Se detuvo un instante, esperó a que Demetrios terminara la traducción y, sacudiendo la cabeza como quien piensa en voz alta y analiza una a una las ideas que se agolpan en la conciencia, añadió:

– Me doy cuenta, Majestad, de que intenta hacer todo cuanto está a su alcance por ayudarme y le estoy muy agradecido por ello. A decir verdad, hay algo que me gustaría decirle…

– Dígalo, pues.

– Me resulta difícil confesárselo porque sé que mis propósitos pugnan con sus convicciones más profundas.

– No se preocupe por ello. Si tengo que negarme, al menos ni usted ni yo tendremos que lamentar el no habernos hablado con claridad.

– Bien -dijo Jean-Baptiste de manera precipitada, como quien alivia la carga de sus hombros dejando caer los bultos al suelo-. El padre de mi amada es diplomático. Si me fuera posible alcanzar la misma posición, me juzgaría como un igual, o cuando menos como alguien de su mundo. Un medio para conseguir mi meta sería que Vuestra Majestad se dignara recomendarme a nuestro rey Luis XIV para que éste me nombrara embajador permanente en Abisinia. De ese modo podría volver aquí, y al mismo tiempo ostentar ante la joven que amo un cargo brillante. Por otra parte, aunque ese puesto sea inferior sin duda al que Vuestra Majestad pudiera ofrecerme en su corte, al menos tendría el gran mérito de ser considerado por su padre.

– ¡Una embajada! -exclamó el Rey.

Una ráfaga de aire se deslizó por debajo del faldón de la tienda real y levantó un remolino de arena en el suelo, interrumpiendo un momento la conversación.

– Usted sabe -continuó el soberano- que nunca obramos de esa forma. Si tenemos algo que decir a nuestros vecinos, recurrimos a mensajeros que actúan con suma discreción, como mercaderes, peregrinos, y a veces incluso mendigos. Antaño, cuando los portugueses nos enviaron representantes oficiales, éstos hicieron tal alarde de arrogancia que nos incitaron a no dejarles marchar.

– Lo sé -dijo Poncet.

El Rey se puso de pie y empezó a deambular alrededor de la mesa, rozando de paso la tela gruesa y áspera de la tienda, con un gesto instintivo que evidenciaba su perplejidad.

– Usted sabe también que todos los sacerdotes, esos que llaman jesuitas y esos otros que se visten como los árabes, pululan a nuestro alrededor, al acecho del menor pretexto para entrar en el país. Cuando yo era niño, mi padre mandó venir a un médico de El Cairo, como yo he hecho ahora con usted. Llegaron dos monjes; los recibió amablemente aunque con cierta desconfianza y preguntó cuál de ellos era el médico. Éstos le dijeron con toda tranquilidad que el médico no había podido emprender el viaje inmediatamente y que ellos se habían adelantado…

– ¿Qué fue de los monjes? -preguntó Jean-Baptiste.

– En el momento que el pueblo se enteró de que los religiosos francos habían regresado, la multitud comenzó a concentrarse; nuestros sacerdotes y nuestros príncipes pusieron al Rey en cuarentena, por miedo a que se convirtiera como había ocurrido ya una vez, para nuestra desgracia. Todos temían que se desencadenara de nuevo una guerra civil, así que el Rey, mi padre, no vaciló en entregar a los dos extranjeros a la multitud, que los lapidó ante el palacio. Le digo esto para que sepa que una embajada puede atraer a esos fanáticos que tratan de entrar en el país por todos los medios, a sabiendas de que no queremos volver a verlos.

– ¡Precisamente! -dijo Jean-Baptiste, que continuaba pensativo y que parecía a punto de pronunciar en voz alta los pensamientos que gradualmente le venían a la mente-. No debe confiar una embajada a un desconocido sino a una persona que le sea familiar, alguien que sienta tan poca simpatía como usted por los curas y que se comprometa a no traerlos con la embajada; esto pondría las cosas en otro plano. Majestad, me parece que en realidad tiene poco que temer. La presencia de un emisario de nuestro Rey, testigo de la situación de vuestro imperio y conocedor de las maniobras de los jesuítas ofrecería la posibilidad de informar sin demora a nuestro soberano de cualquier treta de esos clérigos. Luis XIV tiene influencia sobre el Papa y podría pedirle que moderara sus fervorosas congregaciones. Muchas cosas se deben a que en nuestro país no se conoce suficientemente a Vuestra Majestad. La simple palabrería medra fácilmente donde impera la ignorancia. Perdone mi franqueza, incluso yo me avergüenzo de lo que voy a decir, pero los jesuítas han llegado a describir este reino en sus relatos como una tierra de salvajes, ignorantes y brutos. Y ése es el argumento que han esgrimido para intentar traer hasta aquí la luz de la fe. Si yo pudiera aportar un testimonio de la realidad de este pueblo, seguro que el Rey francés lo entendería. Yo ayudaría a ambos a establecer las relaciones de estima entre grandes soberanos cristianos, uno de Occidente y otro de Oriente. Creo que de ese modo Vuestra Majestad podría impedir la llegada de quienes se empeñan en alterar el orden de su reino para adueñarse del poder y las almas.

Al término de este parlamento que había pronunciado de corrido, como llevado por una súbita inspiración y en un tono apasionado, Jean-Baptiste miró fijamente al Rey. El soberano, inmóvil, se quedó pensativo unos instantes. Luego llamó a un guardia. Un joven muy alto y delgado apareció con una lanza en la mano y un machete cincelado en la cintura.

