En este estado encuentra Kim las cosas, cuando entra en el piso, sin que haya tenido más que empujar la puerta, cuya cerradura no estaba cerrada, cosa que la ha extrañado. Se detiene en medio del vestíbulo, escuchando con atención. No se oye el menor ruido en toda la casa. Piensa que Manneret sigue en su mesa de trabajo, en el despacho. Se dirige hacia esa parte, sigilosamente, como suele. En la salita de fumar, separada del despacho por un tabique de cristal que se halla parcialmente cerrado, ve al viejo tendido cuan largo es en el suelo, boca abajo. Sólo la cabeza está vuelta de lado, la mano izquierda sostiene aún el pie de una copa rota que le ha atravesado la garganta en su caída. Alrededor hay fragmentos de cristal, jerez derramado y sangre, pero en poca cantidad. Kim se acerca con pasos menudos, silenciosos, como si temiera despertar al muerto, en cuyo rostro tiene fija la mirada. Al ver la fina herida y la punta de cristal que penetra en ella, no puede menos que llevarse la mano a su propio cuello, a ese punto en el que, justo sobre la clavícula izquierda, sus dedos tocan la pequeña cicatriz todavía tierna. Entonces se abre su boca progresivamente y empieza a lanzar alaridos, sin quitar la vista del cadáver, y esta vez su grito llena el piso entero, la casa entera, la calle entera…

Pero no es eso. Sigue siendo el mismo alarido mudo, que no logra salir de su garganta, mientras corre escaleras abajo, bajando los peldaños de dos en dos, de tres en tres. A su paso, se abren las puertas, se recortan en sus vanos figuras negras, a contraluz sobre el fondo intensamente alumbrado de los vestíbulos, lo que impide distinguir las caras. Sin embargo, por los trajes se adivina que son hombres, que surgen en cada rellano y se lanzan a su persecución. Habrán visto el cuerpo del viejo o la sangre que chorrea a través de los techos, y creen que es ella la que lo ha matado. Aumentan de piso en piso. Kim baja los peldaños de cuatro en cuatro, de cinco en seis, pero sus finos zapatos dorados no hacen ningún ruido en el revestimiento elástico del suelo, y los otros también, detrás de ella, corren sobre algodón, cada vez más aprisa… No obstante, parecen no dar alcance a la criminal que huye, pues, al volverse ésta para mirar hacia atrás, sólo ve la escalera vacía y silenciosa.

Después, sin que sepa cómo, hay alguien muy cerca de ella, bajando ya el último tramo que lleva al rellano en que acaba de detenerse. Por suerte este sitio está mal alumbrado. Kim retrocede lentamente hasta un rincón totalmente a oscuras. Su vestido negro la ayudará a pasar más inadvertida… Afortunadamente, ya que el personaje que se acerca va sin duda en su búsqueda; es un hombre de estatura alta, que lleva perilla, y va provisto de un bastón con contera de hierro. Vestido elegantemente con traje de corte severo, anda con paso firme y ágil: el bastón sólo puede ser un atributo ornamental, o un arma ofensiva. Cuando llega frente a ella, Kim, en el primer momento, tiene la impresión de que es el viejo, pero enseguida se acuerda de que lo ha matado. Es tan sólo alguien de su misma edad y que se le parece. Mira a derecha e izquierda para descubrir dónde se esconde la culpable; sin embargo, pasa sin verla por delante de la criada acurrucada en un rincón de la pared, yerta de miedo y a punto de desmayarse de tanto contener la respiración. El hombre se aleja un poco, se apoya en la barandilla y se asoma por encima de ella, para examinar la parte inferior del hueco de la escalera. Segura de ser descubierta muy pronto, Kim se lleva a la boca, y lo introduce en ella, el papel doblado que lleva escrita la dirección comprometedora; lo empapa de saliva, lo mordisquea y lo desliza debajo de la lengua; lo va removiendo cuidadosamente para que se hinche y forme una bola muy escurridiza, que se transforma de golpe en una masa líquida, viscosa e insípida, que engulle con asco. Pero el ruido casi imperceptible de los labios en la hojita aún rígida, al principio de la operación, ha debido de llamar la atención al cazador, que se vuelve e inspecciona el rellano en todas direcciones. Después se dirige hacia una de las puertas, con paso sigiloso, y acerca la mejilla al panel de madera barnizada, para escuchar lo que ocurre dentro; probablemente no oye nada que le interese, ya que vuelve hacia los barrotes de hierro, equidistantes, paralelos y verticales, que sostienen la barandilla. Aplica también el oído, como con la esperanza de percibir reveladoras vibraciones del metal. Como, al parecer, no obtiene ningún resultado, empieza a bajar el tramo siguiente.

