Seguía mirando fijamente la vela por la que se deslizaba lentamente una gota de sebo.

– ¡Dos años! -dijo.Se levantó, se fue andando hasta otra silla próxima a la puerta por la que había entrado, tomó con su mano una estola blanca doblada en forma de rectángulo, se la echó sobre los hombros y se envolvió con ella.

– Cuando mi abuelo heredó la corona -prosiguió-, este país estaba sumido en el caos. Nuestros enemigos habían devastado el reino, nuestros vasallos se emancipaban, los sacerdotes imponían su voluntad al soberano, y el pueblo se moría de hambre…

Se dio la vuelta y avanzó hacia ellos.

– Había campesinos que se comían a sus muertos…

Poncet bajó los ojos, al tiempo que el maestro Juremi dirigía la mirada hacia las sombras.

– Así estaba el país. Fue necesario restaurar la autoridad real, expulsar a los enemigos, someter a los príncipes, mantener a raya a los sacerdotes. Basilides, mi abuelo, comenzó una tarea gloriosa. Fundó en esta ciudad, Gondar, una nueva capital al margen de la corrupción que minaba Axum, la sede de la corte desde muchos siglos atrás. Luego llegó su hijo, mi padre, también íntegro, también glorioso, también decidido. Yo, que le he sucedido, he tenido la suerte de reinar mucho tiempo, recoger su legado y hacerlo fructificar. He aligerado las cargas que pesan sobre el pueblo, he abolido los tributos aduaneros que quebrantaban el país, como lo habrían hecho los bandidos. Pero por encima de todo, he aplicado la ley. Sin duda es severa, pero es la de nuestros mayores. Todos la conocen y todos son iguales ante ella.

El alba clareaba lentamente. Una nube violeta cortaba la ventana en dos, de forma que arriba se veía la noche y abajo una bruma blanquecina.

– Hemos culminado esta ardua empresa solos, ¿comprenden? Solos. Hace mucho tiempo que no esperamos ayuda de nuestros vecinos. Son mahometanos y nos odian. Pero además hemos tenido que protegernos de aquellos que durante mucho tiempo creímos nuestros amigos, nuestros hermanos, nuestros parientes católicos venidos del otro lado de los mares. Hace un siglo, cuando los turcos atacaron este país, los reyes de entonces decidieron llamar a los portugueses. Y vinieron. Cristóbal de Gama, hijo del gran Vasco, incluso dio la vida por nosotros. Pero sólo nos salvaron para enviarnos luego a los jesuitas. Cuando llegaron, nadie sabía aquí quiénes eran esos sacerdotes. Nuestros ancestros los acogieron pensando que eran nuestros hermanos, como Cristo había dicho. Así que cuando dijeron que debíamos prestar obediencia al Papa y unirnos a la comunidad católica, no planteamos ninguna objeción. ¡Imagínese! Habíamos sufrido tanto por sentirnos apartados del mundo que acogimos con alegría la idea de volver a él. Lo único que les pedimos fueron argumentos teológicos que demostrasen por qué su interpretación de los Evangelios era mejor que la nuestra. Nuestros sacerdotes se prestaron a la controversia sin subterfugios, estrictamente con la ayuda de sus grandes conocimientos; y esos jesuítas tan seguros de sí mismos tuvieron que admitir que no tenían respuestas a nuestras preguntas y tuvieron que volver a Roma un poco despechados. El Papa envió a otros, más sabios, pero sobre todo más dispuestos a emplear todos sus medios para conseguir sus fines. Nuestro pueblo los acogió como hermanos, mientras ellos obraban propiamente como enemigos. En aquel momento, nuestro punto débil era el Rey. El pobre hombre tenía poco carácter y cayó bajo la férula de los jesuítas, que le hicieron tomar decisiones completamente equivocadas. Finalmente se sirvieron de su autoridad para ordenar la conversión inmediata del país. Entonces comprendimos, aunque demasiado tarde, que a ese mal venido del exterior y al que nos habíamos acostumbrado había que agregar otro mal: el que nos deseaban nuestros peores enemigos. No voy a referirles todas las peripecias, aunque fueron innumerables, durante las cuales esos religiosos francos dieron pruebas de su influencia perniciosa, de su empeño por someter nuestras conciencias, por imponernos una fe nueva y conquistarnos por la vía de la perfidia y la división. De esa época datan las guerras civiles más horribles de este país; la autoridad de los reyes, que siempre se había preservado, incluso en los momentos más difíciles, cayó en descrédito cuando uno de ellos aspiró a abrazar la fe de esos extranjeros por debilidad de espíritu. Entonces, el pueblo buscó refugio en los sacerdotes, que por otra parte fueron incapaces de defenderlo. Nuestros enemigos se aprovecharon de nuestra decadencia. Entonces se produjo el caos que, como ya les he dicho, ha precisado tres generaciones para desaparecer, y con no pocas dificultades.

Se tranquilizó, y prosiguió con más calma:

– Ésta es nuestra situación actual, y por eso necesito tiempo.

Casi había clareado por completo. El Rey fue hacia Poncet y le puso la mano en el hombro. Era una mano seca y ligera, que apenas pesaba.

– Cuando veo a hombres como usted, pienso que es una lástima vernos obligados a rechazar todo cuanto llega de Occidente. Antes de que los musulmanes salieran del desierto, su civilización era también la nuestra. En la corte de mis ancestros se hablaba griego. Pero aún somos demasiado frágiles para asumir el riesgo de abrirnos a quienes pretenden ser nuestros hermanos y, por lo que sabemos, insisten todavía en convertirnos sin comprender que así nos pierden.