– Que alguien vaya a la ciudad y me traiga a Murad inmediatamente -dijo el Rey.

14

Un hombre que ha mentido y robado mucho, que ha renegado y traicionado, sólo puede esperar la vejez y terminar su vida en paz cuando ha sabido preservar indefectiblemente su amor propio a pesar de todas las felonías. Así era Murad. El armenio había alcanzado una longevidad poco frecuente y sólo comparable a la de los venerables ancianos del Cáucaso, tan lucidos para llevar la cuenta de sus años, cuya edad siempre confunde a la gente. Murad sólo había conocido dos épocas en su vida: la niñez, en un pueblo cercano al lago Van, hasta que su padre mercader lo llevó consigo a Etiopía. Después, a partir de los quince años, la de los servicios prestados con una inmutable lealtad a cuatro reyes abisinios. Lo había visto todo: las misiones de los jesuítas, su expulsión, ¡a anarquía, la asunción del poder de Basilides, y luego la obra de su hijo y de su nieto Yesu I. Debido a sus dotes para los idiomas, su habilidad diplomática y su capacidad para juzgar a los hombres nada más verlos, se convirtió en el emisario de excepción de los Negus, concretamente en la India y también con los holandeses de Bali. Y había tenido el honor de volver de aquella misión con una enorme campana de bronce que los batavos le regalaron para honrarle.

Jean-Baptiste había hablado con Murad en varias ocasiones desde que estaban en Gondar. La primera vez fue para prescribirle un tratamiento destinado a sanar una enfermedad poco común para su edad, y que había contraído ya «veinticuatro veces», a decir de la gente, debido a que su vigor sexual seguía intacto. Los remedios de Poncet habían dado un buen resultado, y el anciano se encaminaba hacia su sífilis número veinticinco cuando una noche que estaba en compañía de una joven hurí le dio un ataque que le impidió hacer uso de una mitad de su cuerpo. Gracias a los cuidados de Jean-Baptiste pudo recuperar el movimiento en la parte dañada, aunque le quedaron como secuelas una mano inútil y el labio caído. Pese a ello, Murad discurría tan bien como siempre y Poncet se sintió aliviado al saber que el Rey iba a prestarse a escuchar la opinión de un hombre que siempre había mostrado tan buena disposición con respecto al joven médico.

El anciano apareció al cabo de una hora. En su cara se dibujaba la expresión de disgusto de quien ha sido despertado en el primer sueño. Jean-Baptiste sabía que dormía poco y muy mal, pero intuyó que el anciano estaba haciendo comedia para disimular la alegría que sentía de que el Emperador aún reclamara sus consejos. Además, como negociante avispado que era, podía permitirse estipular muy alto el precio de su aparente esfuerzo, a sabiendas de que recibiría una retribución acorde con su supuesto sacrificio.

El Rey le expuso el asunto de la embajada de Jean-Baptiste sin mencionar el aspecto amoroso, y pidió a Murad su opinión respecto a la viabilidad de tal empresa y los medios para llevarla a cabo.

El viejo escuchó desde una especie de silla curul con incrustaciones de nácar que formaba parte del mobiliario de caza del soberano. Estaba sentado de medio lado, y se apoyaba en un codo, con los ojos entornados. Tenía los párpados casi cerrados y los ojos nublados por unas manchas blanquecinas. No obstante, Jean-Baptiste intuía que su mirada penetrante se clavaba en todas partes y que era observado con suma atención. Una expresión apasionada se dibujó en el rostro del joven, que no intentó disimular el deseo de hacer realidad la encomienda del Negus. Después de haberse tomado un tiempo prudencial para estudiar las palabras del Rey, Murad dijo con una voz algo entrecortada por la enfermedad:

– Majestad, es una idea excelente. Pero como decía Herodoto, la lira puede ser un instrumento musical o un arco, o sea un arma, todo depende del uso que se haga de ella. También esta empresa puede acarrear resultados muy distintos, según la forma en que se maneje.

Murad hablaba siempre así. Nunca emitía un juicio que no albergara la sentencia verídica o inventada de un filósofo griego, como un guerrero que se esconde tras su escudo para aproximarse más a aquel a quien desea asestar un golpe. El Rey esperó que continuase.

– En primer lugar -dijo Murad con una expresión de profundo abatimiento- no tiene que escribir nada, Majestad. La ruta es muy larga desde aquí hasta las capitales de Occidente y existe el nesgo deque su carta caiga en manos de desaprensivos que hagan mal uso de ella. Esa circunstancia podría incluso darse aquí. Figúiese el partido que sacarían los sacerdotes si descubrieran que pretende enviar una embajada. Por otro lado, suponiendo que eso ocurriera en ruta, los turcos se enterarían de sus intenciones y el señor Poncet sería desenmascarado como su protegido. Y también podría ocurrir allí. Ya conoce a los jesuitas, su habilidad para manipular las leyes, y su mente retorcida y pérfida. Cualquier palabra anodina les autorizaría a pensar que usted solicita su presencia, que quiere prestar juramento de fidelidad a Roma o quién sabe qué. Así pues, nada de escribir.

– Pero en ese caso, ¿cómo vamos a mandarla? -preguntó el Rey, que había escuchado estas palabras de pie, con las manos a la espalda.

– Pues igual que hizo su padre y su abuelo. Y como usted mismo ha hecho muchas veces.