– ¡Oh! ¡Dios mío! ¿Qué he hecho? ¡Estoy perdido! Tenga piedad de mí. ¡Que el Señor me libre del castigo! ¡Oh, Dios mío, Dios mío…!

El hermano Pasquale volvió sobre sus pasos en la oscuridad.

– Bueno, ¿y ahora qué te pasa?

– ¡Piedad, piedad! -gritaba el novicio, arrodillado en la tierra desnivelada-. Se me ha resbalado la vinajera.

– ¿Se ha roto?

– Sí. Estoy perdido.

El hermano Pasquale profirió unos juramentos en su dialecto, y como no era el mismo que el del joven hermano, éste aún se sintió más aterrorizado al oírle.

– ¿Habrá alguien más torpe que tú? -preguntó con más sarcasmo que ira.

El muchacho seguía llorando de rodillas.

– ¡Será posible que aún estés perdiendo el tiempo en lamentaciones! Venga, venga, no es tan grave. Y soy lo bastante necio para perdonarte. Ahora bien, te aviso: mi cólera será terrible si además perdemos la comida por tu culpa.

– Pero-dijo Bartolomeo secándose las lágrimas y reanimado por la alusión a la sopa-, ¿cómo piensa arreglárselas para conseguir otra santa vinajera?

– Muy sencillo. Mañana por la mañana irás al tendero árabe que hay enfrente del monasterio y le comprarás dos cequíes de aceite de agave.

– Y lo llevaremos a bendecir a la residencia del patriarca.

– ¡Bendecir…! -exclamó el hermano Pasquale agarrándole de una oreja para retorcérsela-. ¿Cómo se puede ser tan estúpido? ¡Bendecir! ¿Acaso te has convertido en un idólatra?

– ¡No! ¡No! -gritó Bartolomeo.

– Dime, ¿de qué valen las bendiciones de los discípulos de Eutiquias? Sólo nos relacionamos con ellos para poder internarnos en ese país de Abisinia. Pero somos nosotros quienes debemos convertirlos a ellos. No al revés. ¿Comprendes? Nosotros tenemos el pergamino que autentifica los óleos, y por consiguiente los del tendero harán su servicio igualmente bien.

Una vez dicho esto, el hermano Pasquale removió la tierra con la sandalia para dispersar los fragmentos de la vinajera rota. Luego siguió su camino sin preocuparse más por Bartolomeo, que seguía gimoteando con una mano en la oreja.

Cualquiera que no hubiera sido Murad se habría muerto de aburrimiento cuando Jean-Baptiste se fue. Recluido en su casa, en la otra punta de la colonia franca, atendido mezquinamente por el consulado, sin sus esclavos abisinios, y vigilado tanto por los egipcios como por los mercaderes europeos, el pobre armenio recibía únicamente la visita del maestro Juremi, quien medió para que emplease a una sirvienta árabe. Se trataba de una mujer llamada Khadija, muy anciana, casi ciega, viuda y sin hijos, que tenía que trabajar para sobrevivir, obligada por la pobreza. El segundo día que servía en los aposentos de Murad, Khadija notó que una mano redonda se deslizaba por debajo de su amplio vestido de lino. Pasados los primeros instantes de extrañeza ante aquel rapto tan inverosímil, le propinó al intruso un par de sonoras bofetadas, aderezadas con un salivazo y una sarta de maldiciones. Inmediatamente después todo volvió al orden; la mujer continuó con su trabajo y nadie la importunó más. Pero a raíz de aquel episodio, Murad rehuía a la matrona y le tenía auténtico pánico. En cuanto a Khadija, seguramente debió de conservar del ultraje un íntimo reconocimiento hacia quien había visto en ella un objeto de deseo, pues a partir de entonces sirvió a Murad con una devoción conmovedora y ya no le abandonó nunca.

Ésta fue toda la compañía que tuvo el armenio durante aquellas largas semanas. Alguna vez le vieron vagabundear por las callejuelas de El Cairo a la búsqueda, casi siempre frustrada, de placeres al alcance de sus escasos medios, y cuando llegó el invierno se quedó encerrado, con la nariz en la ventana, estrujando un rosario de madera. A veces el maestro Juremi le llevaba unos dátiles, que el armenio chupaba horas enteras hasta ablandar el hueso, que por lo demás siempre terminaba tragándose con un suspiro de pena.

El era una de las pocas personas de El Cairo que esperaba noticias de Poncet.

Un día se quedó pasmado al ver regresar a los tres abisinios. Se había enterado de su desventura en el puerto de Alejandría y pensaba que no los volvería a ver jamás. Pero tras ser consagrados a Mahoma, aquellos infelices fueron abandonados a su suerte por la misma multitud que se había preocupado con tanta vehemencia de sus almas. Después de vagar y malvivir de la mendicidad durante unas cuantas jornadas, el esclavo más viejo convenció a los otros para que volvieran a El Cairo a buscar a Murad, el único que comprendía su lengua y que sabría tratarlos honestamente. Así pues se pusieron en camino en una procesión digna y silenciosa que nadie se atrevió a importunar pues rezaban ostensiblemente las cinco plegarias. Llegaron a El Cairo, a pie, haciendo breves etapas. El maestro Juremi se quedó muy sorprendido al verles en la casa de Murad, donde volvieron a ocupar sus respectivos puestos, conjuntamente con la sirvienta, que también insistió en quedarse.

– He oído decir que los han hecho turcos -le dijo a Murad.

– Así es.

– Los pobres deben de estar muy apenados.

– No tanto. En realidad es la segunda vez que son mahometanos.

