Al cabo de dos horas llegaron al pie de la muralla de basalto; la bordearon hasta encontrar un punto de fisura entre aquellas columnatas de basalto parduzco que se erigían derechas como las estacas de una empalizada. En el extremo del sendero escarpado que serpenteaba a través de los bloques de piedra había un pueblo suspendido en el borde de la meseta.
Apenas dejaron atrás unas breñas, vieron una iglesia octogonal con un tejado puntiagudo y una cruz en el remate. Cuando pasaron por allí estaban celebrando un oficio, y en la quietud de aquel aire lleno de pureza se distinguía el eco lejano de unas voces agudas y salmódicas.
La ciudad era simplemente un gran poblado en el que vivían esclavos y labradores. Todos iban con la cabeza descubierta, llevaban una piel de cabra en los hombros y un paño de algodón blanco alrededor de los ríñones. Estos hombres tenían la tez más clara que los negros con quienes se habían topado hasta entonces.
En los tiempos lejanos en que el reino de Senaar era cristiano, el pueblo había sido un puesto fronterizo en una ruta de gran actividad comercial. Eso explicaba las murallas en ruinas que habían franqueado antes de adentrarse en la población. Hadji Ali condujo con paso decidido a los francos hasta la casa de un conocido suyo que era mercader y que los acogió con aire de conspirador. A la luz del crepúsculo, nadie se extrañó de verlos pasar, sobre todo porque Hadji Ali, que era asiduo del lugar, había tenido la precaución de descubrirse el rostro para que todos pudieran reconocerle.
Al día siguiente, el mercader que les había alojado compró sus camellos y les proporcionó unas mulas a cambio, pues las etapas del desierto habían concluido por fin. Evidentemente hubo que agregar un poco de dinero. Ya fuera por la hermosa noche que había pasado al aire libre, en una cama de sisal trenzado dispuesta en el patio del mercader, ya fuera por el efecto reconfortante de la cruz que había visto en lo alto de la iglesia, lo cierto es que el padre De Brévedent se sintió bastante mejor por la mañana. Hadji Ali fue a pagar el awide, el tributo que cobraban dos funcionarios del Emperador en la ciudad, y volvieron a emprender viaje a primera hora de la tarde.
Durante el camino atravesaron una landa con suaves ondulaciones poblada de brezos en flor, avena silvestre y juncos. Después pasaron por un bosque de cedros muy ventilado que parecía una nave; los troncos lisos hacían las veces de pilares, y estaba cubierto por una inmensa bóveda de ramas entrelazadas. Las mulas avanzaban con un trote ligero y regular sin necesidad de azuzarlas; después del oscilante vaivén de los camellos aún apreciaron más aquellas monturas tan agradables. Al sol, el aire era cálido pero tan puro que en comparación con la polvareda del desierto parecía fresco y vivificante. El menor atisbo de una sombra, ya fuera la de un árbol o la de una nubécula, producía una sensación de frescor inesperado que recordaba curiosamente a Europa. Sin embargo, el vigor que emanaban allí los elementos fue poco beneficioso para los viajeros. La sequía y los miasmas del trópico habían inflingido a sus cuerpos muchos tormentos, y la salud les ajustaba las cuentas ahora que tenían la paz necesaria para que sus cuerpos revelaran todas sus carencias. La primera noche, cuando pararon para dormir en una aldehuela con unas cuantas chozas, el maestro Juremi llamó a Poncet y le mostró su pierna. Por encima del tobillo apuntaba la cabeza de un gusano de faraón a modo de un lacito blanco a través de un cráter de carne roja. Jean-Baptiste pidió una pluma de ave; enrolló con suavidad el primer segmento del parásito en la pluma y lo inmovilizó bajo una venda.Jean-Baptiste estaba también en un estado penoso. Padecía temblores y le dolían la espalda y las articulaciones. Se durmió tiritando. Al día siguiente advirtieron que el jesuíta había empeorado más aún a consecuencia del mal que le aquejaba. Tenía los labios resecos, sufría accesos de tos y la frente rezumaba un sudor helado. Incluso Hadji Ali, tan acostumbrado a los rigores de los viajes, solicitó a Poncet un remedio para aliviar una indisposición intestinal.
De todos modos no era el momento de demorarse en aldeas como aquélla. Estaban convencidos de que recuperarían la salud en la capital, Gondar, que sólo estaba a cinco días de marcha. Hicieron el recorrido medio inconscientes y trastornados por la fiebre, de tal manera que aquel estado de aturdimiento no hizo sino acentuar aún más el impacto del fabuloso espectáculo que habría de coronar la última parte del viaje. Las lagunas de sus recuerdos, una percepción difusa, y el eco de las emociones que la enfermedad hacía resonar en sus cuerpos se confundían abigarradamente a la vista de aquellos paisajes que les causaron una impresión tan fuerte como turbadora.
El altiplano levemente ondulado por donde pasaban se les antojó el zócalo natural de la tierra que se erigía como una cuenca de creta a orillas de un mar. Cuando bordearon el punto más extremo de la meseta y miraron hacia abajo, no pensaron en la altura; sólo repararon en los abismos monstruosos de aquel valle profundo y difuminado en una bruma de polvo y vapor que revelaba las entrañas humeantes de la tierra. Al cabo de un instante, tan pronto como el sendero se alejó del precipicio, vieron emerger de la superficie de la meseta una montaña esculpida, poblada de vegetación, y con la cima pelada, estéril y glacial, conforme ascendía hacia el cielo. En ciertos lugares, estos picos sugerían gigantescos colosos de piedra gris que a veces se descoyuntaban por bloques.