Pero al cabo de tres o cuatro peldaños, vuelve a detenerse y parece cambiar de idea: presa de algún escrúpulo, se dispone a subir de nuevo. Kim se da cuenta entonces de que la puerta que se halla cerca de su escondite no está del todo cerrada. La abre suavemente, sin hacerla chirriar, justo lo preciso para colarse dentro. Una vez cerrada de nuevo en la posición en que estaba antes, la oscuridad del lugar es total. Al instante, Kim se siente rozada por unas manos, dos grandes manos que avanzan a tientas y recorren en todos los sentidos la seda lisa y fina de su traje. Se muerde violentamente el labio inferior para no gritar, mientras las caricias se hacen más precisas, más insistentes. Fuera, el hombre ha vuelto al rellano: también él ha advertido la puerta mal cerrada. (¿Ha sido por los movimientos de Kim?) Lo oye rascar con las uñas, como si intentara descubrir algún sistema cuyo funcionamiento fuera a abrirle paso. Kim se apoya con más fuerza en la puerta, sin hacer ruido, a fin de bloquearla contra su marco y hacer creer al hombre que el cerrojo está echado. Pero la presión aumenta al mismo tiempo por el otro lado. La joven se apuntala y tensa todos los músculos de su cuerpo, mientras las dos grandes manos siguen explorando sus axilas, sus pechos, su cintura, sus caderas, su vientre, sus muslos. Kim se aprieta pegándose con todo su peso, con todas sus fuerzas, de tal forma que el pestillo biselado acaba funcionando solo, penetrando en el cerradero en el que produce un ruido seco, como un disparo, que resuena en toda la casa.

Al mismo tiempo se enciende la luz. En el vestíbulo, Edouard Manneret sale a su encuentro. Ha sido él quien ha accionado el interruptor. La joven eurasiática recobra el aliento.

– He encontrado la puerta entornada… -dice-. He entrado.

El viejo sigue mostrando su misma sonrisa y sus ojos demasiado brillantes. Dice:

– Ha hecho muy bien. Está en su casa… La estaba esperando.

Después, tras una pausa durante la que la observa con una insistencia molesta, pregunta:

– ¿Ha corrido…? ¿No ha tomado el ascensor?

Kim responde que no, que ha andado aprisa únicamente, y que ha subido a pie por el perro. Y como el viejo le pregunta dónde está el perro, explica que lo ha dejado, como de costumbre, atado con su trenza de cuero a una anilla, en el vestíbulo. Sabemos que el perro se soltará solo, al sentir que su dueña está en peligro, etc.

Si Manneret acaba de ser asesinado, esta escena ocurre antes, sin duda alguna. Y ahora es el señor Chang, el intermediario, el que sale al encuentro de Kim, en el cuartito en el que ella acaba de entrar. (Aún resuena en sus oídos el golpe seco del pestillo, cuando ha cerrado la puerta.) El señor Chang sigue mostrando su sonrisa, tan habitual en Extremo Oriente, donde probablemente no es más que una muestra de cortesía, Le pregunta si ha corrido. Muda como de costumbre, hace un breve movimiento con la cabeza para decir que no. El señor Chang no le pregunta nada sobre el perro. Es el día en que el intermediario entrega el sobre de papel grueso y pardo, repleto con cuarenta y ocho bolsitas de droga. Vuelve a bajar enseguida y se encuentra en medio de Queens Road, con la confusión ruidosa y soleada de las jinrikishas, los pijamas de lustrosa tela negra, los vendedores de pescado y especias, los porteadores con los hombros encorvados bajo la larga vara tradicional, de cuyos extremos penden las cestas de junco. Cuando Kim regresa a casa, la vieja lady, sola en su habitación, no advierte que el traje de seda blanca está todo ajado, arrugado, cubierto de manchas grisáceas que recorren largas zonas donde el brillo de la tela ha desaparecido por completo. La hermosa criada sólo recibirá un castigo por haber dejado entrar al perro negro en un edificio climatizado.

