Mientras vuelve a guardárselo en el bolsillo interior derecho, Johnson se pregunta cómo se las arreglará el otro para reconocer a su pasajero, al que no ha intentado ver ni un momento. Pero a partir de ahora, en el silencio, ya no hay más que el agua que chapotea entre los sampanes, los pies descalzos que suenan cadenciosos en los adoquines o en la madera mojada, los tablones que vibran contra los cascos.

Después viene el fumadero de opio, descrito ya: un decorado desnudo y blanco formado por una sucesión de pequeños aposentos cúbicos, sin ningún mueble, totalmente encalados, incluso el suelo de tierra apisonada, en el que los clientes con pijamas negros están tumbados al azar, de cualquier modo, recostados en las paredes o en mitad de las estancias, que se comunican entre sí por aberturas rectangulares practicadas en las gruesas paredes, sin ningún tipo de puerta, y tan bajas que Johnson ha de agacharse para pasar. ¿Qué espera encontrar aquí? Los clientes no parecen estar en condiciones de proporcionarle la fortuna que desea, ni, a juzgar por su comportamiento, de discutir con él su cesión.

Después se ve a Johnson en un cruce de calles, probablemente en el centro de la ciudad, pues una farola proyecta sombras netas y negras de las cosas y las gentes. Está hablando con otro hombre, un europeo según todas las apariencias, vestido con un traje claro y un impermeable abierto con el cuello subido, tocado con un sombrero de fieltro con las alas inclinadas, que le señala, en la fachada lateral de un banco -cuyo nombre está escrito con grandes letras en el frontón de la fachada principal: Bank of China- una escalerita de emergencia, para casos de incendio probablemente, que conduce a una ventana del primer piso desprovista de reja, a diferencia de todas las demás, tanto del mismo piso como de la planta baja. No hay ningún otro personaje en el campo visual, ni coche que circule por las inmediaciones o aparcado junto a una acera; ni siquiera se ve la jinrikisha. Sin duda el hombre del impermeable quiere explicar al americano alguna fechoría; pero este último, calculando las probabilidades de éxito de la empresa, hace una mueca de duda, de expectación o incluso de negativa, más visible aún en la imagen ampliada que sigue.

Esta cara pronto da paso a la vista general de un pequeño bar. (¿De modo que todavía hay bares abiertos a estas horas?) Dos clientes, sentados en altos taburetes, aparecen de espaldas, acodados uno junto a otro en la barra en la que hay dos copas de champán. Parecen conversar en voz baja. A la derecha, un camarero chino de chaqueta blanca, en una posición ligeramente elevada entre la barra y los anaqueles en los que se alinean las botellas en apretadas hileras, los mira por el rabillo del ojo, mientras tiende una mano hacia un aparato telefónico situado en una hornacina.

Después las imágenes se suceden muy aprisa: Johnson y Manneret en un decorado interior poco identificable (¿eran ya ellos los que hablaban en el bar, donde se habrían citado antes?), haciendo ahora grandes ademanes a los que es absolutamente imposible atribuir un significado. Después, Edouard Manneret en su balancín y el americano de pie frente a él, diciendo: «Si no acepta, ya verá lo que le pasa», y Kito, a la izquierda y en primer término, hablando consigo misma: «¡Ahora lo amenaza de muerte!» Luego, Johnson con Georges Marchat bebiendo champán en un jardín, cerca de un matorral de hibiscus en flor. Ahora, Johnson alejándose a grandes zancadas de un enorme Mercedes parado frente a un almacén cerrado del puerto de Kowloon (el nombre Kowloon Docks Company se lee en el cierre metálico) y volviendo la vista atrás mientras se da prisa en salir de allí. Johnson conversando con un hombre gordo delante de un buffet lleno de vajilla de plata, en medio del gentío de una fiesta mundana. Johnson mostrando su pasaporte a un teniente de la policía, en una callejuela empinada que acaba en escalera, no lejos de un pequeño coche militar descubierto, a cuyo volante va otro policía, mientras el teniente dice: «Un camarero lo vio con él; usted le proponía el asunto, y una prostituta japonesa oyó cómo lo…» Johnson en su cuarto de hotel advirtiendo que sus papeles han sido registrados otra vez, y decidiendo añadir para los policías del servicio de información, en su próximo registro, un documento falso que empieza a redactar en el acto imitando la letra de Marchat: «Querido Ralph: una simple notita para tranquilizarlo respecto a su asunto: desde ahora todo está arreglado, dispondrá a tiempo de la cantidad que necesita; por consiguiente es totalmente inútil que recurra a Manneret o que busque dinero por otro conducto.» Firmado: «Georges.» Y, debajo, en una postdata: «Sigue sin saberse a quién pertenece el laboratorio de fabricación de heroína que la policía ha descubierto. En mi opinión, debe de ser también de esos belgas que vienen del Congo y quieren comprar el hotel Victoria para transformarlo en casa de placeres. Espero que detengan a todos esos traficantes que manchan nuestra hermosa colonia.»

