Poncet y el maestro Juremi quisieron enterrarle en el patio, bajo la acacia que le había dado sombra. Pero el mercader, su casero, se negó, arguyendo que su abuelo, que había construido la casa, había sido amortajado allí tras una muerte violenta, y que era inconcebible profanar su sepultura endosándole para la eternidad un acompañante tan ingrato como aquél.Así pues, al caer la noche, echaron a andar por las calles, fueron hasta un campo de zanahorias y allí, justo en el límite de la landa, cavaron una fosa profunda y metieron dentro al jesuíta. Descansó con su túnica morisca; Hadji Ali ya se la reclamaría si la necesitaba. El maestro Juremi celebró un breve oficio con la ayuda de su Biblia. Poncet, el único católico presente, ignoraba el ritual y no sabía qué hacer con sus manos. Así pues echó la tierra antes de que Juremi concluyera su salmo, emocionado al ver desaparecer en semejante agujero a aquel hombre con quien había compartido tantas peripecias durante largas semanas, a aquel hombre a quien le había ofrecido su amistad sin saber a ciencia cierta si la había aceptado o no.

– Nadie ha huido nunca tan lejos por miedo a la libertad -dijo el maestro Juremi cuando cerró su Biblia.

Ése fue el epitafio del pobre jesuita.

De regreso a la casa, los dos amigos emprendieron un silencioso viaje con el pensamiento abocado en el piélago misterioso de la infancia, las esperanzas efímeras y el pasado que ya se fue. Cuando volvieron a hablar fue para asegurar, cada uno por su lado, que la vida del jesuíta había sido más triste aún que su muerte, y que no lamentaban haberle llorado sinceramente.

Al día siguiente cambió la atmósfera. Ambos sentían una inusitada alegría y se hicieron el propósito de que no decayera. Hadji Ali volvió al cabo de tres días de ausencia. Estaba irreconocible; iba vestido a la usanza abisima, con una túnica blanca de algodón bordada con una vistosa franja. Llevaba el cabello peinado hacia atrás y se había perfumado. Al conocer la noticia de la muerte de Joseph reaccionó como que si hubiera perdido a una mula. No hizo ningún comentario y fue al grano.

– El Rey de Reyes regresa hoy a Gondar -empezó a decir-, así que ya podemos solicitar una audiencia.

– ¿A qué hora? -preguntó Poncet, contento de saber que pronto iba a salir de aquella casa donde no hacía más que dar vueltas.

– No es cuestión de horas sino de días.

– ¡De días! ¿Es que el Rey no tiene prisa por curarse?

– Ciertamente, sí. Pero antes de revelar a la corte que ha hecho llamar a médicos francos, debe preparar el terreno y poner de manifiesto que todos cuantos han intentado sanarle hasta ahora han fracasado.

– A mí me parece que durante las semanas que ha durado nuestro viaje han tenido tiempo más que sobrado para curarlo y matarlo diez veces-dijo Jean-Baptiste.-Ciertamente -respondió Hadji Ali con un tono muy acorde con su nuevo traje-. Sin embargo, como me han visto de nuevo aquí y sospechan la misión que me ha sido encomendada, todos los que pululan alrededor de la Reina y que además odian a los francos han decidido hacer un último intento. Los sacerdotes y los adivinos que integran ese bando quieren tomarse la revancha, porque el Rey los ha humillado. Cuando iba a emprender la última campaña militar, un cometa muy brillante acompañado de una larga cola surcó el cielo. Al verlo, los adivinos predijeron que el Rey perdería la batalla y no regresaría. Sin embargo ha vencido en la contienda, y aquí está de nuevo. Por esa razón ahora se ven obligados a intentar ganarse otra vez su confianza.

– ¿Y qué medios piensan emplear esta vez?

– La semana pasada mandaron venir a un hombre santo, en procesión desde Lalibella. Se trata de un monje que no ha comido ni bebido nada desde hace veinte años.

– ¡Veinte años! -exclamaron Jean-Baptiste y el maestro Juremi con sorna.

– No se burlen. Es un hecho auténtico. Cualquiera puede ver al santo; está tendido bajo un palio y cuatro monjes transportan su camilla. Delante, agrupados en torno al patriarca, van otros diez cantando, con una gran cruz de oro en la mano. Y detrás les siguen treinta jóvenes guerreros descalzos.

– ¿No les seguirán también diez mulas con toneles de aguamiel? -preguntó el maestro Juremi con una risa socarrona.

– El monje no ha dejado de rezar desde su llegada -continuó Hadji Ali, que no tenía ganas de discutir-. Esta mañana ha visto al Negus y ha alzado frente a él un gran icono de la Virgen. Mañana piensa volver para hacerle beber la palabra divina.

– ¡Beber! Pero ¿cómo es posible? -preguntó Jean-Baptiste, con el semblante serio.

– El asunto es muy misterioso. La cuestión es que pronuncia un discurso ininteligible; probablemente el secreto reside ahí, pues sus ademanes no tienen nada de particular y son muy corrientes. Dos oficiales que supervisan el bebedizo del Rey han observado el ritual y luego me lo han contado todo. El asunto es el siguiente: ese hombre santo escribe una palabra misteriosa sobre un amuleto de estaño. A continución sumerge la placa en el agua bendecida, la tinta se disuelve y da de beber esa agua al soberano.-¿Cuántas veces tiene que repetir la operación? -preguntó Jean-Baptiste con una ligera expresión de abatimiento.

– Sólo dos veces.

– ¿Y cuántos días serán necesarios para juzgar si surte efecto?

