– ¿Qué diría usted -preguntó a Françoise- si persuadiera a mi madre para que la tomara a su servicio? Así, podría venir a trabajar anuestra casa y nos veríamos allí. Poco a poco haría notar mi amistad hacia usted y sin duda me concederían el calor de su compañía. Podríamos salir a pasear, o venir aquí incluso, pero ya no estaríamos obligadas a permanecer en esta terraza para vernos.

Françoise aceptó encantada. El paso siguiente sería encontrar los medios para convencer a la señora De Maillet. No obstante, el mero hecho de concebir un plan ya era un motivo de alegría, incluso antes de que se materializara.

Para empezar, Alix le contó a su madre que sentía lástima por una francesa que andaba como una oveja extraviada por la ciudad. Le dijo que la pobre mujer vivía en una buhardilla cercana al «invernadero» y que la ayudaba a regar las plantas y a acarrear los cubos. Así que para empezar la joven pidió unas piastras a su madre para pagarle estos servicios. Más adelante, al hilo de otras conversaciones, le expuso la desgracia de aquella infeliz, que no era de mala condición, a quien Dios había dejado de su mano y sin recursos, en una ciudad tan hostil. Las dos se lamentaron de la miseria de este mundo y la señora De Maillet dio gracias a la Providencia por haberlas librado siempre de semejantes penurias. Como la madre y la hija tenían poco que decirse, Françoise se convirtió en el tema de conversación predilecto entre ambas. Aprovechando el día que la señora De Maillet pidió a Alix noticias sobre su protegida, su hija, que había decidido ir a por todas, dijo con indiferencia:

– ¡Oh, está más tranquila porque ya ha tomado una decisión!

– ¿Que decisión?

– No me acuerdo si se lo he dicho. Un comerciante turco bastante rico le ha propuesto casarse. El matrimonio la sacaría de muchos apuros. Françoise ha echado sus cuentas, porque es viejo y tiene un aspecto repugnante. Pero al fin y al cabo sólo sería su cuarta esposa, de modo que compartiría con las otras tres los sinsabores de tener que soportar su presencia.

– ¡Que horror! -exclamó la señora De Maillet-. ¿Y su decisión también implicaría abjurar de la fe cristiana?

– Por eso precisamente duda tanto. Es muy piadosa y le daría mucha pena tener que renegar.

– Bueno, ¿y qué ha decidido?

– El turco la ha convencido de que la religión musulmana no exige grandes obligaciones. Basta con manifestar que Dios es Alá y Mahoma su profeta. Eso es todo. Además, para ellos Cristo es una especie de santo precursor, así que puede seguir rezando por Él. En definitiva, el moro ha convencido a esa infeliz de que en cuestiones de fe perdería muy poco, y que todo serían ganancias, porque no tendría la preocupación de buscarse el sustento.

– Hija mía -dijo la señora De Maillet, mirándola angustiada-, esa mujer va a perderse. No se puede creer absolutamente nada de lo que dicen esos infieles. Han conquistado los santos lugares, han destruido un sinfín de iglesias y han matado a muchísimos cristianos. Es nuestro deber impedir a toda costa que se haga turca. Según dicen, esos hombres son muy rudos con sus esposas, así que sería una muerta en vida, y además se precipitaría en el infierno para la toda la eternidad.

Para evitar semejante naufragio, las dos mujeres se afanaron en buscar una solución.

Al final de la conversación, Alix sugirió la posibilidad de tomar a Françoise a su servicio, y su madre consideró la proposición.

– Sí -dijo-, voy a pensar en ello. Desde que nuestra lavandera regresó a Francia, he pedido a tu padre que la sustituya, pero él siempre argumenta que no hay nadie en la colonia franca que pueda desempeñar el oficio. Pero yo creo que sólo se muestra reticente para ahorrar. Tu padre es tan moderado en el gasto de los caudales públicos…

– Pues yo creo que esta cuestión va más allá del ahorro -dijo con viveza Alix, que estaba entusiasmada con la idea-. Las dos esclavas nubias que hacen la colada ya han desteñido varios vestidos, y no es la primera vez que queman la ropa blanca por lavarla con demasiada sosa.

– ¡Y no hablemos del planchado, que es un auténtico desastre! Pero desgraciadamente tu padre no presta atención a estos menesteres. La única vez que le oí quejarse fue hace unos meses, cuando vio que sus preciosas medias de seda verde manzana se habían vuelto de un color rojo ladrillo una semana después, porque habían estado en remojo con una de mis mantas.

– ¿Se da cuenta? -insistió Alix-. Estoy segura de que podríamos hacerle comprender el provecho, el ahorro que supondría contratar a una lavandera. Mi padre alegará que no tiene tiempo de buscar una, y entonces nosotras se la conseguiremos.

Alix representó su papel con tanto esmero que su madre aceptó presentar la propuesta a su marido. La devota mujer, que posiblemente no habría movido ni un dedo por salvar una vida humana -por entender que la vida se halla en manos de Dios-, ponía todo su empeño en salvar un alma en el momento en que iba a alejarse de la fe verdadera.

– ¿Cómo planteará el asunto a mi padre? -preguntó Alix.-Lo conozco bien. No vale la pena disimular con él. Le diré exactamente la verdad, tal como acabas de exponérmela.

Alix había conseguido mantenerse seria hasta entonces, pero cuando le contó esta última réplica a su amiga, ambas estuvieron riendo un buen rato.

