Finalmente, por la tarde, Demetrios les hizo saber que habían recibido varias invitaciones obsequiosas para acudir a las casas de algunos nobles de la ciudad. Así que aquella misma noche se presentaron en una de aquellas residencias, cuyos dueños habían dispuesto todo lo necesario para honrarles: manjares refinados y aguamiel en abundancia, además de un grupo de músicos y cantantes. Poncet, que había tomado numerosas notas durante toda la tarde, pudo proseguir con sus observaciones. Una de las costumbres que más le sorprendió fue el poco esfuerzo que los hombres hacían para llevarse la comida a la boca. Como los abisimos desconocían el uso de la cuchara y el tenedor, la mayor parte del tiempo sus acompañantes femeninas preparaban los bocados para ellos, y luego les daban de comer. Poncet estaba sentado junto a una mujer imponente, de edad madura, impasible y ataviada con un amplio vestido de algodón bordado que dejaba adivinar sus formas turgentes. En cuanto la esclava dispuso la torta y las salsas en la mesa, el médico contempló con auténtico terror como la mujer moldeaba entre sus largos dedos cargados de sortijas de oro una bola, que empapaba en unos líquidos rojos donde el fuego de las guindillas casi era perceptible a simple vista, y luego la introducía en su boca con un ademán que no admitía réplica. Jean-Baptiste sintió que ardía de pies a cabeza, y aceptó el segundo bocado con lágrimas en los ojos. El maestro Juremi recibía idéntico trato de la mano grácil de una joven que estaba a su derecha. Los demás hombres acogían estos favores con naturalidad, pero mostraban su reprobación, y en grado sumo, cuando Poncet y su amigo intentaban impedir que siguieran cebándoles de aquella forma, con la vergonzante excusa de que ya no tenían más hambre.
El calvario terminó cuando las crueles damas consideraron que ya estaban satisfechos, o tal vez cuando su experiencia les hizo temer que en cualquier momento se iban a derrumbar. No obstante, antes de dar por concluido el banquete, avivaron aún más su fuego interior con una buena cantidad de aguamiel. Después de la comida, los comensales se dispersaron por la casa y algunos fueron a sentarse en la terraza para tomar café al claro de luna. Pero la severa acompañante de Poncet hizo una señal para que éste la siguiera, y el maestro Juremi desapareció por el otro lado a remolque de la suya.
Tanto uno como otro pensaron que serían conducidos a una sala de baño donde refrescarse, pues las lágrimas les habían dejado la cara con churretes y les ardían los labios debido a las especias. Pero, para su asombro, llegaron a unas estancias oscuras, revestidas de tapices y cubiertas de cojines. Sin mediar palabra, las mujeres se desvistieron. Luego, con la misma soltura con la que se habían hecho cargo de alimentarles, tomaron también la iniciativa para satisfacer otros deseos. Un breve amago de resistencia les convenció de la clarividencia de Maquiavelo: aquello que no se puede impedir, hay que quererlo, escribió el florentino. Y en nombre de esta evidencia práctica, decidieron colaborar en la tarea. Después de las interminables jornadas de desierto, los dos viajeros volvieron a deleitarse con placeres que creían un poco olvidados y que recibieron de esta forma inesperada con un sentimiento de sorpresa y muy complacidos. Al cabo de un rato volvieron a los salones donde se hallaban los otros invitados. Demetrios se ofreció a acompañar a los dos francos. Saludaron a los hombres que parecían encantados, y entre los que probablemente estaban los maridos de sus acompañantes, y después a las mujeres, que aceptaron con dignidad su respetuosa reverencia haciendo gala de su habitual seriedad.
Ambos se acostaron más perplejos que nunca. Estos ejercicios carnales, lejos de apartar a Alix de su pensamiento, hicieron que Jean-Baptiste lamentara más que nunca la ausencia de su amada. Soñó con ella, y las sensaciones que acababa de experimentar se confundieron con el recuerdo de la joven de tal modo que aquella noche durmió maravillosamente bien.
Al día siguiente se levantaron tarde y fueron a visitar el mercado de las especias, donde reconocieron algunas de las muestras que les había proporcionado su casero musulmán, así como muchas variedades vegetales de lo más extraño. Conversaron con los mercaderes de los puestos y encontraron a dos hombres del campo que se desplazaban hasta los lugares más alejados y a menudo casi inaccesibles para recoger plantas aromáticas y medicinales. Al preguntarles qué uso se hacía de aquellos granos y hojas, Poncet y el maestro Juremi se quedaron horrorizados al enterarse de que la farmacopea de los venenos era la mejor estudiada y la más utilizada en el país. Los dos recordaron una práctica muy en boga en Europa que en muy poco tiempo había convertido la ciencia de los filtros de muerte -una ciencia exacta y verificable- en la pariente rica y próspera de la medicina, una ciencia aproximativa, dudosa, y mucho menos útil a decir de algunos.
Por la noche fueron a cenar a otra casa. Como ya tenían la experiencia del día anterior, bebieron poco e insistieron en atiborrarse de comida por sí mismos. Ante el ansia que manifestaban, las mujeres presentes consideraron innecesario intervenir y pudieron terminar cuando creyeron oportuno. En cuanto se dio por terminada la pitanza se apresuraron a tomar asiento junto a la sirvienta que preparaba el café, y a hacer una pregunta tras otra a sus vecinos para demostrar su interés por la literatura abisima. Aunque lo cierto es que intentaban evitar cualquier posible acometida femenina, aquella artimaña les brindó la oportunidad de descubrir la afición de los abisinios por el arte poético.
