Totalmente alejada del resto de sus invitados, Lady Ava espera también, sentada en su sofá de terciopelo descolorido por el tiempo. De pie cerca de ella está Lucky, la hermana melliza de Kim, a la que se parece de un modo extraordinario, pero que lleva un traje de seda blanca, en vez de negra como convendría a su luto reciente. (¿No han perdido las dos a su padre?) Acaba de entregar a Lady Ava un sobre de papel pardo atestado de documentos, que ésta ha escondido inmediatamente.

Por todas partes, alrededor, se observan así movimientos bruscos o mecánicos, miradas de soslayo, ademanes que se petrifican, inmovilidades demasiado largas o forzadas, una amortiguación insólita de todos los ruidos, sobre los cuales resaltan a veces frases breves que suenan a falsas: «¿A qué hora empieza la función?», «¿Me concede el próximo baile?», «Tomará una copa de champán», etc. Y casi todo el mundo siente una especie de alivio cuando por fin aparecen los policías con uniformes ingleses. El silencio era además total desde hacía varios segundos, como si el momento exacto de su salida a escena hubiera sido conocido por todos desde hacía mucho tiempo. El guión se desarrolla luego de un modo mecánico, como si se tratara de una máquina bien engrasada, bien rodada, y a partir de ese momento cada cual conociera su papel con exactitud y pudiera representarlo sin equivocarse de un segundo, sin un fallo, sin el menor tropiezo capaz de sorprender a un compañero: los músicos de la orquesta -cuya pausa anunciaba ya el calderón- que abandonan a la vez sus instrumentos o los bajan con suavidad, el arco a lo largo del cuerpo, la flauta sobre el atril, el cornetín entre los muslos, los palillos cruzados sobre la piel del tambor, y Kito, la criada, que se levanta del suelo, la eurasiática que dirige la mirada hacia adelante, el hombre gordo y colorado que pone la copa vacía en la bandeja de plata que le tiende el camarero, el soldado que se aposta ante la gran puerta, el otro soldado que cruza el salón en línea recta por entre las parejas, que dejan de bailar, sin tener que desviarse lo más mínimo para no topar con ninguna, ya que va a vigilar la salida situada al otro extremo, y, por último, el teniente que se dirige sin vacilar hacia la ventana junto a la cual permanece Johnson para proceder a su detención.

Pero una cosa me inquieta ahora: el teniente, con su paso decidido, ¿no se dirigirá más bien hacia la señora de la casa? ¿No es más lógico detenerla antes a ella? En efecto, Lady Ava no ha ocultado, en una conversación con Kim -en un monólogo, para ser exactos, pues no hay que engañarse con las palabras, efectuado en presencia de esta última, como todos recordamos, mientras la anciana se prepara para acostarse-, no ha ocultado, decía, su intención deliberada de inducir a Johnson, por medio de las exigencias exorbitantes de Lauren -método al parecer clásico para este tipo de reclutamiento-, de inducir a Johnson a convertirse a su vez en agente secreto de Pekín, lo cual significaría que el compromiso de Lady Ava en este sentido era mucho más fuerte. Una solución al problema residiría quizá en la ignorancia de la policía inglesa, o en su fair-play diplomático, que prefiere atacar a la organización comunistoide conocida con los nombres de Hong Kong Libre o S.L.S. (South Liberation Soviet), cuyo papel es inexistente y sus reivindicaciones más bien contrarias a los intereses chinos (hasta el extremo de que muchos no ven en ella más que una fachada para ocultar algún tráfico de drogas o trata de blancas), a acabar brutalmente con la acción de los verdaderos espías.

