Fue una etapa muy feliz. La joven no era ajena a la completa transformación que se estaba operando en ella. La firmeza que había demostrado frente a su padre en aquel asunto había sido la primera señal.

Al principio hubo cambios muy fútiles. Privada de la amistad a la edad en que es más necesaria, Alix necesitaba tomar la medida de su belleza, de aquel cuerpo que aún miraba con temor, como un caballo de raza del que todavía se ignoran sus aptitudes.

Fue la etapa de probar peinados nuevos, que había que deshacer a toda prisa, al mediodía, «ntes de volver a marcharse. Alix sacaba a menudo del consulado, escondidos en una bolsa, algunos vestidos que sustraía a su madre, y se divertía probándoselos. Ella desfilaba ante su amiga riendo, en aquella terraza sombreada donde crecían los naranjos. Más allá de las nociones generales y vagas sobre la belleza, Françoise enseñó a la joven a discernir y a valorar cada detalle. Alix estaba radiante.

Con el paso del tiempo, le manifestó su gratitud a Françoise por haberse mostrado tan paciente y alegre durante aquel largo período en que se había descubierto con tanta ingenuidad.

Sin darse cuenta, había pasado esta primera página. Alix conocía sus cualidades, ya no dudaba de ellas y sabía hasta dónde llegaban. Surgió entonces una seguridad en sí misma, nueva e intensa, que disimuló conservando la modestia de sus formas y sus propósitos. Su madre no vio nada, como de costumbre. Alix se dio cuenta de que la pobre mujer, a quien lamentablemente apenas conocía, tenía poco que enseñarle. ¡Qué diferencia con Françoise, que había tenido una vida de auténtica novela! Había nacido cerca de Grenoble en el seno de una familia acomodada; su padre era mercader de grano. Françoise se había vengado del poco caso que aquella buena gente había prestado a su hija, abandonándolos para seguir a un hombre treinta años mayor que ella. No tenía oficio pero los había ejercido todos, gastaba mucho sin ser rico, y todo a cuenta del padre de Françoise. Aquel apuesto amante hablaba bien, había estado en Oriente e Italia y se la llevó con él. Éste fue el principio de un sinfín de aventuras interminables que ella refería a retazos, como en Las mil y una noches. Fuga, fortuna, viaje, miseria, y amor. Exilio, mentira, juego, y más miseria. Cuando llegaron a El Cairo ya no se entendían. Todo resultó cada vez más triste hasta que el hombre murió, de forma vergonzosa, lejos de ella, en la ciudad árabe. De este período errante Françoise recordaba imágenes, anécdotas y algunas pautas de conducta. Aludía a los preceptos como si nunca más tuviera que aplicárselos a sí misma, como si la edad y la indiferencia la hubieran vuelto imperturbable. No obstante, Alix reparó en que siempre se emocionaba al mencionar al maestro Juremi cuando ésta hablaba de su trabajo en casa de los droguistas.

– ¿Le ama? -le preguntó al fin la joven.

– No puedo hablarle con menos franqueza de la que exijo de usted -respondió Françoise-. Es un hombre emprendedor, bueno, y sí, creo que le amo.

– ¿Se lo ha dicho?

– Se nota que no lo conoce usted. Es taciturno y gruñón. Veinte veces se me ha ocurrido la idea de hablar de ello. En ocasiones he pasado toda la noche pensando en cómo se lo iba a decir, pero cuando a la mañana siguiente me mira con sus ojos negros, me quedo sin fuerzas. ¿Se da cuenta? Me las doy de mujer experimentada, pero usted me lleva la delantera.

Esta simple confesión tan sincera daba aún más valor a todos sus relatos. Françoise era dueña de sus audacias y de sus flaquezas, de la pasión a la que había obedecido hasta el final y de la que todavía no se había atrevido a despertar.

Alix la admiraba. Su padre se habría escandalizado sobremanera ante tales sentimientos para con una sirvienta. Pero Alix la veía de otra forma. Era una mujer libre, que había pagado muy cara su libertad y que no lamentaba nada.