Retiró la mano y dio unos pasos hacia la puerta.

– Gracias a ustedes -dijo con cierta alegría- ahora hay un atisbo de esperanza en mi vida. Era consciente de la tarea que aún me quedaba por cumplir, y ahora sé de cuánto tiempo dispongo para culminarla.

Cuando el Rey hubo salido, los visitantes se quedaron silenciosos y anonadados. Al darse cuenta de la luz que entraba a raudales en la sala, Demetrios los acompañó rápidamente a su casa. Pidieron quedarse solos para cambiarse, y convinieron con el joven que regresara dos horas más tarde.

En cuanto se cerró la puerta, el maestro Juremi se encaró con Jean-Baptiste.

– ¿Te has vuelto loco? Habíamos acordado que tú ibas a moderar su optimismo y prepararle para una larga enfermedad. ¿Cómo se te ha ocurrido hacerle esa confesión, y mucho menos semejante pronóstico?

– Lo sé -dijo Jean-Baptiste con la cabeza entre las manos-. Sin embargo, cuando he mirado a ese hombre no he podido mentirle.

– Me parece bien que no quisieras mentirle, pero tampoco tenías por qué decirle toda la verdad.

– Ese hombre tiene algo que me ha impulsado a decírselo todo.

– No es él quien tiene algo -dijo el maestro Juremi- sino tú. ¡Vaticinar el destino a un rey! ¡Qué locura! Te crees un dios, amigo mío. Lo que tú tienes es orgullo.

– Creo que no -dijo Poncet con voz apagada-, que es todo lo contrario. Cuando le hablo no es un rey. Le hablo como a un hermano.

– Un hermano al que acabas de apuñalar.

Apenas había acabado su frase cuando llamaron a la puerta con tres golpes. Abrió el protestante. Dos oficiales de la guardia venían a detenerlos.

13

Los guardias, con un semblante hostil e incapaces de explicarse en otra lengua que no fuera la suya, condujeron a los dos francos al palacio, aunque no por los vericuetos secretos que habían seguido la noche anterior sino que rodearon completamente las murallas para entrar por la puerta principal.

Atravesaron una anticámara estrecha y se encontraron en la sala en la que el ras y los sacerdotes les habían interrogado a su llegada. Allí les esperaban los mismos dignatarios, pero en esta ocasión estaban dispuestos en dos grupos, entre los cuales había tres cuerpos tendidos en el suelo y cubiertos con una sábana. El dragomán que había vertido al árabe la audiencia oficial con el Emperador se adelantó y tradujo las palabras que acababa de pronunciar en voz alta uno de los religiosos:

– Estos esclavos han probado los remedios que ustedes han preparado para curar al soberano, y ahora están muertos.

Jean-Baptiste suspiró aliviado, pues se temía algo muy distinto. En cuanto a los remedios «oficiales», éstos sólo eran un mejunje a base de agua, harina y colorante de remolacha que habían elaborado en presencia de Demetrios.

– Dígale a estos señores -dijo Jean-Baptiste sonriendo- que nuestra receta es muy sencilla y que antes de hacerles llegar nuestro preparado le proporcionamos otro igual a Demetrios, que según creo es un sirviente del Emperador.

Al oír el nombre de Demetrios, los presentes empezaron a hablar entre ellos muy nerviosos y apenas escucharon al intérprete. Los dos médicos comprendieron enseguida que habían mandado a buscar al joven griego. Llegó al poco rato, sudando y con una cajita de madera en la mano donde guardaba una muestra de la misma sustancia que habían entregado a los sacerdotes.

El joven pronunció un largo parlamento que los francos no entendieron, aunque advirtieron, eso sí, que hablaba en un tono muy distendido. Para reforzar sus palabras, Demetrios abrió la caja, tomó un poco del preparado, lo comió ostensiblemente y ofreció a la concurrencia. Los sacerdotes lo miraron con cara de asco y, tras una breve discusión, los dignatarios abandonaron la sala. Cuando se hubo cerrado la puerta, se oyeron las voces de una conversación tumultuosa.

Demetrios dijo entre risas que el incidente se daba por concluido.

– Espero que el Rey los condene por haber envenenado a esos tres desgraciados -dijo Jean-Baptiste.

Unos soldados que habían entrado discretamente en la estancia se llevaron los cadáveres de los esclavos, arrastrándolos por los pies.

– En nuestro país uno sólo puede ser condenado por matar a hombres, y los esclavos no lo son -dijo Demetrios con seriedad.

Tras estas palabras, los dos médicos y el guía abandonaron la estancia. A sabiendas de que uno debe acostumbrarse a la desgracia ajena, siempre que una sociedad así lo justifica, se olvidaron de las víctimas de aquella ridicula maquinación y sólo pensaron en pasar un buen rato.

Por lo demás, aquel asunto les sirvió para comprender mejor cómo ejercía el Rey su poder en medio de todos aquellos peligros. De hecho, sólo había otorgado su confianza a hombres oriundos de países extranjeros, como Demetrios o Hadji Ali. Y algunos de ellos habían sido secuestrados en su infancia, durante redadas y campañas militares. Así como los turcos estaban protegidos por niños cristianos que habían robado para convertirlos en jenízaros, el Rey de Reyes tenía a su servicio jóvenes musulmanes educados como cristianos, que sentían por él auténtica devoción. Eran útiles en la capital y por todo el país. Siempre había recurrido a musulmanes que le debían la vida, como Hadji Ali, o a armenios y otros cristianos de Oriente, subditos del Gran Turco, para llevar a cabo misiones de confianza fuera de su territorio.