En ocasiones ambos efectos eran simultáneos, de tal manera que el sendero bordeaba el abismo por un lado, mientras por el otro se imponía la soledad altiva de una montaña de pórfido.
Salvo los campesinos que vivían en las pequeñas aldeas donde hicieron alto noche tras noche, no encontraron en su camino a nadie más. Una pareja de águilas estuvo planeando toda la jornada por encima de sus cabezas. Vieron excrementos de elefantes, pero en ningún momento se toparon con ellos. Un día descubrieron una manada de agazares, las cabras montesas que los abisinios consideran un auténtico manjar. Hadji Ali animó a Poncet a que matara una con la pistola, pero éste tenía demasiadas náuseas para pensar en cazar.Por fin llegaron a la ciudad de Bartcho, a medio día de viaje de Gondar. Hadji Ali se enteró allí de que el Emperador no estaba en la capital pues se había ido a sofocar una rebelión en una provincia.
– Es inútil presentarse ahora en Gondar-dijo Hadji Ali-. Será mejor que esperen aquí hasta que regrese el Rey. Tengo un amigo que los esconderá en su casa. Entretanto yo iré a la ciudad y volveré a buscarles en el momento oportuno.
Poncet confiaba muy poco en las palabras del camellero. No le perdonaba que les hubiera robado todo cuanto tenían. En aquel momento sus pertenencias se reducían a los presentes destinados al Rey de Reyes. Todo lo demás había pasado a manos del mercader, quien incluso tuvo la desfachatez de recordarles que las túnicas moras que llevaban eran suyas. También les dijo que contaba con que se las devolvieran en cuanto el Emperador les hubiera gratificado con la primera bolsa de oro. Jean-Baptiste vio partir a Hadji Ali, con el corazón encogido por miedo a que pudiera abandonarlos a su suerte. Afortunadamente ya empezaban a encontrarse mejor. Cada día, el maestro Juremi se prestaba a que le extrajeran un poco más el gusano de faraón, y pronto estaría curado. En cambio, la salud de jesuita era gradualmente más preocupante. La casa donde Hadji Ali los había alojado estaba construida sobre estructuras cuadradas de madera provistas de barro, paja y excrementos de vaca como material de relleno, y el suelo era de tierra batida. No era el lugar más idóneo para cuidar a un enfermo, pero no había otro. Tendido en su camastro, el pobre Joseph parecía hundirse en la tierra un poco más cada día. El infeliz no había sabido medir sus fuerzas. La misión, fruto de tantos desvelos, le había inducido a creer que un hombre estudioso como él, habituado a la apacible quietud de las bibliotecas, podía convertirse en un esclavo capaz de resistir todas las penurias que hicieran falta. Sin embargo, su paulatina flojera le preparaba para la enfermedad, de la misma manera que la sequía abandona la pineda al incendio. A decir verdad, el jesuita daba lástima. No había más que ver aquel cuerpo enjuto y retorcido como un sarmiento. Respiraba con la boca abierta; tenía los labios requemados por el viento y exhalaba un hálito febril. Jean-Baptiste y el maestro Juremi se turnaban para estar a su cabecera. Pero a pesar del trato bondadoso que el protestante brindó al paciente, éste dio pruebas más que suficientes, mientras estuvo consciente, de la aversión que le inspiraba aquel hereje. En tanto creyó que podía recuperar la salud, Brèvedent se aferró a una idea fija: cumplir su misión. Y durante horas, una voz taciturna que a veces parecía emerger de un insondable delirio, evocaba la gran obra de llegar a convertir Abisinia.
– Es preciso -decía- profundizar en las tradiciones, en los usos y las costumbres, y en la lengua. Sí, sobre todo en la lengua. En cuanto lleguemos, lo primero que haré será estudiar su idioma. He adquirido ciertas nociones en Francia, aunque lo cierto es que nadie lo habla. La lengua es el medio de persuasión más efectivo. Después me aplicaré en las creencias para conocerlas a la perfección… Ahí radica el secreto. En Europa, la Iglesia ha sabido trocar algunas ceremonias de cultos paganos en actos solemnes de fe verdadera… aunque conservando los mismos lugares, las mismas fechas y las mismas imágenes.
A veces se agarraba con fuerza a quien lo velaba, e incluso llegó a dirigirse al maestro Juremi, creyendo que era Poncet.
– No vamos a repetir los errores de nuestros antecesores, ¿verdad? Antes de convertir al Rey tenemos que granjearnos la simpatía del clero y del pueblo…
En esta agonía, el jesuita sacó a relucir la parte más recóndita de su alma y reveló hasta qué punto su modestia y su resignada humillación no eran sino la cara oculta de su desaforada soberbia. Muy pronto fue evidente que la obediencia estricta que practicaba para con su orden y la renuncia a sus deseos personales, sólo tenían por objeto servir a unos designios incommensurables y a una ambición de poder ejercida desde una colectividad. No cabía engañarse; si había aceptado hacer de sirviente era porque pensaba que desde ese rango le resultaría más fácil manipular al Rey primero y a su imperio después. Pese a los ánimos y los cuidados de Jean-Baptiste, la enfermedad siguió su curso y en cuanto el jesuíta se convenció de que todo era en vano, dio rienda suelta a su pasión por la obediencia. Sin embargo, como ya no le ataban las cadenas de su misión, se sometió a los designios de la Providencia, se abandonó a la enfermedad que ésta le enviaba y ya fue inútil intentar nada más. Dos días después expiró, respondiendo con tanta docilidad a la llamada de la muerte como a las órdenes de Hadji Ali.