La policía no se preocupa por la desaparición de una prostituta, aunque sea una menor; y menos aún teniendo en cuenta que la japonesita, llegada clandestinamente de Nagasaki en un junco de contrabandistas, no figuraba en ninguna lista del registro civil o de inmigración. Su cuerpo exangüe, que sólo presentaba una diminuta herida en la base del cuello, encima mismo de la clavícula, se vendió para ser servido con diferentes salsas en un afamado restaurante de Aberdeen. La cocina china tiene la ventaja de hacer irreconocibles los trozos. Sin embargo, no cabe duda de que su origen fue revelado -con aportación de pruebas- a algunos clientes de ambos sexos de gustos depravados, a los que no importaba pagar el precio que fuera para consumir ese tipo de carne; preparada con especial esmero, se la servían en el transcurso de festines rituales cuya presentación, así como los excesos a que daban lugar semejantes reuniones, exigía un reservado particular alejado de los salones públicos. El hombre gordo y colorado se extiende con gustosa precisión en algunas de las aberraciones cometidas en tales circunstancias, para proseguir luego su relato. Manneret, que se había deshecho de forma tan ingeniosa de una abrumadora pieza de convicción, había cometido la torpeza de participar personalmente en una de aquellas ceremonias. Con la euforia del vino, hacia el final de la cena, un comensal (policía disfrazado que sólo pertenecía a la secta con la esperanza de obtener un provecho deshonesto) pudo oír de sus labios declaraciones que, aun siendo confusas, despertaron en el indiscreto el deseo de saber algo más. Una hábil investigación, efectuada entre el servicio y el vecindario del piso de Kowloon, le reveló que no se había engañado siguiendo aquella pista, una de cuyas bifurcaciones lo llevó después a la plantación de los Nuevos Territorios y al americano Ralph Johnson.

Cuando dispuso de datos suficientes sobre la muerte de Kito, quiso chantajear naturalmente a Manneret, ya que, por una parte, su responsabilidad en el crimen era la más directa y, por otra, poseía medios suficientes para pagar una cantidad elevada como precio de su impunidad. Más tarde le llegaría el turno a Johnson. Lo que ocurrió entonces ha permanecido confuso. Sin duda Manneret, por orgullo o despreocupación, se negó a pagar un silencio que, por otra parte, no le aseguraba nadie. ¿O fingió aceptar, para tenderle una trampa al inoportuno y deshacerse de él de otra manera? El caso es que, en el momento en que éste se presenta en el domicilio del multimillonario, en ese edificio de lujo ultramoderno, con sus laberintos de espejos y sus tabiques móviles, Edouard Manneret manda abrirle la puerta y lo recibe personalmente en su despacho, invitándolo a sentarse y tratándolo con cordialidad, aunque hablándole de cosas indiferentes, como acostumbra hacer en casos semejantes. Pregunta a su visitante si lleva mucho tiempo en la colonia, si le gusta el país, si soporta el clima a pesar de la ruda profesión que debe ejercer, etc. Mientras va hablando, y sin que parezca preocuparle que el otro sólo le conteste con monosílabos (¿por incomodidad, irritación, recelo?), le sirve el aperitivo con sus propias manos, y hasta se disculpa por tener que darle la espalda unos segundos mientras se afana junto al pequeño mueble bar.

Un instante después están sentados uno frente a otro: el policía corrupto en una butaca de tubos de acero, con la copa de cristal, que contiene un líquido del color del jerez, a su lado (en la estrecha bandeja adosada al brazo de la butaca), y el propio Manneret en su balancín, en el que se mece sonriente mientras prosigue la conversación. En dos ocasiones, su poco locuaz interlocutor coge el pie tallado de la copa y la levanta para llevarse el brebaje a los labios; pero la vuelve a dejar, cada vez, en la bandeja, so pretexto de escuchar con más atención lo que le dice el dueño de la casa, de modo que este último decide callar; y observa entonces al policía como si quisiera hacerla sentirse incómodo, con la esperanza de que acabe bebiendo para salir de su inmovilidad. En efecto, el hombre repite el movimiento, interrumpido ya dos veces; pero, en el último momento su mirada tropieza, por encima de la perilla gris cortada con esmero y la delgada nariz aguileña, con los ojos demasiado brillantes, de párpados ligeramente fruncidos, que lo miran con lo que le parece una anormal tensión. ¿Se acuerda de pronto de los cultivos inquietantes de Johnson? ¿Descubre que el aperitivo de su anfitrión, del que ya ha bebido varios sorbos, no tiene exactamente el mismo aspecto que el suyo? Hace un movimiento brusco con la mano izquierda, el movimiento de quien quiere espantarse un mosquito (excusa absurda en esta casa climatizada, cuyas ventanas no pueden abrirse para que entren los insectos) y la copa que sostiene con la otra mano se le escapa y cae al suelo, donde se hace añicos… Los fragmentos que brillan en medio del líquido derramado, las salpicaduras proyectadas en todas las direcciones alrededor de un charco central en forma de estrella, el pie de la copa, casi intacto, que en lugar de la copa, ya no sostiene más que un triángulo de cristal curvado, agudo como un puñal, todo eso lo sabemos hace tiempo. Pero le pregunto a Lady Ava por qué, aquella noche, nada más llegar a casa de Manneret, el chantajista no expuso su intención de obtener enseguida un primer adelanto, estando las cosas como estaban.

– Seguro que diría a qué iba -responde Lady Ava-; el viejo debió de hacer como que no entendía la frase, la anegó en sus cuentos de ruda profesión, clima y bebidas. El otro prefirió no precipitar la conversación, seguro de poseer las mejores bazas y no creyendo perder nada con unos minutos de charla, que dejaban a su cliente tiempo para reflexionar.