– El Rey me ha hecho saber que si dentro de una semana no ha mejorado, recurra a sus servicios.

– ¿Y si se cura merced a alguna razón extraordinaria? -preguntó Poncet.

– ¡Cómo que merced a alguna razón extraordinaria! -exclamó el maestro Juremi-. No hay nada más probable. Si al principio el tratamiento no resulta eficaz, bastará con aumentar las dosis y empapar una Biblia entera en medio litro de aguardiente.

– Si se curara -dijo Hadji Ali-, nos iríamos.

– ¿Sin verle?

– Deben comprender que si les recibiera, pese a que él personalmente tomó la iniciativa de mandarles venir hasta aquí, el Rey corre un gran riesgo. Desde que los jesuítas intentaron convertir el país en tiempos de su abuelo, el Negus no es libre. Los religiosos y todos los que están en contra de los católicos le vigilan de cerca. Si da un paso en falso, empezarán otra vez con sus intrigas y tratarán de liberarse de su brazo de hierro. Todos saben que los curas francos tienen interés en infiltrarse aquí por todos los medios, y desconfían. Si el Rey no tiene, para verles, el pretexto de que necesita un médico, preferirá enviarles de regreso y quedarse tranquilamente en su residencia.

Después de anunciarles estas inquietantes noticias, Hadji Ali se marchó para volver a palacio, así que se quedaron solos de nuevo. Pero no habían perdido la fe; sólo estaban contrariados por tener que dar vueltas y más vueltas al patio.

Uno de los hijos del mercader que los alojaba les trajo del mercado de las especias una amplia muestra de las plantas que allí se vendían, y las estudiaron entusiasmados, pues en aquel país había más especies aromáticas, resinas olorosas, tinturas y especias que en ningún otro lugar del mundo. Con la ayuda de un mortero, unos filtros y una retorta, el maestro Juremi preparó jarabes y emulsiones siguiendo los consejos de Poncet. De este modo recompusieron un poco el cofre de los remedios, cuyo contenido había mermado considerablemente durante el viaje. Pensaban que si al final tenían que irse sin ver al Rey, al menos se llevarían consigo aquellos tesoros botánicos para consolarse.Tres días después de que Hadji Ali apareciera por última vez, el mercader que los alojaba les dijo que habrían de cambiar de domicilio la noche siguiente. Así pues, al anochecer recorrieron a pie la distancia que los separaba de la capital, envueltos en sus túnicas para que nadie pudiera reconocerlos, y seguidos de las mulas cargadas con su escaso equipaje. Se dirigían hacia el barrio moro de Gondar, donde serían acogidos por otro musulmán. Una vez allí ocuparon dos habitaciones modestamente amuebladas, cuyas ventanas enrejadas daban a una callejuela estrecha. El hombre les llevó la comida y les recomendó que tuvieran paciencia.

Una semana más tarde, Hadji Ali les sacó de aquel austero retiro. El día anterior, les había hecho llegar ropas abisinias: unas túnicas cortas de gasa blanca, y una toga de algodón ligero para echarse sobre los hombros. Por fin, a la mañana siguiente, Hadji Ali apareció montado en un caballo bayo enjaezado con bridas de pompones y plumas. Unos esclavos sostenían detrás de él otras dos monturas. Poncet y el maestro Juremi, ataviados esta vez a la usanza abisima, como Hadji les había encomendado que hicieran, subieron a caballo, y la exigua comitiva emprendió el viaje hacia el palacio de Koscam en unas bestias bastante torpes.

9

– ¡Prosiga! -dijo impaciente el señor De Maillet-. No olvide que esta carta debe estar terminada hoy si queremos que salga en el último correo de Alejandría. ¿Dónde estábamos?

El señor Mace, sentado ante el escritorio de persiana, con una pluma en la mano, tenía aún los ojos obnubilados por la mala noche que había pasado. Los mosquitos que habían tomado posesión de la ciudad al principio de la estación seea se habían ensañado con él, atraídos sin duda por los efluvios de su transpiración. Ese olor que alejaba a los seres humanos embriagaba a los insectos, aunque, por desgracia esta dolorosa evidencia no le hacía recapacitar sobre los principios de su higiene.

– Entonces, entonces -dijo tratando de retomar el hilo de su lectura-. Sí, eso es: «y el mismo capuchino que me pidió incluir a los monjes de su orden en nuestra embajada vino a verme nuevamente ayer. Debo confesar a Su Excelencia…».

– ¡No! Esa aseveración no es suficientemente diplomática. Un cónsul no hace confesiones a un ministro.

– ¿Y si escribiéramos «Su Excelencia debe saber»?

– No está mal. Continúe.

– «Su Excelencia debe saber que no fue una entrevista de cortesía. Por mi parte me esforcé en soportarle hasta el final, pese a que en numerosas ocasiones el padre Pasquale, que parecía fuera de sí, fue más allá de los límites del decoro e incluso de la dignidad.»

– Está bastante bien -dijo el señor De Maillet de pie, con una pierna estirada, satisfecho de la lectura y admirando al mismo tiempo sus medias de seda verde manzana que acababa de recibir de Francia por medio de la galera.-«Después de nuestra última entrevista mandó seguir a la caravana de nuestros emisarios. Los capuchinos los alcanzaron en Senaar, y allí reiteraron su petición. Según parece, nuestros enviados aprovecharon una noche sin luna para huir, y a pesar de todas las investigaciones realizadas, todavía no se ha encontrado rastro alguno de ellos.»