El maestro Juremi, que calibraba sutilmente los peligros que suponía esta conversación, y que sin duda no se había recuperado de la impresión que le había producido la terrible escena, a duras penas podía contener las ganas de frotarse los ojos a cada momento.

– ¿Así que ustedes no creen en la figura de Cristo? -dijo de repente otro procer, un anciano de considerable estatura tocado con un turbante rojo que se hallaba a la izquierda del ras.

– Creemos en Él y veneramos su palabra -dijo Jean-Baptiste-, pero a nuestra manera y no como manda el Papa, aunque se muestre tan intolerante con nuestra doctrina como con la de ustedes y nos haya condenado implacablemente.

Todos los dignatarios allí presentes se turbaron al oír sus palabras e intercambiaron miradas sin perder su compostura majestuosa. Incluso se oyeron algunos murmullos.

– ¿Son ustedes sacerdotes? -continuó preguntando el anciano.

– No, en absoluto.

– Sin embargo, tengo entendido que ustedes presumen de tener capacidad para curar.-Excelencia, sólo pretendemos ser útiles a nuestros semejantes con la ayuda de las propiedades de las plantas y los animales que Dios puso en la tierra el día de la creación.

– Así pues, ¿usted piensa que se puede curar a alguien sin rezar por él?

– Los curas invocan los milagros, pero nosotros no hacemos milagros.

– ¿No creen ustedes en ellos?

Jean-Baptiste le hubiera repetido de buena gana la misma respuesta que le dio al jesuíta en su momento, pero optó por mostrarse prudente en la contestación.

– Creemos en los milagros que hizo el Hijo de Dios y que así nos revelan las Sagradas Escrituras, pero no tenemos constancia de otros.

– Sin embargo, hay hombres santos que también han hecho prodigios -dijo el ras.

– Tal vez -respondió Jean-Baptiste- nuestra fe no llegue más allá. Estamos convencidos de todo cuanto dijo Cristo y que ha sido recogido en los Evangelios. Pero no podemos acatar con la misma sumisión las palabras de unos simples mortales. Por ejemplo, no creemos que un santo convirtiera un día al mismo diablo, ni tampoco que las plegarias de un monje enfermo y hambriento tuvieran el poder de hacer caer codornices asadas en su plato.

Jean-Baptiste aludió a los dos ejemplos que le había dado el padre De Brévedent después de haber leído la crónica de los jesuítas expulsados del reino abisinio, pues al parecer la historia del santo que había vencido a Lucifer y la del monje proveedor de codornices habían sido motivo de controversia en el seno del clero copto. El discurso de Poncet alteró visiblemente a la concurrencia. Todo parecía indicar que las palabras de Jean-Baptiste habían servido de acicate para despertar las grandes y profundas desavenencias entre los asistentes. El ras impuso silencio. Cuando todos se hubieron serenado, un hombrecillo dio unos pasos hacia delante, destacándose de los demás dignatarios. Iba ataviado con la túnica azafrán propia de los monjes y sin duda veía muy mal, pues daba la impresión de que sus ojillos saltones miraban todo a través de una telaraña.

– ¿Cuántas naturalezas hay en Cristo? -preguntó con una voz aguda.

Aquella cuestión esencial, discutida tantas veces por los jesuítas, además de ser el punto crucial que había terminado escindiendo a las iglesias doce siglos atrás, se revelaba en definitiva como un asunto teológico cuya complejidad era a todas luces inextricable. En el momento de preparar mentalmente el interrogatorio, a ninguno de los viajeros se le ocurrió reflexionar sobre esta cuestión, tal vez por considerarla evidente o delicada en grado sumo, o tal vez porque no se imaginaban que alguien pudiera plantearla tan abiertamente. El maestro Juremi miró a Jean-Baptiste, en cuyo rostro se dibujó una expresión de perplejidad.

10

– ¿Cuántas naturalezas hay en Cristo? -repitió el monje.

En la sala reinaba un silencio sepulcral. Jean-Baptiste, que continuaba callado, era el centro de todas las miradas. Pero de repente reaccionó, como súbitamente inspirado:

– ¿Cuántas naturalezas hay en Cristo? ¡Pero monseñor, soy yo quien debería plantearle a usted esa cuestión!

Esperó a que Hadji Ah tradujera sus palabras antes de proseguir:

– Cada individuo en particular debe hablar únicamente de los asuntos que son de su incumbencia. Por ejemplo, yo soy médico, y mi amigo tiene la habilidad de preparar remedios. Nosotros sólo somos duchos en el manejo de estas picas de hierro que los francos llevamos sujetas al costado y que se llaman espadas. Monseñor, puede hacernos cualquier pregunta acerca de las plantas o de las armas y nosotros trataremos de responderle. Sin embargo, la cuestión que nos plantea incumbe a la teología y sólo puede contestarla un teólogo como usted. Por nuestra parte, estamos dispuestos a escuchar sus enseñanzas.

Jean-Baptistc concluyó su respuesta con una digna reverencia. Con su tocado blanco y una mano en el corazón miró al ras y a sus acompañantes con una franqueza desarmante.

En su fuero interno se hallaba al límite de sus fuerzas; se sentía como si hubiera bordeado un camino escarpado al pie de un precipicio. Aunque el corazón le latía impetuosamente y un sudor helado le recorría la espalda, hacía tremendos esfuerzos para que nadie advirtiera nada.

