El padre De Brévedent, a quien sus compañeros le habían aconsejado obrar como ellos, y sobre todo que no se le ocurriera rechazar aquellos honores, se pasaba la noche dando gracias a Dios por miedo a sufrir el asalto de aquella criatura en el momento más inesperado. Mal repuesto de su inflamación, y debilitado por tantos avatares, el jesuíta acabó de quebrantar su salud con aquellas veladas febriles. El maestro Juremi le hizo notar con ironía que para defender su castidad no era preciso seguir al pie de la letra la máxima ignaciana «Perinde ac cadaver». Pero fue en vano.

En cuanto a Hadji Ali, que no habría sido tan remilgado, las espinas le habían dejado tantas cicatrices que respondía con gritos al más mínimo roce, y se limitaba a ironizar sobre las costumbres de aquellos salvajes, mientras lamentaba hipócritamente que el islam no las hubiera enmendado todavía.

Avanzaron cinco días más, de villorio en villorio, hasta llegar a Grefim, un pueblo anegado en la sombra de las palmeras, cuajado de flores y frutos como guayabas, granadas, aguacates y naranjas. Los loros y otros pájaros de vivos colores poblaban el arbolado en vez de los horribles buitres que habían sido la única compañía de los viajeros durante todo el viaje.

Aún tuvieron que hacer dos breves etapas por el desierto antes de llegar al fértil valle de Semonée, que conducía a Serké, un gran asentamiento comercial rodeado de colinas blanquecinas debido a sus plantaciones de algodón. En el centro de la ciudad había un bullicioso mercado en el que se apilaban los productos hortícolas traídos de los alrededores, muy colorista además debido a la vistosidad de las telas de algodón teñidas con pigmentos crudos, carmín, índigo o azafrán que se tejían en la ciudad. El mercado desprendía un olor a especias, y los puestos exhibían las abundantes plantas aromáticas de Etiopía. La ciudad estaba bordeada por un estrecho curso de agua franqueado por un puente. Al otro lado se hallaba Abisinia, una tierra cuyos altos relieves parecían difuminarse en una bruma polvorienta.

Cruzaron el puente a las seis de la tarde. Aunque nada había cambiado a su alrededor, en cuanto pusieron el pie en la otra orilla no pudieron contener su entusiasmo y empezaron a dar gritos de alegría. Poncet abrió el cofre de los remedios y sacó un frasco que había reservado para aquel gran día. Se sentaron al pie de una ceiba cuyas monstruosas raíces, triangulares como las aletas de un escualo, podían servir de espaldar e incluso de reclinatorio. Jean-Baptiste destapó el frasco, brindó por la llegada a Abisinia y echó un gran trago antes de pasarle el frasco al maestro Juremi, que hizo lo propio. Estaban degustando el mismo remedio que había apaciguado tan deleitosamente al padre Gaboriau en su diván. Hadji Ali, que nada más pisar las tierras cristianas del patriarca ya parecía menos musulmán, ingirió una dosis doble. Joseph no quería beber, así que le animaron. Diez minutos después tuvo un vómito de sangre. Como estaban muy preocupados por esta súbita indisposición del cura, Poncet le preguntó al camellero si sabía a qué distancia se hallaban del pueblo abisinio más próximo donde poder detenerse el tiempo necesario para cuidar del enfermo a la sombra de una ceiba, o en una casa si es que encontraban alguna.

Hadji Ali dijo que no había ningún pueblo cerca y que sería más provechoso seguir la ruta pues la capital no estaba muy lejos. Saltaba a la vista que el mercader quería llegar cuanto antes y que, a sus ojos, la vida de un servidor no era un motivo suficiente para perder ni un minuto.

El jesuíta fue del mismo parecer y restó importancia a la gravedad de sus males.

– Enseguida empezaremos a ascender hacia las montañas -dijo-. El aire fresco de las alturas seguramente me sentará mejor que un alto en este asfixiante desierto.

Rápidamente se pusieron en marcha. Una hora después llegaron a una llanura y empezaron a internarse en un ancho valle poblado de cañizales y ébanos. Conforme empezaron a remontar un angosto sendero, la vegetación fue tornándose más frondosa, así que aprovecharon un claro al borde del camino para pernoctar. En medio de la noche fueron despertados por un espantoso rugido y unos gritos agudos, pero puesto que había desaparecido la luna inundándolo todo de oscuridad, juzgaron que lo más prudente sería quedarse todos juntos y esperar a que se hiciera de día. Al alba comprobaron que faltaban dos camellos. También vieron un enorme charco de sangre en una hondonada. Sin duda, un león había atacado a una de las bestias y la había devorado. Doscientos metros más abajo encontraron a la otra, que había roto su cabestro llevada por el pánico.

Reemprendieron su camino a través de la espesa vegetación, conscientes de que la vida salvaje que imperaba allí era más amenazadora aún que la del desierto.

Habían perdido una montura, de modo que alguien tenía que ir andando. Como era de esperar, el jesuíta fue el primero en ofrecerse, a pesar de que se había quedado muy delgado, tenía fiebre y se le empezaban a hinchar las piernas. Poncet se negó en redondo.

– Déjeme -dijo el padre De Brevedent-. No sea tan considerado. Sólo soy un servidor, no lo olvide. Si me trata de otra manera, despertará sospechas.

Pero esta vez no lo escucharon. El maestro Juremi lo empujó hacia la silla con cierto desdén, y en esta ocasión fue él quien caminó junto a la caravana.

