Como de costumbre, Manneret había dejado abierta la puerta de su piso. Sin darle tiempo a volverse, el perro se le ha echado encima por la espalda y le ha roto la nuca con un golpe seco de sus mandíbulas. Edouard Manneret, muerto en el acto, yace después en el suelo de su habitación (¿o su cuarto de trabajo?), tendido cuan largo es, etc., mientras la criada, que no ha hecho un solo movimiento, lo contempla con el mismo semblante angustiado que ofrecía al comienzo de la escena, antes de llegar el perro. Lo de que su semblante parece angustiado es no obstante pura imaginación, ya que ninguno de sus rasgos revela nunca el menor sentimiento. Tampoco cuando se halla ante una mesa de pino, de pie, rígida, etc., con un chino de edad incierta sentado frente a ella; es, naturalmente, el intermediario, con el que por fin ha logrado dar y que, por otra parte, es el vivo retrato del falso señor Chang, el de las peritaciones, exceptuando la perpetua sonrisa extremo-oriental -que no es una sonrisa- de la que está dotado este último. La criada saca de la carterita de cuentas-doradas el dinero que le ha confiado Lady Ava. El señor Chang cuenta los billetes con dedos prestos y dice: «Es correcto.» Tras lo cual, le señala, con un movimiento apenas esbozado de la mano, una puertecita lateral cuya existencia no había advertido aún. Esta puerta da a un vestíbulo muy exiguo, cuyo techo de inclinación muy acusada debería corresponder a un tejado abuhardillado, lo cual es absolutamente imposible, dada la situación de la estancia y la estructura general de la casa; este vestíbulo da acceso a un segundo despacho, bastante parecido al otro pero desprovisto de todo mueble así como del menor documento. Aquí es donde se encuentra la joven japonesa (llamada Kito) bajo la vigilancia del perro. Sin tener que volver atrás, los tres salen directamente al descansillo por la puerta de enfrente de aquella por la que recuerda haber entrado la criada al principio, puerta pintada del mismo pardo y provista del mismo pomo de madera, gastado y sucio. El pequeño vestíbulo pasaba así bajo la escalera que sube al segundo. Basta con bajar un piso para hallarse en la galería cubierta de Queens Road, desierta a estas horas. Subsisten en lo que precede algunas inverosimilitudes; sin embargo, todo se ha desarrollado puntualmente de este modo. Lo que sigue ya ha sido referido.

Prosigo y resumo. Kito -todo el mundo lo ha entendido- está destinada a las habitaciones del segundo piso de la Villa Azul. Después será cedida por Lady Ava a un americano, un tal Ralph Johnson, que cultiva adormidera blanca en los linderos de los Nuevos Territorios. La historia de la pequeña japonesa no tiene más relación con el relato de esta velada, por lo que es inútil contar con más detalles sus diferentes peripecias. Lo importante es que Johnson ese día… Se oye ruido arriba, se oye mucho ruido. Cada vez suena más fuerte, la cadencia se precipita. El viejo rey loco lleva un bastón con contera de hierro, con el que ritma el compás de sus pasos en el suelo del pasillo, un largo pasillo que atraviesa todo el piso de punta a punta. ¿He dicho que ese viejo rey se llama Boris? No se acuesta nunca porque ya no logra dormir. Algunas veces se tumba tan sólo en un balancín y se mece durante horas, golpeando el suelo con la contera del bastón, en cada vaivén, para mantener el movimiento pendular. Estaba diciendo que, esa noche, Johnson, que casualmente había sido testigo inmediato del final trágico de Georges Marchant, hallado muerto en su coche en Kowloon, no lejos del embarcadero adonde llegaba el americano unos instantes más tarde para tomar el transbordador de Victoria, Johnson, pues, nada más llegar a la Villa Azul, había contado el suicidio del negociante, cuya conducta atribuía, como todo el mundo, a un exceso de honradez comercial, en un caso en el que sus socios habían mostrado muchos menos escrúpulos. Desdichadamente parece que su relato -tan brillante como fértil en emociones- impresionó vivamente a una joven rubia llamada Laureen, amiga de la señora de la casa, de la que incluso se la consideraba pupila, que precisamente acababa de prometerse con aquel desdichado joven. A partir de ese día, Laureen cambió completamente de vida y casi de carácter: de juiciosa, aplicada, discreta, que era antes, se arrojó, con una especie de pasión desesperada, a la búsqueda de lo peor, a los excesos más degradantes. Así se hizo pensionista de una casa de lujo cuya directora no es otra que Lady Ava. Y es esta última quien, mostrándole a Sir Ralph en el álbum las chicas disponibles, comenta con esta anécdota sombría el retrato en que su última adquisición aparece con el tradicional corsé negro y las medias de malla, sin nada más debajo ni encima.

