Después del gran salón, cruzo otras salas desiertas. Se diría que hasta los mismos criados han desaparecido; y subo la escalera de honor hasta la habitación donde se encuentra la señora de la casa. Está acostada en su cama de columnas, acompañada tan sólo por una de sus criadas eurasiáticas, de pie junto a ella, que sale sigilosamente al entrar yo. Le pregunto a Eva cómo la ha encontrado el doctor, cuánto tiempo ha dormido, si se siente mejor esta noche… Me contesta con una sonrisa lejana de sus labios grises. Luego desvía la mirada. Permanecemos así mucho tiempo, sin decir nada más, ella mirando el techo y yo de pie a la cabecera de su cama, sin poder apartar los ojos de su cara enflaquecida, las arrugas que la surcan, su pelo encanecido. Al cabo de un rato -un largo rato sin duda- rompe a hablar, diciendo que nació en Bellevilie, cerca de la iglesia, que no se llama ni Ava ni Eva, sino Jacqueline, que no ha estado casada con ningún lord inglés, que nunca ha ido a China; el burdel de lujo, en Hong Kong, es sólo una historia que le han contado. Además se pregunta ahora si no fue más bien en Shanghai, un gigantesco palacio barroco con salas de juego, prostitutas de todo tipo, restaurantes finos, teatros con espectáculos eróticos y fumaderos de opio. Se llamaba «Le Grand Monde»… o algo por el estilo… Tiene un semblante tan vacío, una mirada tan ausente, que me pregunto si no ha perdido el sentido, si no está ya delirando. Ha vuelto la cabeza hacia donde estoy yo, y de pronto parece verme por primera vez; fija en mí unos ojos reprobadores; su rostro es ahora severo, se diría que me descubre con horror, o con incredulidad, o asombro, o como un objeto de escándalo. Pero sus pupilas empiezan a girar insensiblemente, para ir a fijarse otra vez en el techo. También le han contado que allá la carne era tan escasa y los niños tan numerosos que se comían a las niñas pequeñas que no encontraban pronto un protector o un marido. Pero Lady Ava no cree que este detalle sea verídico.

– Todo eso son historias inventadas por los viajeros -dice-. ¿Quién sabe? -agrega tras una larga pausa, sin quitar los ojos de aquella superficie blanca, por encima de ella, cuyas manchas ha empezado a examinar otra vez. Después me pregunta si ya es de noche. Le contesto que hace mucho rato que es de noche. Iba a añadir que anochece temprano en estas latitudes, pero me abstengo de hacerla. Al alzar la cara, advierto a mi vez las manchas rojizas de contornos complicados y precisos: islas, ríos, continentes, peces exóticos. Fue el loco que vive arriba el que, un día, en un ataque, derramó no se sabe qué en su suelo. Me parece hoy que la zona afectada se ha agrandado aún. Ahí viene Kim, cuyos pasos no se oyen nunca, acercándose ahora a la cama y llevando con precaución una copa de champán llena hasta el borde de alguna medicina de color dorado, que de lejos se parece al jerez.

Y durante este tiempo, Johnson sigue corriendo tras el dinero que no logra encontrar, de un extremo a otro de Victoria: Wales Road, Des-Voeux Road, Queens Road, Queen Street, Lucky Street, calle de los Plateros, calle de los Sastres, calle Edouard Manneret… Así, en plena noche, tropieza a veces con puertas cerradas, verjas con candados, cadenas echadas. Y aunque estuvieran abiertos los bancos, ¿cuál de ellos aceptaría las letras que ofrece? Y sin embargo, antes de que amanezca, ha de encontrar algo o alguien que lo saque de apuros; Laureen no le ha dado otro plazo, y, de todos modos, no sería prudente quedarse ni un día más en la concesión inglesa, esperando que la policía fuera a detenerlo de verdad. En el desembarcadero del ferry, al llegar de Kowloon, hay una sola jinrikisha esperando, lo cual es mucho, teniendo en cuenta la hora. Johnson no quiere hacerse preguntas sobre esta suerte inesperada ni sobre la amabilidad del conductor, que parece dispuesto a llevarlo donde quiera durante el resto de la noche, y que lo espera pacientemente donde él se para, al menos cuando consigue entrar en algún sitio, como es ahora el caso en casa de este intermediario chino en la que ha visto luz; ni siquiera tiene que llamar mucho rato, con los puños, en la madera del postigo que cierra el despacho contiguo a la calle: se oyen pasos precipitados, en una escalera, y una mujer vieja vestida de negro, a la europea, le abre la puerta de par en par. Le dice, no obstante, que él mismo habría podido abrirla, ya que estaba descorrido el cerrojo en previsión de su venida. Lo coge de las solapas del smoking para hacerla subir más rápido al primer piso (por una escalera recta, estrecha y empinada), abrumándolo con lamentos en tono penetrante, en una mezcla de inglés elemental y un dialecto del norte del que entiende muy poca cosa, salvo que se refiere a la salud de su esposo, de modo que acaba por entender que lo confunde con el médico, en cuya busca ha mandado a un niño del vecindario. Sin sacarla de su engaño, esperando aún que el enfermo pueda hacer algo por él, Johnson le sigue hasta una habitación del primer piso, de dimensiones bastante amplias, ocupadas por algunas piezas de un mobiliario de tipo francés de los años veinticinco, colocado regularmente a lo largo de las paredes y que parece haber sido ideado para una buhardilla minúscula, de modo que quedan espacios considerables entre los muebles. El hombre está echado boca arriba, con los brazos y las piernas extendidos, de través sobre la sábana húmeda y arrugada de una cama de madera barnizada, cuya superficie ocupa por completo, aunque también él es de estatura menuda. A causa del calor, contra el que nada puede un diminuto ventilador eléctrico puesto sobre una silla de rejilla, sólo lleva una especie de calzoncillos de algodón blanco que le bajan hasta las rodillas. Su cuerpo flaco y su cara arrugada tienen el mismo color verdeamarillento que el papel pintado de las paredes.