En cualquier caso, cuando el teniente de la policía se presenta ante Lady Ava, y apenas efectuados los saludos de rigor, ésta invita a beber con voz mundana al recién llegado, lo que no conduce a nada. Hay otro problema: ¿los términos «soldados» y «policías» no habrán sido empleados un poco a la ligera para designar a los gendarmes británicos? ¿O se trataba de inspectores vestidos de paisano o de verdaderos militares en uniforme de combate de abigarrado camuflaje? Quedan por precisar, además, diversos puntos esenciales, por ejemplo: ¿la llegada de la patrulla tuvo lugar antes o después de la representación teatral? Incluso quizá fue en mitad del espectáculo, en el momento en que Lady Ava, tras contar y guardar luego las bolsitas en el armario secreto, y ordenar los papeles en el escritorio, acaba, agotada, lívida, vacilante, yendo a echarse en la cama. Es entonces cuando llaman a la gran puerta de hojas molduradas, una, dos, tres veces… ¿Quién es el visitante imprevisto que se obstina así sin obtener respuesta? La sala ignora evidentemente lo que pasa en el resto de la casa. Pero se abre la puerta, y la sorpresa es grande al ver a Sir Ralph entrando bruscamente. Corre a la cama… ¿Llega demasiado tarde? ¿Habrá hecho ya efecto el veneno? Los espectadores permanecen angustiados.

Sir Ralph se inclina sobre el rostro descompuesto, sosteniendo la mano de la moribunda. Lady Ava, sin verlo, con la mirada fija en el vacío en busca de un recuerdo que no logra encontrar, pronuncia palabras inconexas con inflexiones bajas y roncas, en las que destacan a veces jirones de frases más comprensibles: sobre el lugar donde nació, sobre su boda, sobre países que ha visitado, o que nunca ha conocido más que de oídas. Habla de cosas que ha hecho, de otras que hubiera querido hacer, diciendo también que siempre ha sido una mala actriz y que, ahora que es vieja, ya no interesa a nadie. Sir Ralph intenta reconfortarla, asegurándole que, por el contrario, ha estado muy bien esta noche, hasta el final. Pero ella ya no escucha. Pregunta si no podrían hacer menos escándalo encima de su habitación. Oye golpes de bastón. Dice que habría que subir a ver qué ocurre arriba. Seguro que hay alguien enfermo, o herido, que pide auxilio. Pero al instante cambia de idea: «Es el viejo rey Boris, que se mece en su ferry…», dice. Su dicción es tan confusa que Sir Ralph no está seguro de haberla oído bien. Después parece más calmada, pero su semblante se ha vuelto aún más macilento, aún más gris. Parece como si toda la sangre, como si toda la carne, se le fueran por dentro. Tras una pausa más larga, bruscamente, con una claridad perfecta, inesperada, añade aún: «Las cosas nunca están definitivamente en orden.» Después, sin mover la cabeza, abre desmesuradamente los ojos, y pregunta dónde están los perros. Son sus últimas palabras.

Y ahora Ralph Johnson, llamado el americano, regresa una vez más al barrio nuevo de Kowloon, a casa de Manneret. Va a probar suerte otra vez, ya que no hay nadie más, en todo el territorio de la concesión, que sea capaz de proporcionarle la cantidad exigida para el rescate de Lauren. Si hace falta, recurrirá a todos los medios para convencer al potentado. Sin pensar en tomar el ascensor, sube andando las siete plantas. La puerta del piso está entornada, la puerta del piso está abierta de par en par a pesar de la hora tardía, la puerta del piso está cerrada -¿qué más da?- y Manneret en persona va a abrirle; o es un criado chino, o una joven eurasiática medio dormida a la que el campanillazo, el insistente timbre eléctrico, los golpes dados con los puños en la puerta han acabado sacando de la cama. ¿Qué importancia tiene todo esto? ¿Qué importancia? En todo caso, Edouard Manneret aún no está acostado. No se acuesta nunca. Duerme vestido en su balancín. Lleva mucho tiempo sin poder dormir; los somníferos más fuertes han dejado de hacerle efecto. Duerme tranquilamente en su cama, pero Johnson insiste para que lo despierten, espera en el salón, empuja a las criadas asustadas y entra por la fuerza en su habitación; todo eso da lo mismo. Manneret confunde primero a Johnson con su hijo, lo confunde con Georges Marchat, o Marchant, lo confunde con el señor Chang, lo confunde con Sir Ralph, lo confunde con el rey Boris. El americano insiste. El americano amenaza. El americano suplica. Edouard Manneret se niega. Entonces el americano se saca con mucha calma el revólver del bolsillo interior derecho (¿o izquierdo?) del smoking, aquel revólver que había ido a buscar antes (¿cuándo?) en el armario o en la cómoda de su cuarto de hotel, entre las camisas almidonadas, bien planchadas, bien blancas… Manneret lo mira y permanece impasible, sin dejar de sonreír, mientras se mece lentamente en su balancín con ritmo regular. Johnson quita el seguro. Edouard Manneret sigue sonriendo sin que se mueva un solo músculo de su cara. Se diría una figura de cera en un museo. Y su cabeza sube y baja siempre con la misma cadencia. Johnson mete una bala en la recámara y, con gesto pausado, levanta el arma en dirección al pecho que sube y baja alternativamente, como los blancos móviles en las ferias. Dice: «¿De modo que no quiere?» Manneret no contesta siquiera; no parece creer que todo esto sea verdad. Johnson apunta al corazón, con cuidado, siguiendo con la mano las oscilaciones del balancín, que sube, baja, sube, baja… Así, es fácil cuando se ha cogido el ritmo. Entonces aprieta el gatillo. Dispara cinco veces seguidas: abajo, arriba, abajo, arriba, abajo. Todos los tiros han dado en el blanco. Se guarda otra vez el revólver todavía caliente en el bolsillo interior, mientras el balancín sigue su movimiento periódico, que va amortiguándose progresivamente, y corre hacia la escalera. En la oscuridad, le parece que a su paso se han abierto puertas en cada rellano, pero no está seguro de ello.