Hasta entonces, Alix no había pensado nunca que una mujer pudiera hacer otra cosa que someterse. Pero Françoise le mostraba un ejemplo distinto y su influencia alentaba nuevos sueños, que seguían caminos inciertos y caóticos. Cada vez que Alix se imaginaba libre, se hacía la ilusión de estar con Jean-Baptiste. Al principio lo achacó a que no tenía a nadie más en quien pensar. Sin embargo, Françoise la desengañó.

– Un hombre que se ha apropiado de sus sueños hasta ese punto no saldrá de ellos tan fácilmente -dijo sacudiendo la cabeza.

7

Avanzaron durante veintiún días. Al principio se obsesionaron tanto con la idea de que el Rey de Senaar y sus tropas iban tras ellos que creían ver la manifestación de su fuerza por todas partes. Le temían hasta tal extremo que le atribuían un poder muy superior al que en realidad tenía. Por fin, al cabo de una semana se convencieron de que nadie los seguía, y que tampoco les llevaban la delantera los temibles espías del Rey, a menos que tuvieran alas. Lo único cierto era que se habían perdido en aquel inmenso reino de arena y que su enemigo real no era el monarca invisible ni los pérfidos capuchinos sino los parajes sin agua y sin alimento que recorrían sin detenerse a descansar.

La región era completamente plana; las vastas llanuras áridas sembradas de pedruscos abrasados por el sol alternaban con una especie de valles quese prolongaban a lo largo de ríos de arena. Sólo llovía una vez al año con gran intensidad, y elsuelo absorbía la tromba sin darle tiempo a sumarse al curso de otras aguas. La densa vegetación de los valles se componía de bambúes, juncos y chumberas, que florecían en aquella estación, además de aloes y acacias. Unos tupidos mantos de espinos e impenetrables zarzales de cardos hacían poco agradable el lugar, y más de una vez fue imposible atravesar toda aquella maleza.

Como habían reducido su equipaje al mínimo, los fugitivos no tenían nada con qué protegerse; ni tienda ni hamaca ni manta, así que dormían en el suelo. En los parajes desérticos les intimidaban las arañas, los escorpiones y el veneno de los áspides. Cuando podían abrirse camino por aquellos valles umbríos quedaban expuestos a los mosquitos, las grandes serpientes constrictor y todos los bichos que el Creador había imaginado para alejar al hombre de aquellas soledades y mandarlo nuevamente al lado de sus semejantes, a pesar del temor que éstos pudieran inspirarle. Pocos días después de la fuga, el padre De Brévedent sufrió la picadura de una araña gigante en el tobillo. Poncet le administró un remedio que le alivió el dolor, pero la inflamación se le extendió por toda la pierna y tuvo fiebre, de modo que el viaje le resultó extremadamente penoso. Después el mal fue remitiendo y el cura empezó a sentirse mejor, aunque continuó estando muy débil.

Mientras creyeron que los perseguían evitaron los pueblos, que por otra parte no eran más de cuatro chozas donde vivían los pastores, y sólo se acercaban a los pozos al caer la noche para llenar sus odres. Pero cuando hubieron agotado el saco de habas que habían llevado consigo desde Senaar, capturaron un ternero que pastaba solo en un campo. Hadji Ali le dio muerte de acuerdo con sus ritos y luego mandó a Joseph que lo descuartizara. Muerto por un musulmán, guisado por un católico y degustado por un protestante; resultaba difícil imaginar un ternero más ecuménico, a menos que un rabino hubiera roído los huesos. Aún estaban cargando los cuartos restantes en las monturas cuando, para su desgracia, una partida de negros armados con azagayas y cortas espadas de bronce se abalanzó sobre ellos, tras ser alertados por un labriego que les había estado observando. Al ver la cantidad de asaltantes, Poncet pensó en escapar de allí cuanto antes, pero el maestro Juremi ya había echado mano a su espada y gritaba:

– ¡A mí, señores!

