– ¿Qué busca usted a estas horas? -le preguntó el maestro Juremi alzando la voz.

– ¡Chsss…! Se lo ruego -dijo Demetrios en un susurro-. No haga ruido y deje de amenazarme con esa espada.

El maestro Juremi se apartó para que Demetrios entrara en la habitación.

– Vístanse -dijo en voz baja.

– Ya estamos vestidos.

– Entonces, síganme; no tienen nada que temer.

Los dos amigos intercambiaron una mirada, guardaron las armas y echaron a andar detrás del joven. En lugar de salir de la casa, éste abrió una puerta que ya habían visto anteriormente. Imaginaban que se comunicaba con un granero, pero lo cierto es que daba a un angosto corredor. Atravesaron dos puertas más, y al llegar a los muros de piedra se dieron cuenta que habían entrado en el palacio. Demetrios, que iba delante, los guió por una estrecha escalera de caracol, abierta al exterior a través de las troneras por donde se colaban unas ráfagas de viento frío y después salieron al camino de ronda que daba a las almenas de las murallas. El cielo estaba despejado, sin una nube siquiera, y de la ciudad sólo llegaba el tenue resplandor de los puestos vigías y las hogueras de la tropa. La bóveda celeste estaba tan tupida, tan cuajada de luceros que parecía un manto sedoso y brillante desde cualquier punto de aquel entramado de estrellas suspendidas en el firmamento. Desde que los viajeros vivían en el altiplano, la tierra les hacía olvidar que estaban lejos; sólo se lo recordaba el cielo. Entre dos almenas divisaron la Cruz del Sur.

Demetrios los condujo a lo largo de un muro almenado y a continuación penetraron bajo una de las minúsculas cúpulas que se elevaban en cada una de las esquinas del castillo. La cúpula configuraba el techode una sala cuadrada y de dimensiones reducidas que estaba amueblada con una mesa de madera y cuatro taburetes. Un hombre ataviado con una sencilla túnica blanca, sujeta a la cintura con un cinturón bordado, ocupaba uno de los asientos. Tenía un codo en la mesa y el torso inclinado hacia un candelabro. Al verlos entrar se incorporó. Los dos amigos reconocieron enseguida a aquel dignatario que les recibía con tanta sencillez. Era el Emperador, con sus ojos y su nariz característicos, la estatua viviente, el dios impasible ante el que se habían postrado aquella misma mañana. Poncet vaciló un instante mientras se preguntaba cómo iban a ingeniárselas si se veían obligados a estirarse en el suelo cuan largos eran, dadas las pequeñas dimensiones del gabinete. Evidentemente, Jean-Baptiste habría realizado las contorsiones más audaces con tal de conservar el pellejo, pero no fue necesario. El soberano señaló a sus visitantes los taburetes que estaban a su alrededor e incluso acercó uno que estaba entre dos alfombras, con toda naturalidad.

Se limitaron a hacer un saludo breve y tomaron asiento junto al monarca. Así, solo y sin el boato de la corte, el Rey de Reyes no emanaba más majestad que cualquiera de sus subditos, que no es decir poco. Pero además del porte altivo y grave que poseían todos los abisinios, el soberano tenía una expresión triste, por no decir de amargura, que se reflejaba en las facciones de su rostro cuando se quedaba quieto. Al recibir a los dos extranjeros había forzado una leve sonrisa antes de que la tristeza se apoderara nuevamente de sus rasgos. Físicamente era un ser de baja estatura para su raza y muy delgado. Debía de tener unos cuarenta años pero ya estaba ligeramente encorvado. Su mirada no irradiaba la vivacidad de los corazones salvajes que siempre están alerta, incluso cuando duermen. Era tan sólo un hombre cansado y débil de quien se habría apiadado más de uno, de no haber sabido que un día antes había mandado infligir tormentos abominables.

– Me alegra verles -dijo con una voz dulce.

Demetrios tradujo estas palabras al italiano.

– Es un gran honor para nosotros, Majestad… -empezó a decir Jean-Baptiste.

El Rey interrumpió la traducción de Demetrios.

– No se esfuerce -dijo-. Dejémonos de comedias ahora que estamos solos.

Poncet guardó silencio.

– Ha dado unas respuestas muy atinadas a los sacerdotes -prosiguió el Rey con su imperturbable expresión de indiferencia.

Ambos observaron que no cesaba de rascarse el brazo y el vientre.

– Sí. Me han comunicado sus palabras, que sin duda son muy acertadas. Yo tampoco creo en sus milagros. Nadie ha sido testigo jamás de que curaran ni una mínima fiebre. Todas sus ceremonias adivinatorias son sandeces. Probablemente sabrá que me vaticinaron una derrota en el momento en que pasó el cometa. Siempre ocurre igual; como desean mi ruina, convocan a los astros para darse ánimos. Pero dígame, ¿qué religión es ésa en la que cree, que no es la católica ni la nuestra?

– Se conoce por el nombre de Reforma, Majestad -dijo Poncet.

– Los jesuítas nunca nos hablaron de ella cuando estuvieron aquí.

– Y con razón. Son nuestros peores enemigos.

– Le creo -dijo el Emperador.

Luego, volviendo su mirada cansada hacia el maestro Juremi, añadió tranquilamente:

– Sin embargo, habría jurado que éste era uno de los suyos.

– ¡Un jesuíta! -exclamó Poncet.

El maestro Juremi estaba lívido.

– Sí, o algún sacerdote de otro tipo. Todos siguen los mismos métodos, si no me equivoco -dijo el Rey, mirando de nuevo a Jean-Baptiste-. Sé que usted es médico; sin embargo, su acompañante se incorporó a su caravana y aún no sé muy bien si como ladrón o como sacerdote.