Después de guardar este papel entre las cartas que han llegado últimamente, dentro de una carpeta verde del primer cajón de la izquierda del escritorio, Sir Ralph entra en el cuarto de baño a tomar su ducha; luego se pone una camisa con pechera almidonada, se enfunda su smoking y anuda cuidadosamente en forma de pajarita una corbata de color rojo oscuro. Todavía le da tiempo a cenar fuera antes de acudir a la fiesta en casa de Lady Bergmann. En el vestíbulo del hotel, al darle su llave al portero, Sir Ralph le hace un guiño de connivencia; y sale por la puerta de atrás, la que da a un jardincito plantado de ravenalas, pues por ese lado es por el que tiene más posibilidades de encontrar un taxi. Hay uno libre, en efecto, aparcado al final de la acera; sube y dice que va al ferry. Como el calor es asfixiante en el asiento de atrás, baja los cristales de las dos ventanas: aunque el aire que entra de fuera no es mucho más fresco, su movimiento lo hace al menos soportable, y resulta así más cómodo mirar a los transeúntes que pasean por delante de los escaparates brillantemente iluminados, bajo las higueras gigantes.

Tan pronto sube al barco, observa a una joven con traje ceñido, abierto lateralmente hasta muy arriba, que lleva de una correa a un gran perro negro de orejas erguidas; recorre la cubierta con paso ágil y regular, bordeando el agua invisible en la noche, pero cuyo ruido de tela estrujada contra el flanco del navío se oye. Su cuerpo en movimiento bajo la seda fina le da un aire provocativo, a pesar de su actitud reservada. Cuando quiere frenar el paso del perro, que va delante de ella y tira demasiado de la trenza de cuero, muy tensa, la joven emite entre sus dientes un silbido casi imperceptible dé cobra, breve y seco. Varias veces, Sir Ralph, al cruzarse con ella en el puente, busca su mirada azul, que sostiene tranquilamente la suya. Pero, en definitiva, no le dirige la palabra, quizá por el perro y sus gruñidos ante la proximidad de extraños. En el desembarcadero de Victoria hay siempre muchos taxis; el americano elige uno de modelo reciente para ir hasta el pequeño puerto de Aberdeen, donde va a cenar a un restaurante de fama, que flota en medio de la bahía.