En efecto, la joven se ha visto obligada a confesar su falta. Para no decir que se ha contentado con atar al precioso animal de una anilla, en cualquier parte, prefiere aún la versión -que le parece menos peligrosa- del barrendero que se hallaba al pie de la escalera: le ha confiado el perro, pero él ha dejado escapar el extremo de la trenza de cuero, por indolencia, y el animal se ha precipitado en busca de su dueña, arrastrando la correa que vuela por detrás y azota los peldaños de madera. El empleado municipal del sombrero chino acerca entonces su brazo, que ya no aguanta nada, al palo de la escoba. Una vaga sonrisa flota en su boca y sus ojos. No le queda más remedio que ponerse a barrer otra vez. Al extremo del haz de paja de arroz, curvado por el uso, aparece un nuevo ejemplar del mismo tebeo; por lo menos es el duodécimo que recoge desde que ha empezado el trabajo. (¿Cuándo?) Seguramente es el de la semana pasada. Aunque ha agotado ya todo su contenido, puesto que no sabe leer y ha de contentarse con las imágenes, se agacha irresistiblemente, para recoger también éste. Y, una vez más, contempla la fiesta mundana que se desarrolla en el inmenso salón recargado de espejos, dorados y estucos.

Bajo las arañas centelleantes hay mujeres jóvenes con trajes de noche muy escotados que bailan del brazo de sus parejas vestidas con smokings oscuros o spencers blancos. Ante el buffet repleto de vajilla de plata, un hombre gordo y colorado habla, levantando la cara, con un americano mucho más alto que él, que ha de agacharse para escuchar lo que el otro cuenta. Un poco más lejos, inclinada hasta el suelo de mármol, Laureen entrecruza las tiras doradas de su zapato alrededor del tobillo y la garganta del pie. A un lado, junto a una ventana con pesadas cortinas corridas, Lady Ava sigue sentada en su sofá sin color; su mirar cansado vaga por las paredes, cuyos diversos paneles están adornados con cuadros, de dimensiones diversas, que la representan sólo a ella, joven, de cuerpo entero, de pie y apoyándose con mano ligera en el respaldo de un sillón, o sentada, tendida, a caballo, tocando el piano, o únicamente la cabeza y el busto, ampliados en proporciones gigantescas. Lleva boas, velos, grandes sombreros con plumas; en otros aparece desnuda, peinada con bandós o con tirabuzones que caen en la curva de los hombros sobre la carne blanca. Hay además unas estatuas en sus hornacinas, entre columnas de pórfido rojo o verde, que también la representan en posturas convulsas, haciendo con sus brazos torneados grandes ademanes indecisos y volviendo a un lado, o hacia el cielo, su rostro inspirado. Amplias telas vaporosas flotan alrededor de su cuerpo, echarpes de muselina, colas de tul, velos de bronce y piedra. Paso ante todo ello sin pararme: he tenido mil ocasiones de contemplar detenidamente esas esculturas, esos lienzos, esos pasteles, de los que conozco hasta las firmas, casi todas de nombres famosos: Edouard Manneret, R. Jonestone, G. Marchand, etc. La espaciosa estancia me resulta aún más impresionante gracias a la ausencia de todo personaje vivo, estando como estoy acostumbrado a verla llena de gente, de agitación, de ruido; esta noche hay sólo una innombrable mujer muda e inmóvil, inaccesible, que multiplica sus poses estudiadas, grandilocuentes, exageradamente dramáticas, y que me rodea por todas partes, Eve, Eva, Eva Bergmann, Lady Ava, Lady Ava, Lady Ava.