– ¿Manneret no había tenido ya varios días para reflexionar?

– No -dice ella-, no es seguro. Su amable acogida quizá se debiera precisamente a que no sabía aún con certeza qué quería aquel personaje, al que había conocido durante una cena en Aberdeen y que se presentaba con un pretexto cualquiera: una operación inmobiliaria, por ejemplo.

– Manneret tenía sus oficinas para tratar estos asuntos. Hasta los cheques los firmaba ahora su apoderado. El sólo se encargaba personalmente de cuestiones muy importantes; y aún así, nunca lo hacía sin que pasaran antes por las manos de sus hombres de confianza, que las estudiaban en detalle y le sometían después el resultado de sus cálculos.

Lady Ava reflexiona sobre este aspecto del problema, que la coge un poco desprevenida, pues no ha habido aún ninguna alusión a las actividades profesionales de Manneret. Pero reacciona rápidamente:

– Pues bien, el pretexto podía tener un carácter más íntimo: con él nunca faltaban asuntos de este tipo.

– ¿O sea un asunto íntimo pero sin relación con la muerte de Kito?

– Eso es: ofrecía niñas, o heroína, o lo que fuera.

– Sin embargo, si no hubiera tenido buenos motivos para creerse en peligro, no habría intentado envenenar a su visitante de buenas a primeras, o drogarlo, o algo por el estilo.

– ¿Quién le dice que lo hiciera?

– ¿Y ese detalle de darle la espalda mientras llenaba la copa con un líquido que no tenía exactamente el color del jerez de la botella?

– ¡Nada! Podía tratarse tan sólo de una figuración de policía culpable, o de su mala conciencia. Esa gente es desconfiada por principio. Y, en cualquier caso, no arriesgaba nada deshaciéndose del brebaje en cuestión, desde el momento que le parecía sospechoso.

– Bueno. Supongamos que las cosas son como usted dice: aparentemente el hombre viene a ofrecer droga, Manneret se hace el despistado, para tantear el terreno y ver si no estará en presencia de un agente provocador o un estafador. Bueno… ¿Qué significaba la frase sobre la «ruda profesión» de su visitante?

– No sé… Quizá el otro había empezado diciendo que era policía, para inspirar confianza.

– Supongámoslo. Después el policía explica el objeto real de su visita y pide dinero. ¿Dice una cantidad?

– No. Primero ha de limitarse a algunas alusiones: ¿no cree, querido señor, que tendría interés en que no se sepa cómo…? ¿Ve usted?

– Muy bien. Y Manneret no se da por aludido, bebe su jerez a pequeños sorbos, meciéndose, y sigue hablando de cosas sin interés. Hasta puede que no haya entendido lo que le pedían, si las insinuaciones eran demasiado confusas. El otro no tiene prisa: piensa que hay tiempo de sobra y que al final ganará la partida… Entonces, ¿por qué mató a Manneret a los pocos minutos?

– Sí -dice Lady Ava-, es lo que no se entiende.

– La segunda cuestión es la de la forma exacta de la copa: no se sirve jerez en una copa de champán. Y, por otra parte, el fragmento agudo de cristal que prolonga el pie, y puede servir de puñal, no coincide con una curva muy amplia.

– Evidentemente. Debía de ser una copa más alta que ancha, y cónica más bien que con un fondo redondo: algo parecido a esas copas de champán estrechas y altas.

– Y seguro que el cristal no sería tan delgado como el de una copa de champán alta o baja, para poder utilizarse como arma, y mortal por añadidura.

– Pero en realidad no fue esta arma la que lo mató.

Se trata de un montaje destinado a camuflar el crimen en accidente. El asesino se sirvió de un estilete chino con hoja plegable untada con veneno que, una vez cerrado, se disimula fácilmente en cualquier bolsillo o hasta en el hueco de la mano. Fue después cuando dispuso el cuerpo sobre los fragmentos de la copa rota, como si la herida en la base del cuello se hubiera producido con la punta de cristal unida aún al pie: Manneret habría caído con una copa en la mano… Etc.

El asesino había añadido algunos elementos para completar el cuadro: una ampolla vacía que había contenido morfina, destinada a explicar la falta de equilibrio del potentado en el momento de su extraña caída, un tabique móvil de cristal medio cerrado -casi invisible- con cuyo borde habría tropezado y, por último, el despertador situado al otro lado de este cristal, en el escritorio, con la manecilla del timbre puesta a la hora exacta de la muerte… Sonó el despertador; para detener aquel ruido irritante, Manneret se levantó de su balancín, llevando la copa de jerez en la mano; con su precipitación y su torpeza de drogado, no vio que el tabique de cristal, que se interponía en mitad de su trayecto, le cerraba parcialmente el paso. Por un prurito estético más que por verosimilitud, el autor del montaje le quita además los zapatos al cadáver y vuelve a ponérselos al revés: el derecho en el pie izquierdo y el izquierdo en el pie derecho. Como último detalle, antes de abandonar el escenario, con la pluma y la tinta del difunto, en la hoja misma en que estaba escribiendo, detrás de las últimas palabras, que había trazado con mano vacilante -aproximadamente media línea al final de un largo párrafo interrumpido que llega hasta la mitad de la página: «viaje lejano, y no gratuito»-, termina imitando su grafismo inseguro: «pero necesario»; después dibuja un pez oval, con sus tres aletas, su cola triangular y su gran ojo redondo.