Hay poca gente esta noche en la gran sala rectangular, abierta en su centro por una piscina cuadrada donde se distingue, en el agua verde, una multitud de grandes peces azules, morados, rojos o amarillos. Una muchacha esbelta, con traje de seda ceñido, sin duda una eurasiática, que se parece a la pasajera del ferry, los pesca uno tras otro mediante una red de largo mango, que maneja con gracia y habilidad, para presentarlos vivos, retorciendo sus cuerpos presos en las mallas, al cliente sentado a su mesa, para que escoja el que desea comer. Al regresar a la costa en un sampán iluminado con guirnaldas de luces, conducido por una muchacha esbelta con traje ceñido, etc., de aspecto provocativo a la vez que reservado, etc., etc., que maneja con gracia y habilidad el largo remo veneciano, haciendo movimientos ondulados de torsión que agitan la seda fina y brillante sobre la piel… (¡ya basta ahí arriba!, las pisadas y el bastón con contera de hierro que golpea el suelo acompasadamente…), Sir Ralph observa, a la dudosa luz de los faroles del puerto, una fila de coolies que transportan sobre sus hombros doblados sacos repletos de alguna mercancia (¿clandestina?), hasta el gran junco -con todas las luces apagadas- unido al muelle por una larga pasarela de tablones que zigzaguea de un casco a otro por entre la flotilla de pequeñas embarcaciones fondeadas. Un tercer taxi lo lleva entonces a la Villa Azul, donde llega a las nueve y diez, como estaba previsto.

A poco de entrar en el gran salón, en el que ya están bailando unas cuantas parejas con aire forzado, se lo lleva aparte la señora de la casa. Tiene una noticia grave que comunicarle: Edouard Manneret acaba de ser asesinado por los comunistas, con el pretexto -evidentemente falso- de que era un agente doble al servicio de Formosa. Se trata en realidad de un ajuste de cuentas mucho más turbio, mucho más complejo. De todos modos, Johnson figura entre los sospechosos notorios, a los que la policía no puede menos de detener: si todavía no lo ha hecho, quizá se deba a una especie de cortesía diplomática con Pekín. Lady Ava le pregunta, pues, qué piensa hacer. Johnson contesta que esta misma noche abandonará Hong Kong, en un junco, para dirigirse a Macao o a Cantón.

La velada se desarrolla luego de una manera normal, para que no cunda la alarma, pero seguro que otras personas están alerta, pues se nota algo tenso en el ambiente: basta que una copa se rompa en el suelo para que todo el mundo se quede inmóvil, como con el temor de un acontecimiento cuya inminencia está fuera de duda. Sir Ralph permanece junto a un mirador, aguzando el oído en dirección a las espesas cortinas corridas, para espiar la eventual llegada de un coche. Georges Marchat no abandona el buffet, donde ha pedido seis copas de champán seguidas, que se ha bebido de un trago una tras otra. En el salan cito de música, Lauren, la prometida de Marchat, toca al piano para unos cuantos invitados silenciosos una composición moderna, llena de rupturas y pausas, subrayadas por ella con risas nerviosas, bruscas, sin duración, para señalar errores que sólo ella puede reconocer. Kito, la joven criada japonesa acaba de cortarse en un brazo -un poco más abajo del codo, en la cara interna- al recoger con demasiada precipitación los fragmentos de la copa rota; y permanece inmóvil, de rodillas en el suelo, contemplando con aire ausente el hilillo de sangre de un rojo vivo que corre imperceptiblemente por su piel mate y cae gota a gota, con largos intervalos, sobre el mármol sembrado de cristales centelleantes. A unos metros de distancia, un poco apartada detrás del sillón en cuyo respaldo se la ve apoyarse, con aire indiferente, para hacer algo, pero con la cabeza vuelta lateralmente hacia la escena que precede con una fijeza en la mirada que no permite ningún error, una bella eurasiática, que responde al nombre americano de Kim, contempla a la pequeña japonesita arrodillada, el brazo blanco manchado por una fina línea roja y las gotas de sangre que forman en el suelo una constelación de puntos dispersos concentrados alrededor de un eje, como las perforaciones de las balas en un blanco de tiro. Y poco a poco, sin que sus ojos se aparten del espectáculo de la criada herida, la mano derecha de Kim se separa del sillón, para subir hasta más arriba de su clavícula izquierda, en cuyo hueco lleva la marca de una discreta cicatriz de color rosa vivo: dos puntos oblongos situados muy cerca uno de otro y que nadie habría notado sin su gesto furtivo, pero cuya forma insólita, una vez que han llamado la atención, incita a preguntarse cómo se produjeron.