Sus explicaciones culminaron en un largo silencio. Sólo se oían los lamentos de hombres y mujeres que llegaban a través del patio, como un coro de gemidos.-Prepárense para ver al Rey de Reyes -dijo finalmente el ras Yohannes con un tono solemne-. Dado que usted tiene la pretensión de curarle y que Su Majestad tiene la bondad de someterse a sus prescripciones, serán admitidos en su presencia. No obstante, debo informarle de que nuestro Emperador no puede tener trato directo con cualquiera y menos aún con extranjeros. Así que no podrán tocarlo ni acercarse a él. Esto significa que únicamente verán y oirán al Emperador a través de la persona por la que se expresa.

– Pero es imposible -exclamó Jean-Baptiste- Cómo quiere que…

El ras levantó la mano para indicarle que se callara.

– El protocolo es así. ¿Tiene usted el poder de curar, sí o no?

Jean-Baptiste estaba desesperado por las condiciones que le imponían, no tanto por lo que se refería al tratamiento del monarca -Hadji Ali le había descrito de forma aproximada el mal que sufría- como por la misión de su embajada. A la vista de la situación, sería imposible hacerle llegar mensaje alguno.

El tono del ras no admitía réplica, así que Poncet no tuvo más remedio que aceptarlo todo. Los dignatarios abandonaron la sala, y sólo se quedaron los tres a la espera de la audiencia real.

– Tú no nos habías dicho nada de esto -dijo Jean-Baptiste, malhumorado, a Hadji Ali-. Entonces, ¿no vamos a poder hablar con el Rey?

– En público es inaccesible -contestó el camellero-. Es la ley; ni siquiera debe pisar el suelo. Llega montado en una mula y no pone el pie en el suelo hasta que ha llegado al extremo de la alfombra que se extiende ante su trono. Como la mula también camina sobre la alfombra, observarán que a menudo deja caer sus boñigas en medio de hermosos motivos persas. Pero no importa, aquí todos están acostumbrados. Además, tienen suerte porque el ceremonial ha cambiado un poco. Antes era completamente imposible ver al soberano. Su abuelo aparecía dos o tres veces al año y seguía las deliberaciones de su consejo a través de un visillo.

– ¿Y por qué no habla?

– El protocolo es así. Cuenta a su servicio con un oficial que duplica la función de cada uno de sus sentidos. El ojo del Rey le pone al corriente de todo cuanto ve en la corte. La oreja del Rey escucha para él. Hay el jefe de su mano derecha y el de su mano izquierda, para los ejércitos. Y ahora oirán al Serach massery, que repite en voz alta sus palabras.-¿Puede hacer los hijos solo? -gruñó el maestro Juremi.

– Seamos serios; no tenemos mucho tiempo -le dijo Poncet-. ¿Quién es ese santo que no ha comido desde hace cincuenta años? ¿Tenemos que competir con él o ya ha sido despedido?

– Hace veinte años que no come -dijo doctamente Hadji Ah-. ¡Veinte años! ¡Ah! El Profeta no permitiría que ocurrieran cosas así…

Se besó la mano y miró al vacío.

– No -continuó-, el Emperador le ha retirado su confianza.

– ¿Estás seguro? -preguntó el maestro Juremi-. No es nuestra intención quitarle el pan de la boca.

Poncet miró a su amigo con cara de enfado.

– Lo siento -dijo el protestante-, pero tanta espera me pone nervioso.

– Guárdate las bromas para cuando nos arranquen los ojos -replicó Jean-Baptiste, que también estaba bastante nervioso.

En aquel momento acudieron dos guardias en su busca, y los condujeron a través de una serie de salas oscuras, pequeñas, vacías y glaciales hasta la sala de audiencia. Era una vasta estancia cuya triple bóveda descansaba sobre seis grandes columnas redondas dispuestas al tresbolillo. Los cortesanos estaban de pie, al fondo del recinto. El número de proceres sentados crecía de acuerdo con los rangos más próximos al Rey, pero como estaban en los laterales, el Negus no podía verlos. Esto tenía su razón de ser, pues el protocolo exigía que todas las personas estuvieran de pie en todo el espacio que abarcara su vista, aunque la audiencia se prolongase horas.

El soberano se hallaba al fondo, en una especie de alcoba, sentado en un trono que descansaba también encima de la alfombra, donde la mula lo había conducido limpiamente, en esta ocasión. El Rey se encontraba a unos pocos metros de la primera hilera de cortesanos. Los extranjeros fueron conducidos hasta allí en medio de un gran silencio. Por las ventanas que daban al patio distinguieron claramente el rugido de los leones cautivos que habían hecho célebre al Rey de Reyes, y por el lado opuesto, el murmullo del coro de gemidos y lamentaciones humanas que los viajeros habían oído durante la audiencia con el rasta.

Tal como habían convenido en un principio, Poncet y su amigo imitaron meticulosamente todos los gestos de Hadji Ali. Una vez ante el soberano vieron que el camellero se ponía de rodillas sobre las losas de piedra y que luego se estiraba boca abajo cuan largo era, con las manos hacia delante. Ellos hicieron lo propio. Por falta de práctica, el maestro Juremi avanzó más de la cuenta antes de arrodillarse, de modo que al estirarse tuvo la mala fortuna de tocar la alfombra real con las manos, y dos oficiales le hicieron retroceder sin miramientos. Así estuvieron prosternados hasta que «la boca del Rey» manifestó que el monarca les autorizaba a ponerse de pie ante su presencia para poder contemplarlo.