Tardaron algún tiempo en recorrer aquel valle cada vez más exuberante, donde de vez en cuando aparecían sicómoros de diez pies de diámetro. Por la noche se turnaban para hacer guardia junto al fuego, con una pistola en la mano y con los camellos junto a ellos. Al llegar al final del valle advirtieron de pronto que se encontraban en otro más ancho aún que parecía abarcar el primero y hasta prolongarlo. El aire de la mañana era fresco y agradable debido a la altitud, y las noches frías y húmedas. Al franquear el minúsculo desfiladero que separaba un valle del otro descubrieron un panorama suntuoso a sus espaldas: una larga y serpenteante cicatriz jalonaba las verdes ondulaciones de la montaña perfilando el camino que los había conducido hasta allí. Como una lengua de mar que va a morir a una ribera arenosa, la mole de rocas y árboles se ondulaba, avanzaba y se precipitaba como una cascada sobre la llanura gris del desierto que ahora se veía desde lo alto. Desde lejos, una maraña de palmeras y la mancha blanquecina de unos campos de cultivo sugería un manto de espuma que aquella ola vegetal hubiera dejado atrás con la resaca.

En la ladera del valle en que ahora se encontraban, unas nabeas y unos olivos silvestres conformaban casi toda la vegetación. Oyeron el canto de una alondra y vieron un buen número de arrendajos y picamaderos en los árboles. El sendero ascendía con sinuosidades abruptas; en ocasiones se torcía y se retorcía dos o tres veces por encima de sus cabezas. Desde que pisaron tierra abisinia no habían encontrado ninguna choza ni se habían cruzado con nadie, salvo con unas pobres gentes medio desnudas y horrorosamente rudas que caminaban encorvadas por el peso de grandes sacos de yute repletos de carbón vegetal.

De noche continuaron haciendo guardia por turnos, a pesar de que la naturaleza parecía más benévola. Y durante el día no vieron a ninguna fiera, aparte de unas manadas de monos muy negros y flacos con los brazos tan largos como las piernas, y tan hábiles con unas extremidades como con las otras.

Por fin dejaron atrás el bosque y llegaron a una pradera que se extendía como una alfombra de flores amarillas en la que crecían algunos árboles dispersos; los alrededores también estaban poblados por coniferas y baobabs enanos. Hacia lo alto se veía una pendiente muy escarpada, y más allá una muralla que recortaba limpiamente las cimas, festoneando el altiplano. Conforme se acercaban, vieron erigirse por encima de ellos una especie de empalizada negruzca que discurría por las crestas como si fuera una fortificación. A sus pies, grandes bloques de basalto desprendidos por culpa de alguna gigantesca fractura habían rodado hacia la pendiente para luego quedar suspendidos allí. Bajo el manto de aquella mullida pradera brotaban aquí y allá manantiales de agua fresca. En este anfiteatro de verdor, desde donde se avistaba el ribete de basalto de la meseta, tan cercana ya, todos se abandonaron a un placentero descanso. Se tendieron sobre la hierba esponjosa, bebieron agua clara, se caldearon al sol, dejándose acariciar por una dulce brisa, y se quedaron así prácticamente una jornada entera, silenciosos, somnolientos y con la mirada ausente. Ellos, que hasta entonces sólo habían pensado en sobrevivir en aquellas tierras hostiles, admiraban ahora el cielo completamente sobrecogidos.

Jean-Baptiste tenía la sensación de que todos rezaban. Hadji Ali lo hacía ostensiblemente, arrodillado hacia La Meca. El padre De Brèvedent tenía los ojos entornados, como quien escucha desde profundidades insondables el canto de las trompetas sagradas alabando el poder yla gloria del Altísimo. Lejos de su iglesia y de sus pompas, el jesuíta tenía más dificultades que nadie para soportar aquellas soledades.

El maestro Juremi, ligeramente apartado de los demás, sacudía la cabeza, movía los labios y de vez en cuando miraba al cielo con semblante adusto, sentado en un peñasco. Poncet conocía muy bien a su amigo y sabía que ésa era su manera de rezar. La mirada atenta de su Dios le seguía siempre a todas partes, así que la plegaria sólo reflejaba el momento en que su Dios y él tenían algo concreto que decirse. El maestro Juremi no se andaba con rodeos; estimaba que el Creador tiene tantos deberes hacia sus criaturas como al revés, y acaso más, porque como decía el hombre, «después de todo, fue él quien comenzó». Por esta razón, cuando una injusticia le soliviantaba, el protestante no vacilaba en pleitear directamente con Dios; se empeñaba en llevarle la contraria, e incluso le exigía explicaciones imperiosamente.

Jean-Baptiste, por su parte, daba gracias a las fuerzas invisibles del Cielo y de la Tierra, aunque para él no tuvieran ni nombre ni rostro. Durante un buen rato pensó en Alix con la deliciosa sensación de que por aquel camino se acercaba cada vez más a ella.

8

Antes de emprender la última subida que conducía al altiplano se desprendieron de su indumentaria europea (unos calzones harapientos y sucios y una camisa empapada cien veces en pozos, lagunas y torrentes de montaña que se había endurecido a consecuencia del polvo incrustado indefectiblemente en la tela). Los tres se vistieron con ropas moras, es decir, con una larga túnica azul y un turbante. A sabiendas de que los abisinios estaban acostumbrados a ver pasar caravanas por su territorio, Hadji Ali tenía en mente presentar a los francos como humildes camelleros para evitar que se mostraran hostiles con los viajeros.