– ¿Cómo es eso? -se extrañó el protestante.

– No olvide que eran prisioneros del Negus. Los capturó en el Sur, y allí las tribus son paganas. Aquella gente adora las vacas, los árboles y las montañas. Cuando los ejércitos invaden su territorio, seconvierten a la religión del más fuerte. Éstos fueron primero subditos de Senaar. Así que el rey de aquel estado los convenció de que rezaran a Alá. Luego, nuestro emperador los tomó cautivos y siguieron a Jesús. Y ahora están otra vez como al principio, aunque estoy seguro de que en el fondo continúan adorando las montañas o lo que sea.

El maestro Juremi miró a los tres abisinios. Se les veía felices por su regreso. Estaban arrodillados, junto a la puerta, inmóviles, graves e impenetrables. Constituían la prueba viviente de que la sumisión más perfecta es también la forma más imparable de rebelión.

Unos días más tarde el señor De Maillet recibió aviso de aquella desgracia y del juicio inminente de Poncet. Hizo saber a Murad que a partir de fin de mes no recibiría ninguna clase de subsidio. El señor Macé fue a notificar esta decisión al armenio, y además agregó unas palabras insolentes destinadas a hacerle comprender que, por su propio bien, debía volver a su país cuanto antes, siempre que -añadió- la expresión tuviera algún significado para alguien como él.

Murad enfiló hacia la casa del maestro Juremi, y dijo sollozando que estaba perdido. Primero se le ocurrió la idea de que alguno de los mercaderes de la colonia lo contratase de cocinero, argumentando que si había tenido ese oficio en Alepo, nada le impedía seguir teniéndolo también en El Cairo…

Pero el maestro Juremi le dijo que aquella sería una manera muy poco digna de honrar la misión que le había confiado el Emperador. Además, la única posibilidad de salvar a Jean-Baptiste era que su relato fuera lo más verosímil posible, es decir, que si aseguraba haber traído a un embajador, no debían encontrar al susodicho echando a perder las salsas.

A decir verdad, al maestro Juremi le resultaba bastante difícil dar sabios consejos a Murad, pues desconocía lo que habría podido ocurrir en Vcrsalles. A todo esto, Françoise le alertó sobre otro acontecimiento importante: el inminente viaje de la gran embajada oficial de Du Roule. Así que el pobre Juremi ya no sabía qué partido tomar. Defendía a Poncet, aunque tenía el convencimiento de que éste ya había perdido la partida; y por otro lado, también alentaba a Murad a seguir siendo el digno mensajero del Negus, aunque constataba que el consulado hacía caso omiso del armenio y enviaba su propia misión. Resumiendo, se hallaba sumido en la indecisión, y eso le hacía sufrir.

A pesar de todo, continuaba con su actividad de boticario y había seguido todas las instrucciones de Jean-Baptiste. Incluso se había convertido, aunque en secreto, en el droguista del nuevo pachá, el terrible Mehmet-Bey, que le recibía a espaldas de los muftís.

A todo esto cabe añadir la proximidad de Françoise, que servía de correo entre él y el consulado, y aunque cada vez sentía más ternura por ella, aún no sabía si podía expresarle sus sentimientos sinceramente.

Cuando Françoise le comunicó por fin que Alix tenía la intención de marchar a Francia, supuestamente para entrar en un convento, y le pidió su ayuda para liberar a la joven durante el camino y acompañarla a buscar y socorrer a Poncet, el maestro Juremi sintió como si saliera un sol radiante, pese a los previsibles peligros de la empresa.

Finalmente iba a poder luchar, moverse, saber. Nada era menos impropio de un hombre con su gallardía que aquella vida sedentaria, donde todo eran disimulos. Enceró las botas, limpió amorosamente la espada y las pistolas, y cantó de alegría.

Dado el giro que habían tomado los acontecimientos, el único que no encajaba en la nueva misión era Murad. Tras haberle recomendado paciencia, el protestante cambió de opinión bruscamente y le aconsejó que volviera a Abisinia. Incluso se ofreció a facilitarle los medios, es decir, a procurarle monturas y algún dinero.

En ésas estaban, pues Murad no acababa de decidirse aún, cuando dos desconocidos se presentaron una mañana ante su puerta.

Eran dos francos que nadie había visto jamás en la colonia pues según manifestaron habían llegado la víspera.

– ¿Es usted Su Excelencia el señor Murad, embajador de Etiopía? -preguntó el mayor de los dos visitantes, un hombre de unos cuarenta años, delgado, con el rostro tremendamente serio e inmóvil, incluso cuando hablaba.

– Por supuesto -respondió Murad incorporándose, pues hacía mucho tiempo que nadie le había dirigido la palabra con tanta cortesía y respeto-. ¿En qué puedo servirle?

– Hemos llegado de Palestina, de Jerusalén exactamente -continuó el hombrecillo impasible-. Me llamo Hubert de Monehaut, y mi colega Grégoire Riffault. Somos hombres de ciencia. Él es geógrafo y yo arquitecto.

El otro visitante, más joven, asentía a todo cuanto decía su compañero. Su único rasgo digno de atención eran unos ojos muy abiertos, como dos platillos de porcelana, con los que miraba fijamente a Murad.-Hemos oído hablar de un plenipotenciario de la corte de Abisinia que había fijado su residencia en El Cairo, así que hemos venido hasta aquí con la esperanza de obtener un favor de Su Excelencia.

– Haré todo cuanto esté en mi mano -dijo Murad, halagado en su vanidad, y para expresarlo adoptó la misma pose ligeramente rígida, con el cuello torcido, que había observado en el señor De Maillet durante las audiencias.