Johnson pregunta a la mujer qué enfermedad tiene su marido. Como ella lo mira asombrada, se acuerda de repente de que es el médico y precisa al instante:

– Quiero decir qué le duele.

Pero la vieja lo ignora igualmente. Debe empezar a preguntarse por qué no lleva ni maletín ni estetoscopio, si está acostumbrada a la medicina occidental. O quizá hasta ahora sólo ha conocido las prácticas chinas, y si esta vez ha mandado llamar a un médico inglés ha sido como último recurso; en este caso no puede extrañarse de nada, ni siquiera de verlo en traje de etiqueta. Johnson se dice también que el verdadero médico no tardará en interrumpir la comedia y que, antes de que llegue, ha de darse prisa en entablar alguna negociación con el intermediario, si es que está aún en condiciones de hablar de préstamos y garantías. Desde que el americano ha entrado en el cuarto, el hombre no ha hecho ni un movimiento, ni tan sólo ha parpadeado, aunque tiene los ojos tan abiertos como pueden estarlo los de un chino; sus costillas descarnadas tampoco parecen moverse al ritmo de la menor respiración; y cuando le pregunta qué tipo de dolor siente, da la impresión de no haber oído siquiera. Quizá esté ya muerto.

– Mire -empieza a decir Johnson-, necesitaría dinero, mucho dinero…

Pero la vieja vuelve a prorrumpir en gritos, escandalizada esta vez, ante un facultativo que no duda en exigir sus honorarios antes de empezar la visita, como si temiera que no se los pagasen después. Johnson trata de explicarle su situación, pero ella no le hace caso, corre hacia un armario pequeño y vuelve con un fajo de billetes de diez dólares que trata de hacerle coger. El americano acaba tomando algunos en sus manos y los deja sobre la mesilla de noche, sin atreverse ya a insistir en su demanda, sin duda inútil. Por otra parte es absurdo pensar que este modesto prestamista, aun gozando de buena salud y con la mejor voluntad, dispusiera de la cantidad enorme que precisa. Abandonando de súbito la partida, baja precipitadamente la escalera, perseguido por las imprecaciones de la vieja.

La escena siguiente se desarrolla en el muelle nocturno de un puerto pesquero, sin duda Aberdeen, aunque el trayecto para llegar hasta él resulta muy largo en jinrikisha. El decorado sólo se ve de modo parcial, debido al alumbrado escaso de unos pocos faroles, cada uno de los cuales sólo difunde su luz sobre los objetos situados en su proximidad inmediata, de modo que no se distingue un todo, sino tan sólo fragmentos aislados: un bolardo de hierro colado del que sale una gruesa amarra tensa, otros cabos enroscados sobre sí mismos y formando una especie de collar flojo sobre los adoquines húmedos, la mitad de una adolescente andrajosa que duerme directamente en el suelo apoyada en un gran cesto vacío de mimbre trenzado, dos gruesas argollas empotradas a un metro aproximado de distancia y a la misma altura en una pared vertical de sillares, con una cadena que las une formando una curva suave y que cuelga libremente a cada lado, cajas de madera apiladas y grandes peces metálicos de cuerpo fusiforme bien ordenados en la de encima, agua que ondea con reflejos plateados entre sampanes y botes entrecruzados en todos los sentidos, el camino de tablones que forma codos de uno a otro, subiendo y bajando, y que lleva desde la orilla hasta un junco amarrado algo más lejos. Una fila de coolies, cada uno con un grueso saco de yute de formas abultadas sobre los hombros, avanza a lo largo de esas pasarelas inestables, que se hunden bajo los pies descalzos y oscilan de modo inquietante, sin hacer caer al agua negra o dentro de las embarcaciones a ninguno de los cargadores, que se suceden a intervalos de cuatro o cinco pasos. Como no pueden cruzarse en la estrecha pasarela, regresan todos juntos de vacío, seis hombres bajitos en fila india que hacen bailar cada vez más la madera flexible; y vuelven por una nueva carga a una zona oscura donde estará aparcado algún camión, un carro de mano o una carreta tirada por búfalos. Un hombre de más edad, de larga barba rala, vestido con una guerrera de algodón azul y tocado con un gorro, vigila su paso y apunta el número de sacos transportados en un cuaderno mucho más largo que ancho. Es a él a quien se dirige Johnson preguntándole en cantonés si el junco que va a zarpar es el del señor Chang. El hombre no contesta; continúa observando con la mirada el movimiento de los estibadores en calzoncillos que pro siguen su maniobra. Tomando su silencio por asentimiento, Johnson pregunta la hora de salida y el destino exacto de la embarcación. No obteniendo tampoco respuesta, añade que él es el americano a quien han de subir a bordo y conducir a Macao.

– Pasaporte -dice el vigilante sin apartar la vista de la pasarela improvisada; y sólo le echa un vistazo rápido cuando Johnson, algo desconcertado por esta formalidad policial aplicada a una travesía clandestina, le tiende, a pesar de todo, el documento-. Salida esta mañana a las seis y cuarto -dice en portugués el sobrecargo, devolviéndole el pasaporte.