Demetrios tuvo muchas dificultades para traducir al italiano los fragmentos que recitaban. Según les contó, la belleza de los versos debía buscarse en ciertos contrastes muy simbólicos para los etíopes, como el de la cera y el oro, por ejemplo. La cera es el molde donde se vacía la joya de oro. Este molde es trivial y de un material innoble, pero basta partirlo para descubrir la alhaja escondida que encierra dentro. Las frases poéticas revestidas de la apariencia equívoca y opaca de su sentido literal pueden contener otro velado, profundo, brillante y colmado de sabiduría que surge a la luz por un sutil juego de palabras. La traducción no conseguía reproducir estas riquezas del lenguaje. Pero aun así Jean-Baptistc y su amigo escucharon a los convidados recitar bellas estrofas, en primer lugar sobre el molde de cera, con expresión tediosa; luego, con imperceptibles variaciones de tono y de sentido, los abisinios declamaron los versos de oro, y en su semblante apareció la admiración y el deleite.Todos los invitados se fueron muy contentos. De regreso, Jean-Baptiste y su compañero se alegraron de haber preferido los ejercicios poéticos a cualquier otro placer. De esta suerte pudieron acostarse pronto y conservar la mente clara. Antes de dormirse tuvieron una última conversación a propósito de qué iban a decirle al soberano. Jean-Baptiste creía más conveniente no ser demasiado explícito y hablarle al Rey únicamente de sus síntomas, pero el maestro Juremi honraba tanto a la verdad que le aconsejó guiarse por la sinceridad para darle a entender que su enfermedad podía ser más seria. La cera o el oro, al final todo se reducía a lo mismo. No obstante acabaron durmiéndose sin haber tomado ninguna decisión.
Poco antes del amanecer, tal como habían acordado, Demetrios los despertó y fueron a ver otra vez al Emperador a la torreta.
Los recibió muy nervioso.
– Ustedes me han curado -les dijo sonriendo en cuanto hubieron entrado. Jean-Baptiste y el maestro Juremi permanecieron impasibles.
»Ya no me rasco ni tengo pinchazos. Las costras más grandes se han desprendido, y las zonas supurantes se están secando. A decir verdad, si dejara a un lado mis convicciones -y las suyas- diría que es un milagro. Mire.
Empezó a quitarse la túnica como si fuera una camisa, dejando caer paulatinamente las mangas sin desanudarse el cinturón.
Poncct se acercó para examinar la lesión.
– Está mucho mejor-dijo escuetamente.
– No parece muy entusiasmado -dijo el Rey-. Comprendo su prudencia. Quiere asegurarse de los resultados. Y tiene razón, pero permítame decirle que aunque esta mejoría fuera sólo transitoria, igualmente le estaría muy agradecido. Me ha dado usted unas horas de paz después de meses de suplicio.
– Majestad -dijo por fin Poncet-, lo que vemos es prometedor, en efecto. Reacciona favorablemente al tratamiento, y eso hace pensar que seguirá mejorando en los próximos días, pero…
Miró al maestro Juremi, como un soldado que debe asumir un doloroso cometido.
– … es preciso que sepa ciertas cosas -continuó.
– Le escucho.
– La enfermedad que padece puede aliviarse. Puede desaparecer completamente y por mucho tiempo, pero es incurable. Volverá a manifestarse. Tendrá que aprender a vivir con ella, y sin duda…Se detuvo un instante, antes de proseguir. El Rey lo miraba fijamente, sin pestañear.
Jean-Baptiste se oyó pronunciar el final de su frase y se extrañó de sus propias palabras:
– … a morir.
Después de traducir estas palabras, Demetrios miró al Rey en espera de su respuesta, que tardó en hacerse oír. El Negus se levantó, se dirigió hacia uno de los rincones de la sala, y desapareció prácticamente en las sombras. Después volvió y dijo:
– No me gustan sus palabras, pero sí su forma de expresarse. No habla como los aduladores o los charlatanes. Por eso no se equivoca al pensar que puedo entenderlo.
Hizo un silencio, su mirada se detuvo en la llama de la candela, y luego se clavó otra vez en los ojos de Jean-Baptiste.
– ¿Cuanto tiempo tardaré en sucumbir a la enfermedad?
– Lo ignoro -dijo Poncet.
– ¡Miente! -exclamó de pronto el Rey con un tono autoritario e iracundo-. ¿Cuánto tiempo?
Jean-Baptiste se turbó.
– Bueno, yo diría… Creo que no se tiene conocimiento de ningún enfermo que haya vivido más de dos o tres años.
El Rey escuchó la sentencia con absoluta impasibidad. Se incorporó ligeramente y continuó en silencio.
– La muerte -dijo por fin- me importa muy poco. Podría morir mañana, estoy preparado.
Volvió a acomodarse en su asiento, como si quisiera quitar solemnidad a sus palabras.
– Pero -prosiguió- me preocupan las obligaciones de mi cargo.
Hablaba en tono confidencial. Parecía completamente sereno, como si su único deseo fuera dar rienda suelta a sus pensamientos.
– Mi hijo primogénito -continuó- sólo tiene quince años. Aún es débil e influenciable. No acaba de gustarme la educación que recibe de los sacerdotes y de la corte durante mis largas ausencias. Y no puedo irme de esta vida hasta que él no se haya afianzado en el trono, pues de lo contrario habrían resultado inútiles los logros de tres generaciones de reyes.