El maestro Juremi estaba a punto de levantarse cuando Poncet le sujetó el brazo con firmeza.

– Afortunadamente -continuo el Rey-, Hadji Ali me lo ha contado todo. Al parecer, este hombre es su socio y fueron los francos quienes se negaron a dejarle partir. Pero no se preocupen. Tengo confianza en ustedes, pues al parecer sort muy competentes en su oficio, y eso es lo único que me importa. Tenemos poco tiempo, así que les mostraré mi mal.

La llama de la vela proyectaba unas sombras sobre la cúpula de piedra. El techo alto y redondeado daba a la sala el aspecto de una gruta, y un rectángulo azulino que parecía flotar en la oscuridad del alba se colaba por una estrecha abertura orientada a Poniente.

El Emperador se puso de pie, se desató el cinturón con naturalidad y se desvistió, al tiempo que Poncet se acercaba para examinarlo en silencio.

– Puede tocarme -aijo el Rey al darse cuenta de la turbación del médico.

Poncet pidió al maestro Juremi que levantara la vela y empezó a palpar la región afectada. «Menos mal que puedo examinarlo -pensó-. Esta lesión no tiene nada que ver con la de Hadji Ali.»

El Rey tenía una gran placa en el tórax y en la parte superior del abdomen, que en algunos lugares supuraba y formaba grietas. El médico sometió al paciente a una minuciosa exploración para cerciorarse de que el mal no se localizaba también en otras zonas. Cualquier persona que hubiera observado la escena desde lejos se habría extrañado al ver a aquel poderoso Rey de Reyes, desnudo y encorvado que descubría humildemente su delgadez y las úlceras de su cuerpo ante la figura fornida del maestro Juremi, que sujetaba pacientemente el candil, y ante Jean-Baptiste, quien a su vez tocaba al enfermo con suavidad, absorto en su tarea, y más decidido a cumplir con los deberes de la fraternidad hacia cualquier hombre que a acatar la obediencia de un soberano.

– ¿Le duele? -preguntó Poncet.

– Bastante -dijo el Emperador-. Pero el dolor no es nada comparado con los picores.

El medico le indicó que ya podía vestirse.

– Durante esas audiencias de varias horas -continuó el Rey-, mi único deseo es arrancarme la piel con las uñas, pero aun así no debo moverme. Esos desalmados se enteraron de que estaba enfermo por una indiscreción, como ocurre muchas veces. Sin embargo no voy a consentir que además me vean sufrir o ceder ante el dolor que pueda imponerme la enfermedad. Deben de creer que mi voluntad es inamovible, pues de lo contrario me destrozarán.

Volvieron a sentarse alrededor de la mesa.

– ¿Se ha sometido a algún tratamiento? -preguntó Jean-Baptiste.

– Sí, a algunos. Baños, emplastos de arcilla… y la anciana que asistió a mi madre en el parto me trajo unos polvos. La mujer alardea de tener conocimientos de medicina.

– ¿Y con qué resultados?

– Cada vez peor.

– ¿Y… y el santo que no ha comido en veinte años? -preguntó Poncet con vacilación.

– ¿Cómo, aún no lo sabe? Mandé vigilar al monje de día y noche, y a la mañana siguiente de su llegada, poco antes del alba, lo encontraron andando a gatas por las cocinas, atiborrándose de aceitunas. En cuanto lo supe, ordené inmediatamente su partida para que pudiera continuar la digestión en su monasterio.Los cuatro se echaron a reír.

– Majestad -dijo Poncet-, vamos a prepararle un ungüento para su enfermedad. ¿Deben probarlo antes los esclavos?

– No. A los sacerdotes déles cualquier remedio, inofensivo claro, para que hagan sus experimentos; y a mí me mandan la medicina directamente con Demetrios, indicándole cómo debo tomarla.

– Durante el tiempo que dure nuestro tratamiento no deberá recurrir a ningún otro.

– No se preocupe.

– Dentro de dos días tendremos que volvernos a ver para observar los resultados del tratamiento.

– Estas entrevistas son peligrosas. Nadie debe saber que hemos hablado en privado, y tampoco deben de ser muy repetidas. Trataré de concertar una dentro de dos días, pero no se impacienten. Y no digan a nadie una sola palabra de esto.

Casi había amanecido por completo y sus siluetas parecían opacas y grises con aquella luz azulada que había inundado la sala. Después de despedirse, el Emperador se retiró por una puertecilla. Ellos salieron por el lado opuesto, volvieron a recorrer el camino de las murallas y pronto estuvieron de nuevo en su casa.

– ¿Sabes qué tiene? -preguntó el maestro Juremi cuando Demetrios los dejó solos.

– Me temo que sí, y es un asunto muy serio.

Después del período alegre de las confidencias primero y del de la sosegada intimidad después, Alix y Françoise empezaron a notar los estragos de la monotonía y la rutina junto a las plantas de Jean-Baptiste. Sus conversaciones se desgastaban por la fuerza de la costumbre y estaban impregnadas de pesimismo. Las dos se encontraban siempre en aquel lugar que, si bien antes evocaba la presencia de quienes ellas esperaban, con el tiempo había terminado por convertirse en el doloroso marco de una ausencia que ambas soportaban cada día con más pesar. En dos o tres ocasiones riñeron por una nadería, y aunque enseguida hicieron las paces, se dieron cuenta de que si no encontraban un remedio, aquella situación podía poner en peligro su amistad. Entonces Alix tuvo una idea.