Delante de la casa, en la avenida, aparcado junto a la acera, está el viejo taxi de los cristales subidos, esperándolo. Sin preguntarle nada al taxista, Johnson abre la puerta trasera y sube. El vehículo arranca enseguida, para dejarlo pocos minutos después en la estación del ferry. El barco está separándose del muelle; Johnson, a quien trata de contener en vano un empleado de la compañía, tiene el tiempo justo de saltar a bordo, donde se halla súbitamente en medio de la multitud silenciosa de hombres bajitos vestidos con monos o pijamas negros que se dirigen a su trabajo, aunque todavía no ha amanecido. Durante la travesía Johnson calcula que le queda exactamente el número de minutos necesario para llegar al puerto de Aberdeen antes de las seis y cuarto y embarcarse en el junco. Pero cuando baja del transbordador, en Victoria, y sube a un taxi, es para que lo lleve en dirección opuesta, a la Villa Azul: no puede dejar Hong Kong sin ver a Lauren. Por última vez intentará convencerla de que vaya con él, aunque no ha cumplido su promesa. Quizá sólo haya hecho todo eso para ponerlo a prueba…

Cruza el parque con paso rápido, guiado por el resplandor azul que llega de la casa, en medio del zumbido fijo y estridente de los millones de insectos nocturnos; cruza el vestíbulo, cruza el gran salón abandonado. Todas las puertas están abiertas. Se diría que hasta los mismos criados han desaparecido. Sube la gran escalera de honor. Pero su paso se hace más lento de peldaño en peldaño. Al pasar ante la habitación de Lady Ava, encuentra también su puerta totalmente abierta. Entra sin hacer ruido. La viejísima señora está acostada en su inmensa cama flanqueada por dos antorchas, que le dan un aspecto fúnebre. Kim permanece a su cabecera, de pie aún e inmóvil; ¿ha pasado así toda la noche? Johnson se acerca. La enferma no está dormida. Johnson le pregunta si ha ido el médico y cómo se encuentra. Le contesta con voz sosegada que se está muriendo. Le pregunta si ya es de noche. Johnson contesta: «No, todavía no.» Pero ella empieza a agitarse de nuevo, moviendo la cabeza con dificultad, como si buscara algo con la mirada, y diciendo que tiene una noticia importante que anunciarle. Entonces se pone a contar que acaban de detener a los traficantes belgas, llegados recientemente del Congo, que habían instalado una fábrica de heroína… etc. Pero poco a poco pierde el hilo de su discurso y pronto se interrumpe del todo para preguntar dónde están los perros. Serán sus últimas palabras.