De modo que Jean-Baptiste cogió otra arma y acudió en ayuda de su amigo para luchar contra los dos primeros indígenas que encontraron. Ambos manejaban las espadas con tanta rapidez que parecían invisibles, y esto sorprendió tanto a los dos guerreros desnudos que fueron atravesados de parte a parte, mientras miraban a los blancos con grandes ojos incrédulos. Un instante después, los dos negros fueron relevados por otros dos, visiblemente divertidos por tan curiosa y sorprendente refriega. Era evidente que el sonido metálico de las armas les excitaba. Los restantes indígenas, colocados en un gran círculo, presenciaban los peculiares combates como si se tratara de un festejo. Los dos extranjeros se movían con agilidad al abrigo de aquellas largas cuchillas de hierro que revoloteaban en el aire como las alas de una libélula, mientras sus adversarios paraban los golpes con la ayuda de pesadas lanzas, aunque algunos se protegían también con un minúsculo escudo de cuero. Y cuando eran alcanzados, continuaba el relevo. Aquello era probablemente el final, pues más de doscientos negros pateaban el suelo haciendo tintinear los anchos brazaletes que todos lucían en los tobillos. Poco a poco el círculo se fue cerrando alrededor de Poncet y su compañero, y éstos empezaban a pensar que en cuanto el cansancio los abatiera, sus asaltantes sólo tendrían que ir a recoger sus cuerpos desarmados y sin aliento. De repente, al darse la vuelta en pleno duelo, Poncet reparó en que Joseph se hallaba fuera del cerco, junto a los camellos; estaba con los brazos caídos, sin saber qué hacer.

– ¡Las pistolas! -le gritó Poncet. El jesuíta contemplaba la escena pasmado-. En mi montura. Empuñe las pistolas cargadas y dispare.

El círculo se cerraba lentamente. Unos minutos después Poncet sólo atinaba a ver el polvo del suelo y un sinfín de piernas desnudas y delgadas que seguían el ritmo con los pies.

De repente resonaron dos disparos. Los negros no se movieron. Tras treinta largos segundos de silencio emprendieron la huida a toda prisa, dejando atrás los heridos y las armas.

El padre De Brévedent tenía aún las pistolas en las manos y las veía humear con una expresión de espanto.

– Bien -dijo el maestro Juremi acercándose al supuesto Joseph-, esto sí que es un triunfo. Con dos pistolas, uno es aquí rey. Insistiendo un poco, estoy seguro de que hasta se harían católicos.

El jesuíta se encogió de hombros.

Encontraron también a Hadji Ali, que en su afán por observar todo aquello desde lejos se había abalanzado sobre un zarzal. Hadji Ali suplicó a Poncet que aliviara sus múltiples y profundos rasguños y se sometió a la cura con el estoicismo de un mártir. De los cuatro, el único que resultó herido en aquella breve y victoriosa campaña fue él.

Tras considerar que ya se habían librado de la sombra vengativa del Rey, Jean-Baptiste creyó oportuno dejar de esconderse. Y efectivamente fue lo mejor, pues los indígenas se habían mostrado más recelosos con ellos al verlos merodear por los alrededores de sus villorios que si se hubieran comportado como viajeros corrientes. Desde que se dejaron ver, la vida les resultó algo más fácil pues las tribus los acogieron con una curiosidad condescendiente. Cuando veían venir de lejos a aquellos seres blancos, los indígenas se acercaban temerosos a tocarlos, y aunque los miraban con perplejidad eran muy hospitalarios. Los negros que los habían atacado lo habían hecho porque se habían apoderado de uno de sus bienes a escondidas. Sin embargo, bastaba con hacer cualquier petición en un tono amistoso para que les facilitaran todo cuanto tenían. Prueba de ello es que proporcionaron a los viajeros chozas donde cobijarse, galletas de mijo y grandes cuencos de leche mezclada con sangre fresca de buey, plato que aquellos negros consideraban como un manjar de dioses. Fueron tan obsequiosos que incluso llegaron a poner a su disposición las más bellas doncellas de su parentela. Pero después de cabalgar horas y más horas, Poncet y el maestro Juremi caían rendidos en cuanto se acostaban, y no tenían más deseo que el de abandonarse al sueño; le hacían un sitio a la cortesana con la que habían sido honrados para pasar la noche y roncaban con ardor. Con todo, antes de dormir nunca se olvidaban de mostrar brevemente su anatomía a sus acompañantes, pues éstas les habían explicado que uno de sus cometidos más importantes consistía en informar a la comunidad, al día siguiente, de qué color tenían los viajeros sus atributos íntimos. Dado que hasta entonces habían carecido de testimonio directo, los indígenas se resistían a admitir que sus intimidades fueran también de aquel extraño color blanco.