de mendigar su comida.

– Nosotros tenemos al Papa, ¿comprendes? -respondió Pasquale-. Es verdad que somos pobres, pero ésa es precisamente nuestra arma y el lugar que nos corresponde. Míralo así, como si nosotros fuéramos los exploradores y a nuestras espaldas estuviera la caballería, los cañones y todo un ejército, mientras que esos coptos sólo tienen detrás el sable de los musulmanes, prestos para rebanarles el cuello. Y aun así se dan importancia y nos hacen esperar cuatro horas en fila hasta terminar su revoltijo de bendiciones.

Habían dado la vuelta a la esquina por un callejón más estrecho aún, sumido en la más absoluta oscuridad, y por el que no pasaba nadie. No obstante, por ese atajo podían evitar la ciudadela y llegar con mayor rapidez al convento.

– Espere, padre -dijo Bartolomeo-. No veo nada.

– Pon un pie después del otro, pedazo de alcornoque. ¿Qué te han enseñado en el seminario?

El hermano Bartolomeo hizo todo lo que pudo, pero de pronto se detuvo, lanzó un grito ahogado y luego fue soltando una angustiada letanía.