Sir Ralph examina con atención la imagen que le presentan. Juzga interesante la oferta, aunque el precio le parece elevado. Tras una información íntima complementaria, seguida de un largo momento de reflexión, declara que se queda con ella a prueba. Lady Ava le contesta que, por su parte, estaba segura de esta aceptación, y que no se arrepentirá. La presentación deberá efectuarse durante la fiesta de esta misma noche, cuyo desarrollo ha sido objeto de varias relaciones detalladas. Es el mismo Ralph Johnson cuyas idas y venidas demasiado frecuentes entre Hong Kong y Cantón habían acabado llamando la atención a las autoridades políticas de la concesión inglesa. Por eso casi siempre era seguido por agentes de paisano, espías de tercera clase descontentos de su sueldo, que anotaban sin convicción algunos de sus desplazamientos con el único objeto de llenar fichas, hechas más para dar testimonio de su propia actividad diaria que para informar de modo exhaustivo de las del sospechoso sometido a su vigilancia. La mayor parte de estos empleados contratados por los servicios secretos británicos trabajaban clandestinamente para organizaciones particulares, a las que no servían con más celo o inteligencia, pero cuyas lamentables investigaciones ocupaban, con todo, gran parte de su tiempo. Además, los menos obtusos habían sido comprados secretamente por los múltiples emisarios enviados desde Formosa o la China roja, en cuyo número había que incluir sin duda al propio Johnson; de modo que en la descripción de su velada -llevada acabo por dichos observadores- no constaba ninguna visita a la Villa Azul: simplemente había regresado al hotel Victoria para cenar y no había vuelto a salir. Fue el portero de noche el que suministró la información, mediante una cuantiosa propina.

Johnson ocupa en este hotel -antaño lujoso pero pasado de moda desde hace tiempo- una suite que comprende vestíbulo, salón, dormitorio, terraza y cuarto de baño. Regresó a las siete y cuarto, comprobó que se había efectuado, con la torpeza de costumbre, el registro semanal de sus papeles en los cajones del escritorio y del archivo, y fue a ducharse. Después leyó la correspondencia. Las cartas llegadas de Macao por la tarde no contenían nada destacable. De todos modos, Johnson sabía muy bien que ningún asunto de importancia podía tratarse por correo, ya que los agentes de información abrían su correspondencia antes de que se la entregaran. Acaba de vestirse (con un traje ligero de popelín blanco), mientras va poniendo notas en las pruebas de un anuncio publicitario que ha de devolver una vez corregido. El fastidio de tener que ponerse una camisa de seda y el smoking demasiado pesado, con ese calor, le hace renunciar a la fiesta en casa de Lady Bergmann; vuelve a leer la invitación, en la que figura impresa la indicación «cóctel, baile», y las palabras «representación teatral a las once» añadidas a mano (sólo para una parte de los invitados); la rompe por la mitad y la echa luego al cesto de los papeles. Telefoneará mañana para disculpar su ausencia con una jaqueca. Mientras cena carne insípida y verduras hervidas en el gran comedor casi vacío, hojea el Hong-Kong Evening. En él ve casualmente el entrefilete con la noticia del fallecimiento de Edouard Manneret.

El artículo es muy breve, del tipo: «Nos comunican a última hora el fallecimiento de…, etc.» No dice nada sobre la naturaleza exacta de este presunto accidente; y, por supuesto, no hay ninguna alusión a Kito. No obstante, hay que hablar de nuevo de las relaciones de Johnson con la japonesita. El americano la ha utilizado muy poco para sus placeres personales, ya que -como queda dicho- sus sentidos hallaban plena satisfacción en otra: la muchacha servía sólo de complemento, de personaje secundario, en algunas composiciones en las que Laureen conservaba siempre el papel principal -si no el más suave-. Era la época en que Kito estaba de pensionista en la villa; y si Johnson la sacó más tarde, fue con una intención muy distinta, para someterla a los experimentos de magia en los que cifraba su fortuna futura, que veía ya enorme. (Sus ganancias actuales, procedentes de negocios bien asentados en Macao y Cantón, eran de dimensiones más modestas.) Conviene precisar aquí que los cultivos de plantas tóxicas, que había desarrollado desde hacía poco en la zona de la frontera, comprendían otras muchas especies además de la adormidera, el cáñamo y la eritroxila: prácticamente Johnson vendía en todos los barrios chinos del mundo, desde el océano Indico hasta San Francisco, todo tipo de remedios, venenos, elixires de juventud, filtros de amor, afrodisíacos, cuyos efectos -descritos con términos seductores en prospectos ilustrados o en los anuncios de las revistas para clientela particular- no eran atribuibles sólo a la fantasía del vendedor. Su última idea, que acabaría con la fama de los celebérrimos «bálsamos del Tigre», era un preparado que procedía en parte de la ciencia de las plantas, en parte de la magia, y cuya receta había encontrado en una edición reciente de un libro religioso de la época Cheu. Pero Johnson no era ni brujo, ni farmacéutico, ni botánico. Tenía únicamente dotes indiscutibles para el comercio, que ejercía a menudo a costa de sus socios: por ejemplo, se había juntado, con el nombre de una de las muchas sociedades que fundaba continuamente, con un joven holandés de buena familia, llamado Marchant, que había acabado suicidándose por motivos oscuros, pero indudablemente relacionadas con sus empresas comunes, que nunca habían causado a Johnson el menor problema. El hombre que necesitaba esta vez, para acabar de elaborar y experimentar el brebaje, a un tiempo médico, químico y vagamente hechicero, era el famoso Edouard Manneret, que además poseía -según se rumoreaba- una fortuna inmensa y probablemente no ponía ninguna intención lucrativa en el ejercicio de sus facultades. En cambio, estaba aquejado de vampirismo y necrofilia, de modo que la muerte de Kito, sobre la que el nuevo producto demostraba su eficacia por el dominio absoluto que daba al beneficiario, hubo de incluirse muy pronto en las pérdidas y ganancias de la sociedad.