El señor De Maillet dio su brazo a torcer y consintió que su mujer tomara a su servicio una lavandera a prueba durante quince días. Françoise fue al consulado, se la presentaron brevemente al cónsul, que no se rebajaba a las cuestiones domésticas, y enseguida supo conquistar el corazón de la señora De Maillet. La nueva lavandera trabajó duro desde su llegada. A los quince días, el cónsul, que apenas se daba cuenta de nada, tuvo que rendirse ante la evidencia de que la casa se había transformado. Sus ropas estaban tan primorosas como el primer día. Con la ayuda de los productos extraídos de las plantas de Poncet, Françoise incluso consiguió que las medias recuperaran su color original. A partir de entonces las damas volvieron a lucir encajes blancos y no amarillentos como antes. Y como colofón final, Frangoisc llevó a cabo una auténtica proeza: que el señor Macé le fuera llevando todos sus trajes, a cual más sucio. Una mañana, mientras su secretario le traía unos papeles, el cónsul se dio cuenta de que allí faltaba algo. Recorrió toda la estancia con su mirada, pero no pudo hallar nada anormal. Luego, de pronto, levantó la nariz hacia el señor Macé, que estaba de pie frente a él, y el cónsul comprendió, con la extrañeza y lentitud con que uno trata de encontrar las cosas extraviadas, que su secretario ya no olía mal. Francoise fue contratada.

Como era de esperar, las dos amigas siguieron viéndose en el consulado. Todas las mañanas, Alix iba sola a ocuparse de las plantas y se quedaba en la terraza menos tiempo que antes. Luego volvía y deambulaba por la casa. En el consulado, el espacio destinado al señor De Maillet y sus empleados se limitaba al ala de boato, es decir, la sala en que se encontraba el retrato del Rey, unos gabinetes de trabajo contiguos y, en el primer piso, las habitaciones a menudo vacías que se reservaban a los invitados de honor. Y dado que la señora De Maillet apenas salía de sus aposentos, el resto de la mansión, los vestíbulos, los corredores, la habitación de Alix, los saloncitos, las cocinas, las antecocinas y los lavaderos eran lugares propicios para los encuentros de las dos amigas. Estos marcos tan distintos dieron a su complicidad el encanto de la novedad, la sal de una necesaria discreción y la savia de mil conversaciones que iban nutriendo la amistad de aquellas dos mujeres, siempre alertas por miedo a ser sorprendidas en una casa tan espaciosa.

12

Apenas un día después de que el Emperador les consultara sobre su estado de salud, Jean-Baptiste y el maestro Juremi dedicaron toda la mañana a preparar dos tratamientos, uno para el Rey y otro destinado a los sacerdotes.

Demetrios los condujo por la tarde hasta una gran iglesia situada en las afueras de la ciudad, donde se celebraba una fiesta votiva que congregaba a miles de fieles año tras año. Lucía un sol espléndido para un acto que nada tenía que ver con suplicios. Sólo se veía a una multitud de mujeres y niños ataviados de blanco que llevaban sombrillas negras mientras se balanceaban alegremente sobre sus borricos. Los ancianos caminaban apoyándose en largos cayados de pastor. Una gran cantidad de sacerdotes y monjes con túnicas de vistosos colores avanzaban sosteniendo cruces de procesión. Los dignatarios más distinguidos se protegían del sol con unos amplios parasoles rojinegros, adornados con cascabeles de plata, que sostenían jóvenes esclavos. Todos iban a reunirse en un bosque de cedros. Las ramas retorcidas de estos árboles llegaban a ras de suelo, y los niños se columpiaban en ellas. La iglesia apenas se distinguía. Era octogonal y el techo abombado de caña descansaba sobre los troncos desmochados de unos grandes cedros plantados en un círculo a ocho pies de los muros. Entre los troncos y la iglesia se erigía esta columnata natural convertida en una galería circular, con el suelo recubierto por discos de madera. Demetrios consiguió abrirse paso entre la multitud, y los viajeros descalzos penetraron en el primer recinto de la iglesia, donde,pudieron contemplar iconos de varias épocas. Salvo algunos que poseían una clara influencia bizantina, casi todos tenían la huella del arte abisimo. Los ojos parecían tener vida propia, independiente de los rostros, y emanaban una fuerza que sobresalía por encima de cualquier otro rasgo. Los santos tenían una tez clara, señal de divinidad y vestigio misterioso de lo sagrado, como puede simbolizar el uso de una lengua muerta para el rezo. Pero sus rasgos eran la viva imagen de los autóctonos del país, de tal manera que aquellos iconos hieráticos y estereotipados representaban a mujeres y niños corrientes que parecían loar la dignidad de Cristo y de la madre de Cristo.

De regreso, Demetrios les enseñó el palacio. Les mostró el patio situado frente a la puerta principal que habían franqueado para acudir a la audiencia del Rey. El joven hizo luego una señal a los guardias y así pudieron acercarse a una jaula asegurada con grandes trancas de hierro donde dormían los cuatro leones del Negus, un macho y tres hembras, una de ellas aún muy joven. Por un momento Poncet temió que Demetrios les refiriera algún tormento en el que participaran aquellos animales, pero sólo les dijo que las fieras pertenecían al Emperador, que cada mañana los alimentaba personalmente con cuartos de carne que un esclavo les lanzaba en su presencia, y que nada debía alterar su reposo. De modo que se quedaron más tranquilos.